Выбрать главу

– Somos nosotros. Espero que no os moleste -intervino Adelia.

– ¿Cómo podría molestarme? -preguntó tristemente el viejo Benjamín-. ¿Está en buenas condiciones?

– Sí, supongo que al estar ocupada se conservará en mejor estado.

– ¿Os gustaron las ventanas del salón?

– Muy bonitas y originales.

Simón se dirigió al joven.

– Yehuda Gabirol, justo antes de Pascua, el año pasado, contrajisteis matrimonio con la hija de Chaim ben Eliezer, aquí, en Cambridge.

– La causa de todos mis problemas -reconoció melancólicamente Yehuda.

– El joven viajó desde España para casarse -explicó Benjamín-. Yo arreglé el casamiento. Sigo pensando que fue una buena elección. Si el resultado fue desafortunado, ¿es culpa del casamentero?

Simón continuó ignorándolo. Tenía los ojos puestos en Yehuda.

– Un niño de esta ciudad desapareció ese día. Tal vez el señor Gabirol pueda arrojar luz sobre lo que ocurrió.

Adelia nunca había visto esa faceta de Simón. Estaba disgustado.

Los dos hombres prorrumpieron a hablar en yidis. La aguda voz del joven era más audible que la de Benjamín, de tono más grave.

– ¿Debería saberlo? ¿Acaso soy el guardián de los niños ingleses?

Simón le dio una bofetada.

Un gavilán se apoyó en el alféizar de la ventana, pero partió enseguida, perturbado por la vibración: el sonido de la bofetada retumbó entre las paredes de la sala.

En la mejilla de Yehuda se veían las marcas de los dedos.

Mansur se adelantó previendo un contraataque, pero el joven estaba encogido de miedo y se había cubierto la cara con las manos.

– ¿Qué otra cosa podíamos hacer?

Adelia permaneció impasible junto a la ventana mientras los tres judíos recuperaban la compostura suficiente para arrastrar tres bancos hasta el centro de la habitación y tomar asiento.

«Hasta para esto tienen un ritual», pensó la doctora.

Benjamín era el que más hablaba; el joven Yehuda se balanceaba y lloraba.

Había sido una buena boda, recordó Benjamín, una alianza entre el dinero y la cultura, entre la hija de un hombre rico y este joven erudito español de excelente cuna al que Chaim pretendía como yerno, y quien le otorgaría una cuantiosa dote…

– Continuad.

– Era un bello día, a principios del verano. El palio nupcial de la sinagoga estaba adornado con prímulas. Yo mismo rompí la copa [9].

– Continuad con el relato.

– Después de la ceremonia fuimos a casa de Chaim, donde se había organizado un banquete que, en virtud de la prosperidad del dueño de la casa, puede durar hasta una semana. Flautas, tambores, violines, címbalos, mesas repletas de manjares, copas de vino que se llenaban una y otra vez, la consagración de la novia, vestida de seda blanca, discursos, todo estaba preparado en el jardín, junto al río, porque la casa no era suficientemente grande para albergar a todos los invitados, algunos de los cuales habían viajado más de mil millas para llegar hasta allí. -Luego Benjamín admitió-: Tal vez, en alguna medida, Chaim estuviera ostentando su riqueza ante la gente de la ciudad.

Así era, pensó Adelia sin poder evitarlo. Presumía ante los burgueses de que, pese a no invitarle a sus casas, no tenían inconveniente en pedir dinero en préstamo.

– Adelante -instó Simón sin remordimientos. En ese momento Mansur alzó una mano y se acercó de puntillas a la puerta.

– ¡Él! -exclamó Adelia, tensa. El recaudador de impuestos estaba escuchando.

Mansur abrió la puerta con tal fuerza que arrancó la mitad de los goznes. No era sir Rowley quien estaba arrodillado en el umbral, con la oreja a la altura del ojo de la cerradura. Era su escudero. En el suelo, a su lado, había una bandeja con un botellón y varias copas.

Con gran agilidad Mansur recogió la bandeja y de un puntapié hizo rodar escaleras abajo al hombre que escuchaba a escondidas. El escudero, un jovenzuelo, llegó hasta un rellano donde quedó doblado, con los pies por encima de la cabeza.

– ¡Ay, ay…! -se le oyó quejarse.

Pero cuando Mansur hizo ademán de seguirlo y patearlo otra vez, el joven se puso de pie tambaleando y siguió bajando.

