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– El doctor Braose, que atiende en el mercado, usa una capa con estrellas, tiene una calavera sobre la mesa y una cosa para leer en las estrellas.

Adelia se irguió, como lo hacía cuando alguien aludía a la magia.

– Este doctor practica la medicina, no la hechicería.

Cambridge debería conformarse con un rostro de águila negra envuelto en una kufiya y una voz de niño cantor. Suficiente magia para cualquiera.

Ulf fue enviado al boticario con una lista de encargos. Se dispuso una sala de espera en la antigua tienda de empeño.

Los muy ricos tenían médicos a su servicio. Los muy pobres se curaban a sí mismos. Quienes llegaban hasta Jesus Lane no pertenecían a ninguna de esas dos categorías. Eran artesanos y jornaleros a quienes -en el peor de los casos- les sobraban un par de monedas o incluso un pollo para pagar por el tratamiento.

La enfermedad había hecho estragos en ellos. Los remedios caseros no habían funcionado, tampoco las donaciones de dinero y aves de corral al convento de Santa Radegunda. Como Gyltha había dicho, allí estaban los fracasos del pequeño Peter.

– ¿Cómo le ha ocurrido esto? -preguntó Adelia a la mujer de un herrero, limpiando suavemente una costra amarilla de sus ojos completamente pegados. Y recordó que debía agregar-: El doctor quiere saberlo.

Aparentemente, alentada por la priora de Santa Radegunda, la mujer había humedecido un paño en las pústulas de la carne descompuesta del pequeño Peter cuando lo sacaron del río y luego se había frotado los ojos con él para curar su creciente ceguera.

– Alguien debería matar a esa priora -comentó Adelia a Mansur en árabe.

La esposa del herrero no podía entender las palabras, pero captó el sentido y se defendió.

– No fue culpa del pequeño Peter. La priora dijo que no recé lo suficiente.

– Si no la mato yo antes -concluyó Adelia. Nada podía hacerse para curar la ceguera de esa mujer, pero la mandó a casa con una solución diluida y filtrada de agrimonia, que con el uso regular le aliviaría la inflamación.

Ninguno de los casos que siguieron contribuyó a disminuir la ira de Adelia.

Huesos que por estar rotos desde hacía demasiado tiempo se habían torcido. Un bebé, muerto en brazos de su madre, que hubiera podido salvarse con un brebaje de corteza de sauce. Tres dedos del pie fracturados que se habían gangrenado y cuya amputación no habría sido necesaria si el paciente no hubiera perdido tiempo rogando al pequeño Peter.

Después de la sutura y el vendaje, el amputado había pasado un rato recostado y se había ido a su casa. La sala de espera se había vaciado. Adelia estaba fuera de sí.

– Dios maldiga a Santa Radegunda y a todos sus huesos. ¿Habéis visto al bebé? ¿Lo habéis visto? -preguntó a Mansur con ira-. ¿Y por qué le recomendasteis azúcar al chico con tos?

Mansur había degustado el poder y había comenzado a hacer movimientos cabalísticos con los brazos, sobre la cabeza de los pacientes, cuando se inclinaban ante él.

– Azúcar para la tos.

– ¿Ahora sois doctor? El azúcar puede ser el remedio árabe, pero en este país es escaso y muy caro. De todos modos, en este caso no causará ningún daño.

Salió en estampida hacia la cocina para beber un trago de licor. Cuando terminó, lanzó la taza de hojalata al agua.

– Malditos sean. Maldita sea su ignorancia.

Gyltha dejó de amasar el pan y levantó la cabeza para mirarla. La mujer le había ayudado a interpretar algunos de los misteriosos síntomas de los habitantes de Anglia Orientaclass="underline" por ejemplo, «tembloroso» significaba inestabilidad en las piernas.

– Chica, habéis salvado el pie del joven Coker.

– Su trabajo es hacer techos de junco -indicó Adelia-. ¿Cómo hará para subir escaleras con sólo dos dedos en un pie?

– Es mejor que no tener pie.

