Pero al consultar a Gyltha descubrieron que Cherry Hinton estaba al oeste de Cambridge y, en consecuencia, en la linde con Wandlebury Ring.
– No debemos descartar a nadie -había dicho Simón.
Para acotar las sospechas por medio de las pruebas que ya tenían -antes de comenzar los interrogatorios sobre las cuarenta y siete personas- Simón se había encargado de determinar el origen de las tiras de lana, y Adelia, del rombo. Pero éste no pudo ser identificado.
– Aunque debemos suponer que esta rareza reforzará su conexión con el asesino una vez que lo encontremos -dijo la doctora a Gyltha.
– ¿Crees que tentó a Mary con eso?
– Sí.
– Pobre pequeña Mary, tenía miedo de su padre, siempre pegándoles a ella y a su madre, un torturador, tenía miedo de todo. Nunca se iba lejos -recordó Gyltha-. ¿La tentaste con esto, miserable? -preguntó, mirando el rombo petrificado.
Las dos mujeres compartieron un momento de reflexión: una mano hacía una seña, la otra sostenía el exótico dulce, la niña atraída por él, cada vez más cerca, un ave rapaz se lanzaba sobre un armiño.
Gyltha corrió escaleras abajo para advertir a Ulf del peligro que representaban los hombres que ofrecían cosas a los niños.
Seis años. Asustada de todo, seis años junto a un padre brutal, y una muerte horrorosa, pensaba Adelia. «¿Qué puedo hacer? ¿Qué haré?».
También ella bajó las escaleras.
– ¿Puedo llevarme a Ulf? Quizá me sea de utilidad ver los lugares donde desapareció cada niño. Y quisiera examinar los huesos del pequeño Peter.
– No os dirán mucho, chica. Las monjas los hirvieron.
– Lo sé. -Era el procedimiento habitual con un posible santo-. Pero los huesos saben hablar.
Peter era el primus inter pares de los niños asesinados, el primero en desaparecer y el primero en morir. De lo que podía inferirse, su muerte no era similar a las otras dos, pues presumiblemente había ocurrido en Cambridge. Además era la única muerte relacionada con la crucifixión, y salvo que se probara lo contrario, ella y Simón habrían fracasado en la misión de exonerar a los judíos, sin importar cuántos asesinos hubiera en las colinas de cal. Así se lo explicaba a Gyltha.
– Tal vez sea posible persuadir a los padres de Peter para que hablen conmigo. Seguramente vieron el cuerpo antes de que lo recibieran las monjas.
– ¿Walter y su esposa? Ellos vieron las uñas de sus pequeñas manos y la corona de espinas en su cabecita. No dirán nada nuevo, perderían un montón de dinero.
– ¿Ganan dinero con su hijo muerto?
Gyltha señaló con la mano río arriba.
– Si llegas hasta su casa en Trumpington podrás ver a la gente clamando por entrar allí para respirar el mismo aire que respiraba el pequeño Peter y tocar su camisa, aunque no podrán, porque cuando murió usaba la única que tenía, y a Walter y Ethy sentados en la puerta, cobrándoles un penique a cada uno.
– Qué vergonzoso.
Gyltha colgó un caldero sobre el fuego y volvió a mirar a Adelia.
– Aparentemente, nunca habéis pasado necesidades, señora.
Aquel súbito tratamiento de «señora» no era un buen augurio; la complicidad que habían logrado esa mañana disminuía. Adelia reconoció que no.
– Imaginad que tenéis seis niños a los que alimentar, además del que murió, y que a cambio de la casa donde vivís, aparte de labrar vuestras tierras, tenéis que arar y cosechar los campos del convento cuatro días a la semana. Por no mencionar que Agnes está obligada a hacer la maldita limpieza. Tal vez no aprobéis su conducta, pero no es vergonzoso tratar de sobrevivir.
Al cabo de un rato, Adelia rompió el silencio.
– Entonces iré a Santa Radegunda y pediré que me permitan ver los huesos que tienen en su relicario.
– Bah.
– Al menos, echaré un vistazo al lugar -repuso Adelia-. ¿Me guiará Ulf hasta allí?
Lo haría, aunque no de buen grado. También el perro, que parecía fruncir el ceño tan horriblemente como el chico.
Tal vez con esos acompañantes -o a pesar de ellos-, Adelia podría mezclarse entre la gente de Cambridge.
