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El bullicio y el ajetreo acentuaban la quietud de la ribera por la que la doctora caminaba junto al chico y el perro. Oyó que Ulf le anunciaba al animal que estaban cerca del árbol de Santa Radegunda.

Así lo dedujo Adelia, pues había sido rodeado por una cerca y fuera había un puesto con una pila de ramas. Dos monjas las cortaban en ramas más pequeñas, haciendo un hatillo con cada una y vendiéndolas a los buscadores de reliquias.

De modo que ése era el lugar donde el pequeño Peter había recogido sus ramas para la Pascua y, en consecuencia, era también el lugar donde Chaim, el judío, había sido ahorcado.

El árbol estaba fuera del terreno del convento, delimitado por un muro que, siguiendo el curso del río, llegaba hasta las puertas de un cobertizo donde se guardaban los botes y hasta a un pequeño embarcadero, mientras que por el oeste se internaba en el bosque y no era posible ver dónde terminaba.

Más allá de las puertas abiertas, otras monjas trajinaban en medio de una multitud de peregrinos, como abejas vestidas de negro y blanco que guiaban a los recolectores de miel hacia su colmena. Adelia atravesó el arco de la entrada. Una monja sentada frente a una mesa en el patio soleado advertía a un hombre y a una mujer que estaban delante de ella:

– La visita a la tumba del pequeño Peter cuesta un penique. O una docena de huevos. Estamos escasos de ellos. Las gallinas no están poniendo.

– ¿Un frasco de miel? -propuso la mujer.

La monja hizo un gesto reprobatorio, pero les permitió pasar. Adelia contribuyó con dos peniques, porque la monja estaba preparada para impedir la entrada de Salvaguarda y Ulf se negaba a pasar sin el perro. Las monedas tintinearon en un cuenco prácticamente lleno. La anterior discusión había detenido la fila de gente que se alineaba detrás de ella, y una de las monjas encargadas de la vigilancia se disgustó por la demora y estuvo a punto de empujarla para que atravesara el pórtico.

Era el primer convento que Adelia visitaba en Inglaterra y no pudo evitar compararlo con San Jorge, el mayor de los tres conventos de religiosas de Salerno y el más familiar para ella. Sabía que la comparación era injusta. San Jorge era un edificio fastuoso de mármol, mosaicos y puertas de bronce abiertas a unos jardines donde las fuentes refrescaban el ambiente; un lugar -la madre Ambrosia siempre lo decía- para alimentar de belleza a las almas que llegan hasta allí ávidas de ella.

Si las almas de Cambridge esperaban que Santa Radegunda les proporcionara esa clase de sustento, se irían hambrientas. La dote de aquel hogar femenino había sido escasa, lo que sugería que los generosos de Inglaterra no apreciaban a las mujeres que consagraban su vida a Dios. En realidad, había una agradable sencillez en las líneas del conjunto de edificios rectangulares de piedra anexos al convento, aunque ninguno de ellos era más grande ni estaba más ornamentado que el granero de San Jorge. La belleza brillaba por su ausencia. También la caridad. Las monjas de Santa Radegunda estaban más ocupadas en vender que en dar.

Innumerables puestos se sucedían a lo largo del sendero que conducía a la iglesia exhibiendo talismanes, insignias, estandartes, placas, símbolos del pequeño Peter, ampollas que contenían la sangre del llamado a ser santo, que, si en verdad era sangre humana, estaba tan aguada que apenas tenía un tinte rosado.

En el ambiente se percibía la ansiedad por comprar. «¿Cuál es bueno para la gota? ¿Para la diarrea? ¿Para la fertilidad? ¿Puede éste curar los temblores de una vaca?».

Santa Radegunda no esperaría los años que al Vaticano le llevaría confirmar la santidad de su mártir. Tampoco lo había hecho Canterbury, donde la industria en torno al mártir Tomás Becket era mucho mayor y más organizada.

