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«Hombres», pensó Adelia al percibir la admiración de Ulf. «Aunque sean niños».

Pero ese niño volvía a mirarla con su sabiduría práctica.

– ¿Estuvisteis con ellos?

Ella también había superado la prueba.

Amigablemente, caminaron de regreso hacia la casa del viejo Benjamín. El repugnante Salvaguarda los seguía.

Ya estaba oscuro cuando Simón volvió, hambriento. Un guiso de anguila y un pastel de pescado lo esperaban. Era viernes y Gyltha había respetado estrictamente las prescripciones para la cena. Simón se quejó de la gran cantidad de mercaderes de lana que había en Cambridge y los alrededores.

– Fueron amigables, me explicaron que mis retazos provenían de un antiguo lote de lana… reconocible por algo que distinguen en el pelo… Se ofrecieron a ayudarme a seguir el rastro hasta encontrar el fardo del que había formado parte…

A pesar de la sencillez de su aspecto y su vestido, Simón de Nápoles procedía de una familia rica y nunca se había parado a pensar el trayecto que la lana recorría desde la oveja hasta que se convertía en una pieza de tela. Estaba asombrado.

Mientras comía, compartió sus indagaciones con Adelia y Mansur.

– Usan orina para lavar los vellones, ¿lo sabíais? Los lavan en cubas que llenan con la contribución de todos los miembros de la familia. Cardado, vapor, calor y presión, tejido, teñido, mordientes. ¿Podéis concebir lo difícil que es lograr el color negro? Experto credite. Se debe partir de una tintura azul intenso, o una combinación de tanino y hierro. El amarillo es más simple. Hoy he conocido teñidores que desearían que todos nos vistiéramos de amarillo, como damas de noche… -Los dedos de Adelia comenzaron a repiquetear en la mesa. El brillo de los ojos de Simón indicaba que su búsqueda había sido exitosa, pero ella también tenía novedades. Simón lo advirtió-. Oh, bien, las hebras se clasifican en función de su resistencia, pero, aun así, no podríamos haber rastreado el origen de este jirón de tejido… -Simón lo sostenía amorosamente en la mano y Adelia notaba que, más allá del interés que tenía por esos temas, no había olvidado el propósito con que había sido utilizado- si no hubiera formado parte del orillo de un tejido, una urdimbre para reforzar los bordes característica del tejedor… -Simón vio la ansiedad en los ojos de Adelia y fue al grano-. Es parte de un lote enviado al abad de Ely hace tres años. El abad tiene la concesión para abastecer a todos los conventos de Cambridgeshire de la tela con que hacen la ropa de sus monjes.

Mansur fue el primero en responder.

– ¿Un hábito? ¿Es la tela del hábito de un monje?

– Sí.

A la afirmación siguió uno de aquellos silencios reflexivos que caracterizaban sus cenas.

– El único religioso al que podemos absolver es al prior, que estuvo con nosotros toda la noche -indicó Adelia.

Simón asintió.

– Sus monjes visten de negro debajo de la casulla.

– También las monjas -recordó Mansur.

– Es cierto. -Simón le sonrió-. Pero en este caso es irrelevante, porque en el curso de mis investigaciones me crucé otra vez con el mercader de Cherry Hinton que, casualmente, comercia con lana. Me aseguró que las monjas, su esposa y las sirvientas pasaron la noche en tiendas de campaña, rodeadas y custodiadas por los hombres de la comitiva. Si una de esas damas es nuestro asesino, no podría haber pasado desapercibida mientras recorría las colinas transportando cuerpos. -Eso dejaba sólo a los tres monjes que acompañaban al prior Geoffrey. Simón los consideró uno por uno-: ¿El joven hermano Ninian? Lo dudo, aunque, ¿por qué no? ¿El hermano Gilbert? Un hombre desagradable, un posible sujeto de investigación. ¿El otro? Nadie podía recordar el rostro o la personalidad del tercer monje. Hasta que no hagamos más averiguaciones, la especulación es inútil -admitió Simón-. Un hábito desgastado, arrojado en una pila de cosas en desuso tal vez; el asesino pudo haberlo comprado en cualquier lugar. Continuaremos cuando estemos más descansados. -Simón se apoyó contra el respaldo y tomó su copa de vino-. Y ahora, doctora, perdonadme. Los judíos raramente nos dedicamos a cazar, como sabéis, y me he convertido en algo tedioso, como cualquier cazador que relata cómo abatió a su presa. ¿Qué novedades tenéis?