Adelia se asombró de que los tres judíos sentados en los bancos prestaran tan poca atención al incidente, como si se tratara de otro pájaro posado en el alféizar.

«¿Es el gordinflón sir Rowley el asesino? ¿Por qué le inquietan los asesinatos de esos niños?».

Para ciertas personas la muerte era algo excitante; Adelia lo sabía porque había tenido oportunidad de conocerlas. Cuando trabajó con cadáveres en la cámara de piedra de la escuela no faltaron quienes pretendían llegar hasta allí recurriendo al soborno. Gordinus se había visto obligado a apostar un centinela en su granja de la muerte para impedir el paso de hombres, e incluso de mujeres, deseosos de echar un vistazo a los cadáveres putrefactos de los cerdos.

Durante el examen que había realizado en la celda de Santa Berta la doctora no había detectado esa peculiar forma de lascivia en sir Rowley. Simplemente parecía consternado.

Pero había enviado a esa criatura -Pipin era el nombre del escudero- para escuchar a escondidas, lo que sugería que el recaudador quería estar al tanto de las investigaciones que realizaban ella y Simón, tal vez por curiosidad -en cuyo caso, ¿por qué no preguntarles directamente a ellos?- o por temor de que esas investigaciones condujeran hasta él.

¿Qué clase de hombre era?

No el que parecía. Era la única respuesta. Adelia volvió a prestar atención a los tres hombres sentados en círculo.

Simón todavía no había autorizado a Mansur a servir lo que había en la bandeja. Estaba presionando a los dos judíos para que siguieran contando lo que había ocurrido durante la boda de la hija de Chaim.

– Era casi de noche. Los invitados se habían retirado al interior de la casa para bailar, pero los faroles del jardín permanecían encendidos. Y posiblemente los hombres estuvieran un poco borrachos -añadió Benjamín.

– ¿Vais a contarnos lo que ocurrió?

Simón jamás había mostrado tanta ira.

– Eso hago. Entonces, la novia y su madre, dos mujeres tan unidas como uña y carne, salieron a tomar el aire y conversar. -Benjamín hablaba cada vez más lentamente, reticente a decir lo que venía a continuación.

– Había un cuerpo. -Todos miraron a Yehuda. Se habían olvidado de él-. En medio del jardín, como si alguien lo hubiera arrojado desde el río, desde un bote. Las mujeres lo vieron, un farol lo alumbraba.

– ¿Un niño?

– Tal vez. -Si Yehuda lo había visto aturdido por el vino, sólo habría vislumbrado una silueta-. Chaim lo vio. Las mujeres gritaron.

– ¿Lo visteis, Benjamín? -intervino por primera vez Adelia.

Benjamín la miró, pasó por alto su pregunta y se dirigió a Simón.

– Yo era el casamentero -contestó a modo de respuesta.

El que había arreglado esa gran boda en la que habían abundado los brindis. ¿Era posible que no hubiera visto nada?

– ¿Qué hizo Chaim?

– Apagó todos los faroles -repuso Yehuda.

Adelia vio que Simón asentía, como si le pareciera razonable. Si una persona descubría un cadáver en su jardín, en primer lugar apagaría los faroles para que los vecinos o la gente que pasara por allí no lo vieran.

Una reacción sorprendente, se dijo Adelia, pero ella no era judía. A ellos les habían endilgado la calumnia: en Pascua los judíos sacrifican niños cristianos. Era como una sombra adicional, cosida a los talones, que siempre los perseguía.

– La leyenda es una herramienta -le había dicho su padre adoptivo- utilizada en contra de todos los que temieron y odiaron la religión por aquellos que les temen y odian. En el siglo i d.C, en el Imperio Romano, los acusados de usar la sangre y la carne de los niños para sus rituales fueron los primeros cristianos.

Luego, durante muchos siglos, se creyó que los devoradores de niños eran los judíos. La creencia estaba tan profundamente arraigada en la mitología cristiana, y los judíos la habían padecido tan a menudo, que la respuesta automática ante el descubrimiento del cuerpo de un niño cristiano en el jardín de un judío fue el ocultamiento.

вернуться

[9] En las bodas judías la ceremonia finaliza cuando se rompe la copa que los novios han compartido previamente. Esta costumbre data de los tiempos talmúdicos y simboliza la idea de que se debe mantener la destrucción del templo de Jerusalén en la mente.