Выбрать главу

– ¿Qué otra cosa podíamos hacer? -gritó Benjamín-. Decídmelo, ¿qué debíamos haber hecho? Los judíos más poderosos de Inglaterra estaban con nosotros esa noche. El rabino David había venido de París; el rabino Meir de Alemania, ambos son grandes conocedores de la Biblia. Sholem de Chester había traído a su familia. ¿Podíamos permitir que esos señores fueran despedazados? Necesitábamos tiempo hasta que se marcharan.

De modo que mientras esos importantes invitados montaban en sus caballos y se dispersaban en la noche, Chaim envolvió el cuerpo en una sábana y lo llevó al sótano.

Cómo y por qué había aparecido el cuerpo en el jardín y quién lo había atacado eran asuntos que difícilmente consideraron los judíos de Cambridge. Su preocupación era librarse de él.

No era porque carecieran de humanidad -se dijo Adelia-, pero cada uno de ellos sentía tan cercana la posibilidad de ser asesinado, junto a toda su familia, que cualquier otra preocupación estaba más allá de sus posibilidades.

Y se libraron torpemente del problema.

– Estaba amaneciendo -siguió Benjamín- y no habíamos tomado ninguna decisión. El vino y el miedo nos impedían pensar. Chaim fue quien decidió por todos nosotros, por sus vecinos. Dios lo tenga en su gloria. «Vayanse a sus casas y ocúpense de sus cosas como si nada hubiera sucedido. Yo me encargaré de esto; mi yerno y yo», dijo. -Benjamín se quitó la kipá y se pasó los dedos por la calva como si todavía tuviera pelo-. Jehová, perdónanos. Así lo hicimos.

– ¿Y qué hicieron Chaim y su yerno?

Simón estaba inclinado hacia Yehuda, que nuevamente ocultaba su rostro entre las manos.

– Ya era de día, no era posible sacarlo a escondidas de la casa sin que alguien lo viera. Hubo un silencio.

– Quizá -interrumpió Simón- Chaim recordó que había un conducto en su sótano. -Yehuda lo miró-. ¿Qué era? -preguntó Simón casi con indiferencia-. ¿Una cloaca? ¿Una vía de escape?

– Un albañal -admitió vacilante Yehuda-. Por el sótano pasa un arroyo.

Simón asintió.

– Ya veo, un albañal en el sótano. ¿Es grande? ¿Llega hasta el río? -preguntó, echando un rápido vistazo a Adelia, que asintió en conformidad-. ¿Acaso da debajo del pilote donde se amarran las barcas de Chaim?

– ¿Cómo lo sabéis?

– Por lo tanto -alegó Simón, todavía suavemente-, lanzasteis el cuerpo a través del desagüe.

Yehuda se estremeció y volvió a llorar.

– Rezamos por él. En la oscuridad del sótano pronunciamos nuestras oraciones por el muerto.

– ¿Pronunciasteis vuestras oraciones por el muerto? Por Dios, qué bien. Eso habrá complacido al Señor. Pero no comprobasteis si el cuerpo flotaba en el río, ¿o sí?

Yehuda, sorprendido, dejó de llorar.

Simón se puso de pie y alzó los brazos como si suplicara al Dios que dejaba vivir a hombres tan necios como aquéllos.

– Se hizo una batida en el río -intervino Adelia en el dialecto de Salerno, que sólo comprendían Simón y Mansur-, toda la ciudad salió a buscarlo. Aunque el cuerpo hubiera quedado atrapado entre los pilotes, una búsqueda tan exhaustiva lo habría descubierto.

Simón meneó la cabeza.

– Tuvieron tiempo de sobra para meditarlo -dijo, abatido, en la misma lengua-. Somos judíos, doctora. Los judíos cavilamos. Consideramos los posibles resultados, las ramificaciones, nos preguntamos si es aceptable para Dios, y si de todos modos debemos hacerlo, aunque no lo sea. Os aseguro que en el momento en que terminaron de reflexionar y tomaron su decisión los buscadores ya habían pasado por allí. -Simón suspiró-. Son unos asnos, peor que asnos; sin embargo, no asesinaron al niño.

– Lo sé.