Adelia relató los hechos en orden cronológico y con aspereza. Su día de caza había sido más fructífero que el de Simón, pero dudaba que a él le gustara el resultado.

A Simón le parecieron alentadoras sus conclusiones acerca de los huesos del pequeño Peter.

– Lo sabía. Podemos asestarles un golpe. El niño nunca fue crucificado.

– No lo fue -confirmó Adelia, que había transportado a sus oyentes al otro lado del río al referirles su conversación con Ulf.

– Lo tenemos -farfulló Simón tomando vino-. Doctora, habéis salvado a Israel. ¿El niño fue visto después de salir de la casa de Chaim? Entonces, todo lo que tenemos que hacer es buscar a ese chico, Will, y llevarlo a declarar ante el alguacil. «Señor alguacil, aquí hay una prueba viviente de que los judíos no tuvieron nada que ver con la muerte del pequeño Peter…» -Su voz se fue apagando cuando vio la expresión de Adelia.

– Me temo que lo hicieron ellos -intervino la doctora.

Capítulo 7

Ese año el número de lugareños encargados de montar guardia en el castillo de Cambridge para asegurarse de que los judios allí refuigados no escaparan fue disminuyendo hasta que sólo quedó Agnes, la esposa del vendedor de anguilas y madre de Harold, el niño cuyos restos aún esperaban sepultura.

La pequeña choza de mimbre que ella misma se había construido parecía una colmena en contraste con las grandes puertas. Durante el día se sentaba en la entrada a tejer; a un lado tenía una de las alabardas que su esposo usaba para cazar anguilas, con la punta clavada en el suelo, al otro, una gran campana. Por las noches dormía en la choza.

En una ocasión en la que el alguacil había tratado de sacar clandestinamente a los judíos en medio de una oscura noche de invierno creyendo que Agnes dormía, la mujer había utilizado sus dos armas. El espadón pasó rozando a uno de los hombres que acompañaban al alguacil y la campana había despertado a la ciudad. Los judíos tuvieron que retornar velozmente.

La entrada posterior del castillo también estaba custodiada, en este caso por unos gansos que anunciaban la presencia de cualquiera que tratara de salir, semejantes a aquellos de Roma que dieron la alarma al Capitolio cuando los galos quisieron usurparlo. El intento de los hombres del alguacil para expulsarlos de los muros del castillo había causado graznidos tan intensos que nuevamente la alarma corrió por la ciudad.

Mientras subía por el empinado camino que llevaba al castillo, Adelia se asombraba de que a los hombres del pueblo se les permitiera desobedecer a la autoridad durante tanto tiempo. En Sicilia, una patrulla de soldados habría resuelto el problema en minutos.

– ¿Para provocar una masacre? -preguntó Simón-. ¿Qué lugar podría garantizar que los judíos no sufrirían la misma situación?

Todo el país creía que los judíos de Cambridge crucificaban niños.

Ese día Simón estaba alicaído y -sospechaba Adelia- muy disgustado. No obstante, su razonamiento era acertado.

Reflexionó acerca de la moderación con que el rey de Inglaterra debía manejar el asunto. Habría esperado que un hombre temperamental como él se vengara cruelmente de los habitantes de Cambridge por haber asesinado a los judíos que más ganancias le proporcionaban. Enrique había sido responsable de la muerte de Becket, era un tirano, como cualquier otro. Pero hasta ese momento su mano permanecía inmóvil.