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Una vez dentro del templo vio a un clérigo sentado ante una mesa junto a la pared, anotando la declaración de una pálida mujer que le decía que se sentía mejor después de haber tocado el relicario. Algo demasiado insípido para Roger de Acton, que llegó como ferviente devoto.

– ¿Os sentís fortalecida? ¿Habéis sentido la presencia del Espíritu Santo? ¿Vuestros pecados han sido perdonados? ¿Vuestra enfermedad se ha curado?

– Sí-afirmó la mujer-. ¡Sí! -repitió con mayor fervor.

– ¡Otro milagro!

La mujer fue llevada al exterior para que los que formaban la fila la vieran.

– ¡Se ha curado! Alabado sea el Señor y su pequeño santo.

La iglesia olía a madera y a paja. Un laberinto dibujado con tiza en la nave sugería que alguien había intentado reproducir el laberinto de Jerusalén sobre la piedra, pero eran pocos los peregrinos que obedecían a la monja que les impulsaba a recorrerlo. Los demás se dirigían atropelladamente hacia la capilla lateral, donde estaba el relicario. Adelia todavía no alcanzaba a verlo.

Mientras aguardaba, se entretuvo en observar el lugar. Una fina placa de piedra rezaba: «En el año de Nuestro Señor de 1138, el rey Esteban sancionó la donación que William Le Moyne, orfebre, hizo a las hermanas del claustro recientemente fundado en la ciudad de Cambridge para honrar al difunto rey Enrique».

Probablemente eso explicaba la pobreza del convento. La guerra que Esteban había librado contra su prima Matilda había terminado con el triunfo de ella, o en realidad, de Enrique II, su hijo. Al rey seguramente no le agradaría hacer donaciones a un convento protegido por el enemigo de su madre durante trece años.

La lista de prioras que lo habían dirigido mostraba que la madre Joan detentaba esa jerarquía desde hacía dos años. El abandono que se percibía en la iglesia hablaba del poco entusiasmo con que desempeñaba su tarea. Sus intereses, más seculares, estaban insinuados en la pintura de un caballo, cuyo epígrafe señalaba: «Corazón Valiente. 1151 d.C. – 1169 d.C. Mi buen y fiel servidor». Una brida y un freno colgaban de los dedos de madera de una estatua de Santa María.

La pareja que precedía a Adelia ya había llegado al relicario. Cuando se arrodillaron, la doctora pudo verlo por primera vez. Contuvo la respiración. Allí, en medio del blanco resplandor de las velas, había trascendencia suficiente para perdonar todas las vulgaridades que había observado antes. No se trataba sólo del relicario, sino de la joven monja que, arrodillada e inmóvil como una piedra, con gesto trágico y manos unidas en oración, representaba una escena de los Evangelios. Una madre, su hijo muerto. La escena transmitía tierna gracia.

A Adelia se le erizó la piel de la nuca. Se sintió súbitamente embelesada por el deseo de creer. Seguramente la deslumbrante verdad que irradiaba ese lugar llevaría las dudas hasta el Cielo para que Dios se riera de ellas. La pareja rezaba. Su hijo estaba en Siria, Adelia les había oído hablar de él. Al unísono, como si lo hubieran ensayado, susurraban:

– Oh, niño santo, si mencionas el nombre de nuestro hijo ante el Señor y lo envías de vuelta a casa, sano y salvo, os estaremos eternamente agradecidos.

«Permitidme creer, Dios», pensaba Adelia. Un ruego tan puro y simple como ése tenía que ser escuchado. «Tan sólo permitidme creer. Tengo ansia de fe».

El hombre y la mujer salieron abrazados. Adelia se arrodilló. La monja le sonrió. Reconoció a la pequeña y retraída acompañante de la priora durante la peregrinación a Canterbury, pero su timidez se había transformado en compasión. Sus ojos reflejaban una expresión amorosa.

– El pequeño Peter os escuchará, hermana.