Pero no habría tribunal que les creyera. Temiendo, con razón, por sus propias vidas, Yehuda y su suegro habían tomado una decisión desesperada llevándola a cabo con poca destreza. Sólo habían ganado unos días de alivio, durante los cuales el cuerpo, atrapado en el pilote, debajo del agua, se hinchó lo suficiente como para desengancharse por sí mismo y reflotar hacia la superficie.

Adelia, impaciente, se dirigió a Yehuda.

– Antes de lanzarlo por el albañal, ¿observasteis el cuerpo? ¿En qué condiciones estaba? ¿Estaba mutilado? ¿Llevaba ropa?

Yehuda y Benjamín la miraron con terror.

– ¿Habéis traído a una mujer morbosa ante nosotros? -preguntó Benjamín a Simón.

– ¿Morbosa? -Simón pretendió golpearles de nuevo. Mansur extendió su brazo para impedirlo-. Vosotros, que arrojasteis a un pobre niño por un desagüe, ¿habláis de morbo?

Adelia salió de la sala, dejando a Simón en plena invectiva. Todavía había una persona en el castillo que podía decirle lo que deseaba saber.

Cuando cruzaba el salón camino del patio, el recaudador de impuestos advirtió su partida. Se alejó durante un instante del alguacil para dar instrucciones a su escudero.

– El sarraceno no está con ella, ¿verdad? -preguntó nerviosamente Pipin, que todavía se masajeaba el trasero.

– Sólo quiero que averigüéis con quién habla.

Adelia cruzó el patio soleado en dirección al rincón donde estaban reunidas las mujeres judías. Distinguió a la que buscaba por su juventud y porque, entre todas, ella estaba sentada en una silla que dejaba a la vista su vientre abultado. Al menos de ocho meses, calculó.

La doctora hizo una reverencia a la hija de Chaim.

– ¿Señora Dina?

Unos ojos oscuros, enormes y recelosos la miraron.

– ¿Sí?

La joven estaba demasiado delgada para su condición. El vientre redondeado parecía una protuberancia invasora adherida a una esbelta planta. Las ojeras y las mejillas hundidas sombreaban una piel como de vitela.

Pensando como médica, Adelia se dijo: «Os hace falta la comida de Gyltha, señora; me ocuparé de eso».

Se presentó como Adelia, hija de Gershom de Salerno. Su padre adoptivo podía ser un judío no practicante, pero no era momento para discutir sobre su apostasía, o la suya propia.

– ¿Podríamos hablar? -inquirió mirando a las mujeres que la rodeaban-. ¿A solas?

Por un momento Dina permaneció inmóvil. Llevaba un velo casi transparente para protegerse del sol; su ornamentado tocado no era apropiado para las faenas diarias. La seda del vestido tenía bordados de perlas que asomaban por debajo del viejo mantón que le envolvía los hombros. Adelia intuyó apenada que llevaba la ropa con la que se había casado.

Finalmente, Dina agitó una mano y las mujeres se dispersaron. Fugitiva y huérfana, todavía detentaba autoridad entre las personas de su mismo sexo. Su padre había sido el hombre más rico de Cambridge. Y estaba aburrida. Llevaba un año encerrada junto a ellas y seguramente había oído todo lo que tenían que contar más de una vez.

– ¿Sí?

La joven se levantó el velo. No tenía más de dieciséis años y, era encantadora, pero en su rostro se percibía amargura. Al oír el motivo que había llevado a Adelia hasta allí, rezongó.

– No hablaré sobre eso.

– Hay que coger al verdadero asesino.

– Todos ellos son asesinos.

Dina inclinó la cabeza como quien se dispone a escuchar, y apuntó con el dedo para indicar a Adelia que escuchara junto a ella.

Desde el otro lado del muro llegaban débilmente los gritos de Roger de Acton, que aparentemente estaba recibiendo al obispo en la entrada del castillo.

– Debemos matar a los judíos -se desprendía de su monserga.

– ¿Sabéis lo que ellos le hicieron a mi padre? ¿Lo que le hicieron a mi madre? -El gesto de aflicción hizo que su joven rostro pareciera aún más joven-. Echo de menos a mi madre; la añoro.