– Mezclarme entre la gente -le explicó enfáticamente a Mansur cuando él se aprestó a acompañarla-. No podéis venir. Sería más fácil pasar desapercibida junto a un grupo de acróbatas.
Mansur protestó, pero Adelia le explicó que era pleno día, que habría gente por todas partes, que llevaba su daga y un perro apestoso cuyo hedor mantendría alejado a cualquier asaltante. De todos modos, la doctora pensó que a él no le resultaría desagradable quedarse junto a Gyltha en la cocina. Y partió.
Detrás de un huerto, una superficie elevada bordeaba un campo comunal que llegaba hasta el río, dividido en franjas cultivadas. Hombres y mujeres roturaban la tierra para la siembra de verano. Uno o dos se tocaron la frente como saludo. Más lejos, la brisa combaba la ropa tendida.
El Cam hacía de límite. Al otro lado del río había un territorio con suaves ondulaciones, zonas con árboles, otras cubiertas de hierba, una mansión que en la distancia parecía de juguete. Detrás de Adelia, la ciudad, con sus bulliciosos muelles en la ribera derecha, parecía disfrutar de un espectáculo incesante.
– ¿Dónde está Trumpington? -preguntó a Ulf.
– Trumpington -gruñó el chico al perro.
Doblaron a la izquierda. La posición del sol de la tarde indicaba que iban hacia el sur. Vieron pasar botes; mujeres y hombres se impulsaban con pértigas rumbo a sus tareas; el río era su calle. Algunos saludaban a Ulf; el chico les respondía inclinando la cabeza y le hacía comentarios al perro sobre ellos: «Swaney va a cobrar sus rentas, viejo mugriento; Gammer White con la ropa lavada para los Cheny; la hermana Gordi va a llevar provisiones a las eremitas, mira cómo se esfuerza; la vieja Moggy terminó temprano en el mercado».
Avanzaban por un paso elevado para evitar que las botas de Adelia, los pies desnudos del chico y las patas de Salvaguarda se hundieran en los prados donde las vacas pastaban entre la hierba crecida, flores amarillas, sauces y alisos. Sus pezuñas sonaban como ventosas.
Adelia jamás había visto tanto verde y tanta variedad de tonalidades. Ni tantos pájaros. Ni vacas tan gordas. Los pastos de Salerno eran secos, sólo aptos para las cabras.
El chico se detuvo y señaló, a lo lejos, un grupo de tejados de junco y la torre de una iglesia.
– Trumpington -le dijo al perro.
Adelia asintió.
– ¿Dónde está el árbol de Santa Radegunda?
El chico puso los ojos en blanco. Recitó: «Santa Rada», y volvió al sendero por el que habían llegado.
Cruzaron el río por un puente para caminantes que bordeaba la ribera izquierda del Cam hacia el norte, con Salvaguarda siguiéndoles lenta y pesadamente los pasos. A cada rato, el chico le presentaba sus quejas al perro. Adelia comprendió que estaba molesto con Gyltha por haber cambiado de ocupación. Como recadero en el negocio de las anguilas, solía recibir propinas de los clientes, una fuente de dinero de la que ahora carecía.
Decidió ignorarlo.
El pitido de un cuerno de caza les llegó desde las colinas del oeste. Salvaguarda y Ulf alzaron sus poco agraciadas cabezas y se detuvieron.
– Lobo -le informó Ulf al perro.
El eco se extinguió y continuaron su camino.
Desde esa orilla se vislumbraba a la perfección la ciudad de Cambridge. Recortados contra un cielo inigualablemente puro, sus techos desiguales -entre los que sobresalían las torres de las iglesias- se veían más imponentes, e incluso más bellos.
A lo lejos se divisaba el gran puente, un arco enorme y sólido, abarrotado de gente. Más allá, donde el río formaba un profundo lago, a los pies de la colina del castillo -casi una montaña en esa planicie-, los barcos se amontonaban en los diques, y desde esa perspectiva parecían definitivamente enredados. Grúas de madera descendían y se elevaban como garzas. Se oían gritos e instrucciones en distintos idiomas. Las embarcaciones eran tan variadas como las lenguas: largos botes de carga, barcas tiradas por caballos, barcas impulsadas con pértiga, canoas, buques como arcas, e incluso, para sorpresa de Adelia, un dhow, una típica embarcación árabe. Podían verse hombres con trenzas rubias, cubiertos con pieles de animales que les daban aspecto de osos, que bailaban saltando entre las barcas para entretener a los trabajadores de los muelles.