El relicario tenía la forma de un ataúd y había sido colocado sobre una tumba tallada en la piedra para que estuviera a la altura de los ojos de quienes se arrodillaban ante él. Allí, pues, era donde había ido a parar el dinero del convento: a una gran urna con incrustaciones de gemas en la que un orfebre había labrado escenas hogareñas y campestres que describían la vida del niño, su martirio a manos de los demonios y su ascensión al Paraíso guiado por Santa María. En uno de los lados tenía una incrustación de madreperla tan fina que hacía las veces de ventana. En el interior, Adelia sólo pudo distinguir los huesos de una mano sobre una pequeña almohadilla de terciopelo, dispuestos como si fueran a otorgar una bendición.

– Podéis besar su nudillo si así lo deseáis -sugirió señalando un ostensorio apoyado sobre un almohadón, encima del relicario. Se asemejaba a un broche sajón y tenía un hueso nudoso y diminuto engastado en oro y piedras preciosas.

Era el hueso trapecio de la mano derecha. La gloria se desvaneció. Adelia volvió a la realidad.

– Otro penique para ver el esqueleto entero -ofreció.

En la blanca y hermosa frente de la monja se dibujaron surcos. Luego se inclinó hacia delante, quitó el ostensorio y levantó la tapa del relicario. Al hacerlo, su manga se arrugó y dejó a la vista un brazo amoratado.

Adelia, impresionada, la miró. «Golpean a esta joven dulce y amable». La monja sonrió y se cubrió con la manga.

– Dios es bondadoso -declaró.

Adelia esperaba que lo fuera. Sin pedir permiso, cogió una de las velas y orientó la llama hacia los huesos.

Eran muy pequeños, pobre niño. La imaginación de la priora Joan había magnificado la idea de Adelia sobre el santo. El relicario era demasiado largo, el esqueleto se perdía dentro de él, como un niño pequeño vestido con prendas muy grandes para su tamaño.

Adelia sintió en los ojos el escozor que precede a las lágrimas. No obstante, pudo ver que la única distorsión en las manos y en los pies era la falta del trapecio que se exhibía. Las uñas no estaban dañadas. Las costillas y la espina dorsal no habían sido perforadas. La herida provocada por una lanza que el prior Geoffrey había descrito a Simón probablemente se debiera a que la mortificación del cuerpo fue más allá de lo que la piel podía soportar. El estómago se había desgarrado.

Pero allí, en la zona de los huesos pélvicos, se veían los mismos cortes, marcados e irregulares, que había visto en los cadáveres de los otros niños. Tuvo que contenerse para no sacarlos del relicario y examinarlos más detenidamente, pero estaba casi segura. El niño había sido apuñalado repetidamente con ese cuchillo tan especial, de un tipo que jamás había visto.

– Eh, señora. -La fila que tenía detrás se estaba impacientando.

Adelia se santiguó y salió. Cuando dejó su penique sobre la mesa del clérigo que estaba junto a la puerta, éste le preguntó:

– ¿Habéis sido curada, señora? Debo anotar todos los milagros.

– Puede escribir que me siento mejor.

«Justificada» habría sido la palabra más apropiada. Ahora lo sabía. El pequeño Peter no había sido crucificado. Había muerto de modo más obsceno. Como los otros niños.

«¿Cómo declarar eso en la investigación del magistrado?», pensó amargamente Adelia. «Yo, doctora Trótula, tengo la prueba material de que este niño no murió en una cruz, sino en manos de un carnicero que todavía camina entre vosotros».

«¿Cómo exponerlo ante un jurado que nada sabe de anatomía y nunca daría credibilidad a las aseveraciones de una mujer extranjera?».

Sólo cuando estuvo fuera de la iglesia advirtió que Ulf no había entrado con ella. Lo encontró sentado en el suelo, junto al portón, con los brazos rodeando las rodillas.

– ¿Erais amigos vos y el pequeño Peter? -le preguntó súbitamente Adelia, dándose cuenta de la posibilidad.

Salvaguarda fue destinatario de un elaborado sarcasmo.

– Jamás fui a la maldita escuela con él durante todo el invierno. Por supuesto que no.