– Entiendo. Lo siento. -Adelia había sido desconsiderada. El esqueleto que acababa de ver era el de un compañero de escuela y amigo del chico que, presumiblemente, lloraba por él.
– No son muchos los que pueden decir que han ido a la escuela con un santo.
El chico se encogió de hombros.
Adelia no estaba acostumbrada a tratar con niños. La mayoría de los que había conocido eran niños muertos. No sabía dirigirse a ellos salvo para preguntar y cuando no le respondían, como en este caso, no sabía qué hacer.
– Regresaremos al árbol de Santa Radegunda -propuso. Quería conversar con las monjas que estaban allí.
Volvieron sobre sus pasos. Un pensamiento hostigó a Adelia.
– Por casualidad, ¿visteis a vuestro compañero de escuela el día que desapareció?
Exasperado, el chico miró al perro.
– Era Pascua. Mi abuela y yo todavía estábamos en los pantanos.
– Ah. -Adelia siguió caminando. El intento había valido la pena.
Detrás de ella, el chico murmuró al animal.
– Pero Will estuvo con él, ¿verdad?
Adelia se puso frente a él.
– ¿Will?
Ulf se molestó. El perro continuó obtuso.
– Él y Will fueron juntos a buscar ramas de sauce.
En el relato acerca del último día del pequeño Peter, que el prior Geoffrey había narrado a Simón y éste, a su vez, a Adelia, no se mencionaba a Will.
– ¿Quién es Will?
Cuando el chico se disponía a responder al perro, Adelia le cogió del mentón, de modo que Ulf no tuvo más alternativa que mirarla a la cara.
– Preferiría que hablarais directamente conmigo.
Ulf volvió a girar el cuello y miró nuevamente en dirección a Salvaguarda.
– Ella no nos gusta, ¿verdad?
– A mí tampoco me agradáis vosotros -afirmó Adelia-. Pero lo que importa es saber quién mató a vuestro compañero de escuela, cómo y por qué. Estoy capacitada para investigar este tipo de cosas y ahora preciso de los conocimientos que tenéis sobre este lugar. Dado que vos y vuestra abuela estáis a mi servicio, debo pediros vuestra colaboración. El que nos agrademos el uno al otro, o no, carece de importancia.
– Los malditos judíos lo hicieron.
– ¿Estáis seguro?
Ulf la miró a los ojos por primera vez. Si el recaudador de impuestos hubiera estado con ellos en ese momento, habría visto que -como había ocurrido con Adelia mientras hacía su trabajo- los ojos del niño envejecían. Adelia vio en ellos una sagacidad casi perturbadora.
– Venid conmigo -indicó Ulf.
Adelia se restregó la mano en la falda -el cabello que sobresalía de la gorra de Ulf estaba grasiento, y posiblemente, habitado- y lo siguió. El chico se detuvo.
Al otro lado del río vieron una enorme e imponente mansión con un terreno cubierto de hierba que conducía a un pequeño embarcadero. Los postigos cerrados y la maleza que crecía alrededor demostraban que estaba abandonada.
– La casa del jefe de los judíos -señaló Ulf.
– ¿La casa de Chaim? ¿Donde se supone que Peter fue crucificado?
El chico asintió.
– Sólo que no lo estaba. No allí.
– Me han dicho que una mujer vio el cuerpo colgado en una de las habitaciones.
– Martha -contestó Ulf con un desdén semejante al de un enfermo de reumatismo crónico, condenado a padecerlo de por vida-. Ésa diría cualquier cosa para hacerse notar. -Como si hubiera ido demasiado lejos en su crítica, agregó-: No quiero faltarla. Sólo digo que no lo vio, ni tampoco el viejo que vende turba. Venid a mirar.
Regresaron al camino. Pasaron por el sauce de Santa Radegunda y el puesto de ramas en dirección al puente.
Llegaron al lugar donde el hombre que surtía de turba al castillo había avistado a dos judíos arrojando un bulto -supuestamente el cuerpo del pequeño Peter- al Cam.
– ¿El vendedor de turba también está equivocado? -preguntó Adelia.
El chico asintió.