Aleccionada por los juicios de Gyltha acerca de la necesidad, Adelia no se atrevió a culpar abiertamente al convento por ese comercio, pese a despreciar la vulgaridad con que se realizaba. Roger de Acton estaba allí, yendo y viniendo a lo largo de la fila de peregrinos, blandiendo una ampolla mientras alentaba a la multitud a comprarla. «Quien se lave con la sangre contenida en esta pequeña ampolla no necesitará lavarse nunca más». Por la agria vaharada que dejaba a su paso se hubiera colegido que predicaba con el ejemplo.

Ese hombre había animado el viaje desde Canterbury, como un mono enajenado, con sus continuos gritos. Su sombrero de orejeras era demasiado grande para él, y su sayo verde y negro estaba cubierto de salpicaduras de barro y comida.

En una peregrinación integrada en su mayoría por personas educadas, el hombre parecía un idiota. Pero allí, en medio de seres desesperados, su voz cascada sonaba perentoria. Roger de Acton decía «comprad» y sus oyentes compraban.

Suponiendo que Dios dotara a sus elegidos de una sagrada demencia, Acton inspiraba el respeto de uno de esos hombres esqueléticos que dicen incongruencias en las cuevas de Oriente o un estilita balanceándose en su columna. ¿Acaso no seguían los santos una vida de privaciones? ¿No llevaba el cadáver del mártir Tomás Becket un cilicio lleno de piojos? La suciedad, la exaltación y la habilidad para citar la Biblia eran a menudo sus señas de santidad.

Roger de Acton pertenecía al tipo de personas que Adelia tenía por peligrosas. Las que denunciaban a excéntricas ancianas como brujas, las que llevaban a las adúlteras a comparecer ante un tribunal o las que alzaban sus voces incitando a la violencia contra otras razas u otras creencias. La pregunta era: ¿cuan peligroso podía ser?

«¿Habéis sido vos?», se preguntó Adelia. «¿Habéis merodeado por Wandlebury Ring? ¿Verdaderamente os bañáis en la sangre de los niños?».

Sin embargo, no podía preguntárselo directamente a él, no hasta que tuviera una buena razón. Entretanto, sus cualidades lo convertían en un buen candidato.

Pasó junto a ella sin reconocerla; y tampoco lo hizo la priora Joan, con la que se cruzó cuando se dirigía a la entrada. Vestía ropa de montar y llevaba un halcón en la muñeca. En su camino, alentaba a los clientes con un tally ho, como el cazador que ha avistado a un zorro.

Adelia había creído por la actitud segura e intimidatoria de la priora que el convento que dirigía sería un probado modelo de organización. En cambio, la negligencia era evidente. Alrededor de la iglesia crecía la maleza, en su techo faltaban tejas. Los hábitos de las monjas estaban remendados, el lino blanco de debajo de los tocados negros se veía especialmente sucio y sus modales eran bastos.

Arrastrando los pies en la fila para entrar en la iglesia, se preguntó cuál sería el destino del dinero que la orden ganaba gracias al pequeño Peter. Saltaba a la vista que no se utilizaba para glorificar a Dios. Tampoco para proporcionar comodidades a los peregrinos: nadie asistía a los enfermos, no había bancos para los inválidos que esperaban, ni lugares a resguardo del calor. Si alguien solicitaba alojamiento para pasar la noche le remitían a una lista con las posadas de la ciudad que se exhibía en la puerta de la iglesia.

Pero a los suplicantes que arrastraban los pies junto a ella no parecía importarles. Una mujer con muletas se jactaba de haber visitado las glorias de Canterbury, Winchester, Walsingham, Bury St Edmunds y St Albans mientras mostraba sus insignias a quienes la rodeaban, pero toleraba el descuido del lugar. «Tengo mis esperanzas puestas en éste -decía-. No es un santo todavía, pero fue crucificado por los judíos: Jesús lo escuchará, estoy segura».

Un santo inglés que había tenido el mismo destino a manos de los mismos verdugos que el Hijo de Dios. Que había respirado el mismo aire que ellos respiraban en ese momento. Sin darse cuenta, Adelia se encontró rogando para que su santidad fuera verdadera.