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Adelia le había preguntado a Gyltha qué creía que podía esperarse. Ésta le explicó que la ciudad acataría a regañadientes la multa que el rey impusiese por la muerte de Chaim, pero no presentía ejecuciones en masa. El rey era tolerante en tanto no le robaran sus ciervos o le contrariaran más allá de lo tolerable, como había hecho el arzobispo Tomás Becket.

– No me gustaban los viejos tiempos, cuando su madre y su viejo tío Esteban se peleaban. ¿La horca? Mandaba a un barón al galope, y no importaba de qué lado estaba él ni de qué lado estaba uno: colgaba a la gente sólo por rascarse el culo.

– No es mala idea -replicó Adelia-, pues es una costumbre asquerosa.

Las dos estaban empezando a llevarse bien. Gyltha le contó que la guerra civil entre Matilda y Esteban se extendió hasta los pantanos. La isla de Ely, y su catedral, habían cambiado de dueño tantas veces que nunca se sabía quién era el obispo.

– Nosotros, los pobres, moríamos y los lobos destrozaban los cuerpos. Y cuando Geoffrey de Mandeville llegó… -en ese momento, Gyltha había meneado la cabeza y había interrumpido el relato-, hace casi trece años, pues desde entonces, y durante este tiempo, Dios y sus santos durmieron y no se enteraron de nada.

«Durante trece años Dios y sus santos durmieron». Desde su llegada a Inglaterra Adelia había oído esa frase sobre la guerra civil docenas de veces. Su recuerdo todavía hacía palidecer al pueblo. La proclamación de Enrique II había puesto fin a las luchas. Y durante veinte años, Inglaterra se había convertido en un país pacífico. El Plantagenet era un hombre más sutil de lo que se creía. Tal vez era digno de consideración.

Recorrieron la última curva del camino y llegaron al muro cubierto de hierba que estaba delante del castillo.

La sencilla fortaleza normanda que Guillermo el Conquistador había construido para vigilar el cruce del río se había agrandado, su empalizada de madera había sido reemplazada por gruesos muros de piedra y el edificio se había expandido: el castillo contaba con muchas dependencias, iglesia, caballerizas, corrales, barracas, aposentos para las mujeres, cocinas, lavandería, huertos y herbarios, lechería, terrenos donde tenían lugar las justas, patíbulos y calabozos para que un alguacil administrara una ciudad importante y próspera. En uno de los extremos, andamios y plataformas cubrían la torre en construcción que reemplazaría a la que se había incendiado.

Afuera, dos centinelas se apoyaban en sus lanzas y hablaban con Agnes, que tejía sentada en un banco a la entrada de su colmena. Otra persona estaba sentada en el suelo con la cabeza apoyada en el muro del castillo.

– ¿Ese hombre está en todas partes? -gruñó Adelia.

Al ver a los recién llegados, Roger de Acton se puso en pie de un salto, cogió un tablero de madera, lo colocó sobre un tronco tirado en el suelo y comenzó a gritar. El mensaje, escrito en tiza, decía: «Orad por el pequeño Peter, que fue crucificado por los judíos».

El día anterior había honrado con su presencia a los peregrinos de Santa Radegunda. Hoy, esperando que el obispo visitara al alguacil, Acton estaba preparado para lanzarse sobre él.

Una vez más, no reconoció a Adelia ni a los dos hombres que iban con ella, pese a la singularidad de Mansur. La doctora pensó que Roger de Acton no veía personas, sólo alimento para el infierno, y advirtió que la sucia sotana que usaba era de fibras de lana semejantes a las que había investigado Simón.

Parecía desilusionado por no haber conseguido intimidar al obispo, pero no cabía duda de que tarde o temprano lo lograría. «Los judíos azotaron al pobre niño hasta desangrarlo -gritaba-. Hicieron rechinar sus dientes y dijeron que Jesús era el falso profeta. Lo atormentaron de distintas maneras y luego lo crucificaron».

Simón se dirigió a los soldados y solicitó ver al alguacil. Dijo que eran de Salerno. Tuvo que alzar la voz para que lo oyeran.

El más viejo de los centinelas no se impresionó.

– ¿De dónde dicen que son? -El guarda se dirigió al clérigo que chillaba-. ¿Os importaría cerrar la boca?

– El prior Geoffrey nos ha mandado visitar al alguacil.

– ¿Qué? No oigo nada con los gritos de ese bastardo.

El centinela más joven señaló a Mansur.

– Ah, ¿éste es el doctor negro que curó al prior?