– El viejo está medio ciego y es un mentiroso rastrero. No vio nada. Porqué…
Habían dado la vuelta y ahora miraban hacia el lugar desde donde se veía la casa de Chaim.
– Porque… -Ulf señaló el embarcadero vacío sobre el agua-, porque allí es donde ellos encontraron el cuerpo. Atrapado entre los malditos pilotes. Nadie tiró nada desde el puente porque…
Ulf miró a Adelia, expectante. La estaba poniendo a prueba.
– Porque los cuerpos no flotan contra la corriente -concluyó Adelia.
Los ojillos astutos y vivarachos de Ulf se animaron súbitamente, como los de un maestro ante un alumno que inesperadamente responde de manera correcta. Adelia había aprobado.
Pero si el testimonio del vendedor de turba era a todas luces falso, eso significaba que las palabras de aquella mujer, asegurando que poco antes había visto el cuerpo crucificado de Peter en la casa de Chaim, eran cuestionables. ¿Por qué el dedo acusador apuntaba directamente hacia los judíos?
– Porque esos malditos lo hicieron -insistía el chico-. Pero no en ese momento.
Ulf le hizo a Adelia una seña con la mano para que se sentara en el suelo y luego se colocó a su lado. Comenzó a hablar rápido, permitiéndole entrar en su mente infantil, que sacaba sus conclusiones -contrariamente a las de los adultos- basándose en su propia perspectiva.
A Adelia le costaba seguirle, no sólo por la pronunciación, sino por el dialecto. Saltaba entre las frases reconocibles como quien salta las matas de una ciénaga.
Por lo que pudo deducir, Will era un niño de aproximadamente la misma edad de Ulf, que realizaba la misma tarea que Peter, juntar ramas de sauce para la celebración del Domingo de Ramos. Will vivía en Cambridge, pero se había encontrado con el niño de Trumpington en el árbol de Santa Radegunda, donde a ambos les habían llamado la atención los festejos de boda que tenían lugar en el jardín de la casa de Chaim, al otro lado del río. Peter había cruzado el puente en compañía de Will y atravesaron la ciudad para ver qué pasaba en los establos que estaban detrás de la casa.
Después, Will había dejado a su compañero, llevándose consigo las ramas de sauce que debía entregar a su madre de vuelta a casa.
Hizo una pausa, pero Adelia sabía que había más. Ulf era un narrador nato. El sol calentaba y era agradable estar sentado a la sombra de los sauces, aun cuando el pelo de Salvaguarda, pegajoso y duro, crujiera de manera sospechosa. Ulf, con sus pequeños pies prensiles sumergidos en el río, se quejaba; tenía hambre.
– Dadme un penique y traeré unos pasteles de la tienda.
– Más tarde. -Adelia lo alentó a continuar-. Dejadme recapitular. Will partió a su casa, Peter desapareció en la de Chaim y nunca volvieron a verlo.
El chico resopló burlón.
– Nunca volvió a verlo ningún hijo de perra salvo Will.
– ¿Will lo vio de nuevo?
Había sucedido más tarde, ese mismo día, al anochecer. Will había regresado al Cam para llevar un balde con la cena a su padre, que estaba calafateando una de las barcas durante la noche, dejándola preparada para la mañana siguiente. Desde la orilla de Cambridge Will había visto a Peter al otro lado del río en la ribera izquierda.
– Estaba aquí, justo en este maldito lugar donde estamos sentados.
Will gritó a Peter que tenía que regresar a su casa.
– Debía hacerlo -agregó Ulf, juicioso-, si quedas atrapado en los pantanos de Trumpington de noche, los fuegos fatuos te llevan al infierno.
Adelia ignoró el comentario sobre los fuegos fatuos; no sabía qué eran, ni le importaba.
– Os escucho.
– Entonces Peter le contestó que iba a encontrarse con alguien por los ju-judíos.
– ¿Ju qué?
– Ju-judíos. -Ulf estaba impaciente. Por segunda vez apuntó con el dedo hacia la casa de Chaim-. Ju-judíos, eso fue lo que dijo. Iba a encontrarse con alguien por los ju-judíos e invitó a Will a acompañarlo. Pero Will dijo que no, y está muy contento de no haber ido, porque desde entonces nadie ha vuelto a ver a Peter.