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– Y yo seré vuestro ayudante -acordó Simón.

Los dos eran muy diferentes. El árabe estaba erguido en su silla, los contornos de su oscuro rostro se desdibujaban entre los blancos pliegues de la kufiya. El judío permanecía inclinado hacia delante, con el sol alumbrando el perfil de su mejilla, haciendo girar una y otra vez el botellón con sus dedos. Pero ambos pensaban lo mismo.

¿Por qué veían aquello como lo más grave? Tal vez para ellos lo fuera, pero era trivial, como castrar a un animal solitario. El daño causado por esa criatura en particular era demasiado grande para ser castigado por un humano. El dolor provocado había llegado muy lejos. Adelia evocó a Agnes, la madre de Harold, y su vigilia. Pensó en los padres congregados en torno a los pequeños ataúdes en la iglesia de San Agustín; en los dos hombres en el sótano de Chaim, rezando mientras violentaban su naturaleza librándose de una temible carga. Pensó en Dina, que nunca podría librarse de la sombra que la cubría.

Tanto daño merecía maldición eterna. No había reparación posible para los que seguían vivos. No en esta vida.

– ¿Estáis de acuerdo conmigo, doctora?

– ¿Qué?

– Mi teoría sobre las mutilaciones.

– No es de mi incumbencia. No estoy aquí para comprender los motivos que pueda tener un asesino para cometer sus crímenes. Tan sólo para probar que los cometió. -Los hombres la observaron-. Os pido disculpas -repuso más serena-. Pero no quiero saber qué hay en su mente.

– Probablemente haya que hacerlo antes de que este asunto concluya, doctora. Pensar como él piensa -indicó Simón.

– Vos lo haréis, sois el clarividente.

Simón suspiró con tristeza. Todos estaban melancólicos esa noche.

– Consideremos lo que ya sabemos sobre él. ¿Mansur? -Ningún asesinato con anterioridad al del niño santo. Tal vez sea nuevo en este lugar, podría haber llegado hace un año.

– Ah, ¿entonces creéis que ya ha hecho esto antes en algún otro lugar?

– Un chacal es siempre un chacal.

– Es verdad -concedió Simón-. O quizá sea un nuevo soldado del ejército de Belcebú, que comienza a satisfacer sus deseos.

Adelia frunció el ceño. Según su intuición, el asesino no era un hombre muy joven.

Simón levantó la cabeza.

– ¿Qué os parece, doctora?

La doctora suspiró, la arrastrarían hacia ese asunto a su pesar.

– ¿Estamos haciendo suposiciones?

– Poco más podemos hacer.

Reticente, porque su percepción era apenas una silueta vislumbrada en la niebla, Adelia comenzó.

– Los ataques son frenéticos, lo que sugiere juventud, pero a la vez planificados, lo que sugiere madurez. Atrae a sus víctimas hacia un lugar concreto y solitario, como la colina. Creo que esto es así para que nadie oiga a sus torturados. Posiblemente se tome su tiempo. No en el caso del pequeño Peter, claramente más apresurado, sino con los otros niños. -Hizo una pausa porque su teoría era horrorosa y estaba fundada en escasas pruebas-. Es posible que los mantenga con vida durante algún tiempo después del secuestro. Eso sugeriría una paciencia perversa y un gusto por las agonías prolongadas. Esperaba que el cadáver de la víctima más reciente, teniendo en cuenta la fecha en que fue secuestrada, mostrara un estado de descomposición más avanzado. -Adelia los miró-. Pero eso puede deberse a tantos motivos que, como hipótesis, no tiene peso alguno.

– Ajá. -Simón apartó su copa como si la bebida le ofendiera-. No seguiremos especulando. De todos modos, tenemos que investigar los movimientos de cuarenta y siete personas, no sólo de los que vestían hábitos de lana negra. Le escribiré a mi esposa para decirle que no regresaré a casa por ahora.

– Otra cosa -intervino Adelia-. Hoy cuando hablé con la señora Dina, me comentó que los asesinatos son el resultado de una conspiración para culpar a su pueblo…

– No lo son -opinó Simón-. Quizás trata de implicar a los judíos con sus Estrellas de David, pero no mata por ese motivo.