– El mismo.

Entonces Roger de Acton reconoció a Mansur y se acercó. Su aliento era fétido.

– Sarraceno, ¿sabéis quién es Nuestro Señor Jesucristo?

– Cerrad la boca -le espetó al oído el centinela más viejo-. ¿Y eso? -indicó dirigiéndose a Simón.

– El perro de esta dama.

Si bien habían podido desembarazarse de Ulf con cierta dificultad, no habían conseguido disuadir a Gyltha para que les liberara de la compañía de Salvaguarda.

– No me protege -había protestado la doctora-. Cuando me enfrenté a esos malditos cruzados se escondió detrás de mí. Es un cobarde.

– Su trabajo no es luchar -había dicho Gyltha-. Es salvaguardar.

– Creo que pueden entrar, ¿no, Rob? -El centinela le guiñó el ojo a la mujer que estaba sentada ante la choza de mimbre-. ¿De acuerdo, Agnes?

Aun así, el capitán de la guardia los había registrado y una vez hubo comprobado que no llevaban armas ocultas, los autorizó a atravesar la pequeña puerta. Acton trató de pasar con ellos y tuvieron que detenerlo.

– ¡Es preciso matar a los judíos! -gritaba-. ¡Matar a los que crucifican!

Las medidas de seguridad se hicieron evidentes cuando fueron conducidos al patio, donde unos cincuenta judíos disfrutaban de un momento de esparcimiento bajo el sol. La mayoría de los hombres caminaba y conversaba. Las mujeres parloteaban en un rincón o jugaban con sus hijos. Vestían como cualquier cristiano, aunque uno o dos hombres se cubrían con el típico gorro cónico. Sin embargo, sus ropas raídas permitían distinguir que sus integrantes eran judíos.

Adelia estaba asombrada. En Salerno había judíos pobres, al igual que sicilianos, griegos y musulmanes pobres, pero la caridad que fluía de sus comunidades disimulaba esa pobreza. De hecho, los cristianos de Salerno sostenían, con cierto sarcasmo, que «entre los judíos no existen pordioseros». La caridad era un precepto que defendían todas las religiones. Para el judaismo, todo lo que el hombre posee pertenece a Dios, y Él concede su gracia al que da, más que al que recibe.

Adelia recordó al anciano que había sacado de quicio a la hermana de su madre adoptiva por negarse a agradecerle lo que había comido en su cocina. «¿He comido algo que os pertenecía? Lo que como pertenece a Dios», alegó.

La caridad del alguacil para con esos huéspedes no deseados no parecía ser tan magnífica. Estaban enjutos. Tal vez las comidas del castillo no estuvieran de acuerdo con las prescripciones que su religión exigía y, en consecuencia, muchos optaban por no comer lo que se les daba, aventuró. Pero también la ropa, que seguramente era la que llevaban puesta cuando se les obligó a abandonar sus casas el año anterior, comenzaba a hacerse jirones.

Algunas mujeres les miraron expectantes mientras atravesaban el patio. Los hombres estaban demasiado enfrascados en discusiones y no se dieron cuenta de su presencia.

El más joven de los soldados que los había recibido en la entrada les guiaba. Cruzaron el puente que salvaba el foso, la puerta enrejada y luego otro patio.

El frío y enorme salón estaba muy concurrido. Mesas armadas sobre caballetes se extendían hasta el fondo del recinto, cubiertas por documentos, listas y cuentas. Los contables los estudiaban minuciosamente, para después correr a la tarima, donde un hombre corpulento, sentado ante otra mesa con documentos, listas y cuentas, los apilaba a tal velocidad que amenazaban con caérsele encima.

Adelia no sabía cuál era la función del alguacil, pero Simón les había explicado que, en lo concerniente al condado rural donde ejercía esa función, era el hombre más importante después del rey. Representaba a la corona y, junto con el obispo diocesano, impartía justicia y era el único responsable de recaudar impuestos, mantener la paz, perseguir a los delincuentes, garantizar que no se trabajara los domingos -y vigilar que eso se cumpliera para que todos pagaran el diezmo y la Iglesia amortizara sus deudas a la corona-, organizar las ejecuciones, apropiarse en nombre del rey de las pertenencias de los ajusticiados, y también de las de huérfanos, fugitivos y bandidos, asegurándose de que su botín fuera a parar a las arcas reales. Y dos veces al año, enviar el dinero obtenido y el registro de las cuentas al Tesoro Real en Winchester, a riesgo de perder su puesto si faltaba un solo penique.