– Con tanta responsabilidad, ¿por qué alguien querría ese puesto? -preguntó Adelia.
– Se lleva un porcentaje -precisó Simón. A juzgar por la calidad de las vestimentas del alguacil de Hertfordshire y por la cantidad de oro y piedras preciosas que adornaban sus dedos, el porcentaje era alto, aunque, seguramente, el alguacil Baldwin lo juzgaba insuficiente. Más que «acosado», la palabra que mejor le describía era «enajenado». Observaba con la mirada vacía de un loco al soldado que les había anunciado.
– ¿No ven que estoy ocupado? ¿No saben que los jueces ambulantes están a punto de llegar?
A su lado, un hombre alto y robusto que estaba inclinado sobre unos papeles se enderezó.
– Señor, creo que estas personas pueden ser de utilidad en el asunto de los judíos -indicó sir Rowley.
Le hizo un guiño a Adelia, que lo miró sin benevolencia. Otro igual que el omnipresente Roger de Acton. Y tal vez más siniestro.
El día anterior el prior Geoffrey había enviado una nota a Simón alertándolo sobre el recaudador de impuestos del rey: «El hombre estaba en la ciudad al menos en dos de las ocasiones en que desaparecieron niños. Que Dios Nuestro Señor me perdone si siembro dudas sobre alguien que no las merece, pero nos corresponde ser cautos hasta que estemos seguros».
Simón comprendía que el prior tuviera motivos para sospechar, pero no más que de cualquier otro. Decía que le gustaba lo que había visto del recaudador de impuestos. Adelia, en cambio, desconfiaba de esa apariencia amigable desde que sir Rowley le había impuesto su presencia mientras examinaba los cadáveres de los niños. Le parecía un ser perturbador.
Aparentemente sir Rowley tenía el castillo a sus pies. El alguacil le miraba suplicante, incapaz de afrontar algo más que sus asuntos inmediatos.
– ¿No saben que vendrá un magistrado?
Rowley se dirigió a Simón.
– Mi señor desea saber que os trae por aquí.
– Con el permiso de vuestro señor, desearíamos hablar con Yehuda Gabirol.
– No hay problema, ¿verdad, mi señor? ¿Puedo mostrarles el camino? -preguntó sir Rowley, que ya se había puesto en marcha.
El alguacil se aferró a él.
– No me abandonéis, Picot.
– Es sólo un momento, mi señor, os lo prometo.
El recaudador condujo al trío a través del salón, hablando durante todo el camino.
– El alguacil acaba de saber que los jueces ambulantes pretenden administrar justicia en Cambridge, justo cuando toca rendir cuentas al tesoro, lo que significa una considerable cantidad de trabajo extra, y se siente algo, abrumado, podría decirse. También yo, por supuesto. -Les sonrió con su cara gordinflona. Habría sido difícil encontrar un hombre menos abrumado-. Tratamos de descubrir quién tiene deudas con los judíos, y por lo tanto, con el rey. Chaim era el principal prestamista de este condado y todas sus cuentas se perdieron en el incendio de la torre. La dificultad que implica recuperar los documentos perdidos es grande. No obstante… -Sir Rowley hizo una especie de pequeña reverencia a Adelia-. He oído que la señora doctora ha estado chapoteando en el Cam. Jamás lo hubiera creído de una doctora, considerando lo que se vierte en él. Pero tal vez tuvierais vuestros motivos, señora.
– ¿Con qué motivo se celebran las sesiones jurídicas? -preguntó Adelia.
Habían pasado debajo de un arco y seguían a sir Rowley por la escalera helicoidal de la torre. Las pisadas de Salvaguarda se oían detrás de ellos.
– En realidad son juicios a cargo de los jueces ambulantes del rey. Un día del juicio casi tan terrible como el juicio divino para aquellos que están bajo su autoridad. Se juzga la cerveza y se castiga a quien le agrega agua. Se juzga el pan y se castiga a quienes no lo pesan honestamente. Se juzga la culpabilidad o inocencia de los prisioneros que están en la cárcel. Se decide a quiénes liberar. Declaraciones de tierras, propiedades, pleitos, su justificación… la lista es extensísima. Es necesario que se constituyan los jurados. No ocurre todos los años, pero cuando ocurre… ¡Madre de Dios, ayúdanos, a fe mía que esta escalera es empinada!
Sir Rowley jadeaba. Por las saeteras abiertas entraban rayos de sol que iluminaban los minúsculos rellanos, cada uno con su puerta en forma de arco.
– Deberíais tratar de perder peso -le aconsejó Adelia, que tenía delante el trasero del recaudador mientras subía la escalera.
– Soy un hombre musculoso, señora.
– Gordo -afirmó la doctora y aminoró el paso mientras el hombre doblaba la curva que tenía delante; de ese modo pudo susurrarle a Simón, que estaba detrás-: Se quedará para escuchar lo que digamos.
Simón soltó la balaustrada y abrió los brazos.
– Él ya sabe por qué estamos aquí. Él sabe… Señor, está subiendo con vos estas escaleras y sabe quién sois. ¿Cuál es la diferencia?
La diferencia era que el hombre podía sacar conclusiones de lo que dijeran a los judíos, mientras que ella no daría nada por cierto hasta tener pruebas contundentes. Además, no confiaba en sir Rowley.
– ¿Y si él fuera el asesino?
– Entonces, ya lo sabe. -Simón cerró los ojos y buscó a tientas el pasamano.
Sir Rowley los esperaba al final de la escalera, muy ofendido.
– ¿Me creéis gordo, señora? Debo deciros que cuando Nur al Din supo que estaba en camino, levantó su campamento y se perdió en el desierto.
– ¿Habéis ido a las cruzadas?
– Los Santos Lugares serían obras inconclusas sin mi participación.
El recaudador los dejó en una pequeña sala circular donde la única comodidad eran unos bancos y una mesa iluminados por dos ventanas sin cristales, prometiendo que el señor Gabirol los atendería en unos minutos y que les enviaría a su escudero con bebidas.
Simón paseaba de un lado a otro y Mansur se quedó de pie, como era habitual. Adelia se acercó a las ventanas -una miraba al este, la otra al oeste- para estudiar el panorama desde cada una de ellas.
Hacia el oeste, entre las colinas, podían verse techos con almenas en los cuales flameaba un estandarte. A pesar de que en la distancia era una miniatura, el feudo que sir Gervase había recibido del priorato era más grande de lo esperado para un caballero. Si el que sir Joscelin había recibido de las monjas -en el sureste, más allá de lo que se alcanzaba a ver desde allí- era igualmente grande, aparentemente ambos caballeros habían salido favorecidos con sus cruzadas.
Llegaron dos hombres. Yehuda Gabirol era joven. Sus negros aladares, rizados como tirabuzones, enmarcaban unas mejillas hundidas, con un matiz de palidez latina.
Le acompañaba un anciano que parecía haberse fatigado al subir la escalera. Casi sin aliento, aferrado al marco de la puerta, se presentó ante Simón.
– Benjamín ben Rav Moshe. Si vos sois Simón de Nápoles, he conocido a vuestro padre. El viejo Eli todavía vive, ¿verdad?
El saludo de Simón fue seco, algo poco habitual en él. Del mismo modo presentó a Adelia y a Mansur: tan sólo dijo sus nombres, sin explicar el motivo de su presencia.
El anciano saludó inclinando la cabeza; aún resollaba.
– ¿Sois vosotros los que ocupáis mi casa?
Aparentemente, Simón no estaba interesado en responder.