– Estoy de acuerdo. Cualquiera que sea la primera motivación de estos asesinatos, no es racial. Hay demasiada ferocidad sexual en ellos. -La doctora hizo una pausa. Se había jurado no adentrarse en la mente del asesino, pero sentía que de sí misma surgía un apéndice que lograba alcanzarla y atraparla-. No obstante, no existe razón alguna para que no se beneficiara con esa suposición. ¿Por qué arrojó el cuerpo del pequeño Peter en el jardín de Chaim?

Simón levantó las cejas. La pregunta no necesitaba respuesta: Chaim era judío, el eterno chivo expiatorio.

– Eso funcionaría muy bien -contestó Mansur-. Ninguna sospecha sobre el asesino. Y… -el moro cruzó su garganta con el dedo-, adiós, judíos.

– Exactamente -afirmó Adelia-. Adiós, judíos. Una vez más, convengo en que es probable que el hombre quisiera implicar a los judíos cuando cometía sus crímenes. Pero ¿por qué eligió a ese judío en particular? ¿Por qué no dejó el cuerpo en alguna de las otras casas? Estaban vacías y oscuras porque todos los habitantes de la judería se hallaban en la boda de Dina. Si cogió un bote, y seguramente así fue, esta casa, la del viejo Benjamín, es la más cercana al río. El asesino podía haber depositado el cuerpo aquí. En cambio, asumió un riesgo innecesario y eligió el jardín de Chaim, que estaba bien iluminado, para arrojarlo.

Simón se inclinó un poco más hacia delante. Su nariz casi tocaba uno de los candelabros de la mesa.

– Continuad.

Adelia se encogió de hombros.

– Basta observar el resultado final. Los judíos inculpados; la multitud enloquecida; Chaim, el prestamista más importante de Cambridge, ahorcado. La torre que contenía los registros de todos aquellos que debían dinero a los usureros, por ejemplo, a Chaim, incendiada.

– ¿Le debería el asesino dinero a Chaim? ¿Nuestro asesino, una vez satisfecha su perversidad, también quería cancelar su deuda -Simón consideraba la posibilidad-. Pero ¿pudo haber calculado que la multitud incendiaría la torre? ¿O que ésta iría a buscar a Chaim y lo ahorcarían?

– Él es parte de la multitud -alegó Mansur. Su voz infantil se transformó en un chillido-: «Debemos matar a los judíos, debernos matar a Chaim, terminar con la roñosa usura. Al castillo, llevemos antorchas».

Sorprendido por el sonido, Ulf asomó la cabeza por la balaustrada de la galería, como un pompón de diente de león blanco, y despeinado en la creciente oscuridad.

Adelia le hizo un gesto admonitorio.

– Es hora de dormir.

– ¿Por qué hablan en esa jerigonza extranjera?

– Para que no escuchéis las conversaciones de los demás. A la cama.

Ulf asomó medio cuerpo.

– ¿Entonces creen que los judíos no mataron a Peter y a los otros?

– No -contestó Adelia. Y agregó, dado que Ulf había sido quien había descubierto el desagüe y se lo había mostrado-: Peter estaba muerto cuando lo encontraron en el jardín. Estaban asustados y lo pusieron en el albañal para que no sospecharan de ellos.

– Muy listos, ¿verdad? -gruñó disgustado el chico-. Entonces, ¿quién lo mató?

– No lo sabemos. Alguien que quería culpar a Chaim, tal vez una persona que le debía dinero. Ya es hora de que os vayáis a la cama.

Simón levantó una mano para detenerlo.

– No sabemos quién fue, hijo, tratamos de descubrirlo. -Luego se dirigió a Adelia en salernitano-: El chico es inteligente y nos ha sido de utilidad. Tal vez pueda investigar para nosotros.

– No. -Adelia se sorprendió de su propia vehemencia.

– Puedo ayudar. -Ulf abandonó la balaustrada y bajó corriendo las escaleras-. Soy un buen rastreador. Puedo seguir una huella por toda la ciudad.

Gyltha llegó para encender las velas.

– Ulf, vete a dormir antes de que alimente contigo a los gatos.

– Cuéntales, abuela -pidió Ulf con desesperación-. Diles que soy un rastreador hábil. Y oigo cosas, ¿verdad, abuela? Puedo oír cosas que nadie oye porque nadie me presta atención. Puedo ir a muchos lugares… Es mi deber hacerlo, abuela. Harold y Peter eran mis amigos.