La actitud de Gyltha había cambiado, pero Adelia estaba demasiado deprimida para notarlo. Esa mañana, veintiuna personas desesperadas habían acudido a ella, o en realidad, al doctor Mansur, y si los hubiera atendido a tiempo, podría haber curado a ocho de ellos. En las condiciones en que habían llegado, no había logrado curar más que a tres. En verdad, a cuatro; el chico con tos podría haber mejorado inhalando esencia de pino si sus pulmones no hubieran estado tan dañados.

No haber estado antes en Cambridge para curarlos la agobiaba; ellos la habían necesitado.

Mordisqueó distraída una galleta que Gyltha había deslizado en su mano. Es más, pensó, si los pacientes seguían llegando en esas cantidades, tendría que instalar su propia cocina. Se necesitaría tiempo y espacio para preparar tinturas, brebajes, ungüentos, polvos. No confiaba en los boticarios desde que se había descubierto que el signore D'Amelia adulteraba sus polvos más caros con cal.

Cal. Allí es donde ella, Simón y Mansur deberían estar, buscando la cal de Wandlebury Ring, aunque reconocía que Simón había sido prudente por no ir solo a ese misterioso lugar. Tal vez hiciera falta más de una persona para mirar detenidamente esas extrañas canteras, por no mencionar la posibilidad de que el asesino a su vez los estuviera observando, en cuyo caso Mansur sería muy útil.

– ¿Dijisteis que maese Simón fue a ver a los mercaderes de lana?

Gyltha asintió con la cabeza.

– Se llevó las tiras que ese demonio usó para atar a los niños. Quería averiguar si alguno de ellos las había vendido, y a quién.

En efecto, Adelia había lavado y secado dos de las tiras para él. Puesto que Wandlebury Ring debía esperar, Simón había empleado su tiempo buscando en otra dirección. Pero le sorprendía que hubiera puesto al tanto a Gyltha de sus propósitos. En fin, dado que el ama de llaves era una persona honesta…

– Venid conmigo -le pidió y la guió escaleras arriba. Luego se detuvo-. Esta galleta…

– Mis pastas de avena y miel.

– Muy nutritiva.

Adelia llevó a Gyltha hasta la mesa del solar donde estaba el contenido de su morral de cuero de cabra. Señaló uno de los objetos.

– ¿Habéis visto antes algo como esto?

– ¿Qué es?

– Creo que es alguna clase de dulce. -Tenía forma de rombo, estaba gris y seco como una roca. Adelia tuvo que usar su cuchillo más afilado para cortar una porción, que dejó a la vista el interior, rosado con un tenue aroma-. Estaba enredado en el cabello de Mary. -Gyltha cerró con fuerza los ojos y se santiguó. Luego los abrió para observar detenidamente-. Diría que es gelatina -la animó Adelia-. Con perfume a flores o a frutas. Endulzada con miel.

– Confitura de gente rica -comentó inmediatamente Gyltha-. Nunca he visto algo así. Ulf. -En un segundo el nieto entró en la habitación, por lo que Adelia supuso que había estado detrás de la puerta-. ¿Has visto alguna vez algo así? -le preguntó su abuela.

– Dulces -gruñó el chico, confirmando que había estado detrás de la puerta-. Compro dulces todo el tiempo, sí, gasto todo el dinero…

Mientras hablaba, sus ojos pequeños y astutos hacían un inventario de los objetos obtenidos en la celda de Santa Berta que podían servir como prueba: el rombo, las tiras de lana restantes que se secaban en la ventana. Adelia los cubrió con un lienzo.

– ¿Y bien?

Ulf meneó la cabeza con indudable autoridad.

– Por la forma, no son de aquí. En este país son enroscados o redondos.

– Entonces, vete -le ordenó Gyltha-. Si él no los ha visto, no son de aquí -aseguró cuando el chico salió.

Era decepcionante. La noche anterior la sospecha que pendía sobre todos los hombres de Cambridge se había limitado a los peregrinos. Aun así, sin contar a las esposas, las monjas y las sirvientas, las personas que había que investigar ascendían a cuarenta y siete.

– Seguramente podemos descontar al mercader de Cherry Hinton. Parece inofensivo -habían decidido.