Su excelencia asintió con la cabeza. Se sentía mejor. El almohadón era una comodidad para su trasero, la brisa del mar le refrescaba, el vino era bueno. No tenía por qué ofenderse con la franqueza de un anciano. De hecho, cuando concluyera con su misión se ocuparía del tema de las almorranas. La última vez Gordinus se las curó. Después de todo, esa ciudad era un lugar dedicado a curar a los enfermos, y si alguien podía ser considerado el decano de su gran escuela de medicina, ése era Gordinus el africano.
Olvidando a su invitado, el anciano continuó con la lectura de un manuscrito. La piel oscura y mustia de su brazo se estiró cuando su mano introdujo una pluma en la tinta para hacer una modificación. ¿Era tunecino? ¿Moro, tal vez?
Al llegar a la villa, Mordejai había preguntado al mayordomo si debía quitarse los zapatos antes de entrar.
– He olvidado cuál es la religión de vuestro amo.
– También él, excelencia.
Sólo en Salerno, pensaba Mordejai en ese momento, los hombres se olvidaban de sus costumbres y de su Dios para venerar a los enfermos.
Él no estaba seguro de aprobarlo. Sin duda era maravilloso, pero aquello contravenía las leyes eternas: se diseccionaban cadáveres, las mujeres se libraban de fetos indeseados y se les permitía practicar la medicina, la carne era mancillada por la cirugía.
Eran cientos las personas que, atraídas por su fama, llegaban a Salerno, arrastrándose a través de desiertos, estepas y montañas para ser curados. Ya fuera solos o acarreando a sus enfermos.
Mientras contemplaba el conjunto de tejados, torres y cúpulas que estaban más abajo y degustaba el vino, Mordejai se maravillaba de que, entre todas las ciudades, fuera Salerno y no Roma, París, Constantinopla o Jerusalén la que había desarrollado la escuela de medicina más importante del mundo.
En ese preciso momento el tañido de las campanas del monasterio llamando a novenas se cruzó con el grito del muecín, que desde la mezquita convocaba a la oración, pugnando, a su vez, con el coro de los cantores de la sinagoga. Todos esos sonidos remontaron la colina para alcanzar los oídos de los hombres que estaban en el balcón, en un revoltijo de desafinados tonos graves y agudos.
Ésa era la clave, por supuesto. La mezcla. Los rudos y codiciosos aventureros normandos que fundaron su reino en Sicilia y el sur de Italia habían sido pragmáticos y habían mostrado al mismo tiempo visión de futuro. Siempre que un hombre se adecuara a sus propósitos, no importaba a qué dios adoraba. Si ansiaban la paz, y en consecuencia, la prosperidad, debían integrar a los distintos pueblos conquistados. No habría sicilianos de segunda clase. El árabe, el griego, el latín y el francés serían lenguas oficiales.
Cualquier hombre, independientemente de su fe, podía llegar hasta donde su capacidad se lo permitiera.
«No debería quejarme», pensaba Mordejai. Él mismo, un judío, trabajaba para un rey normando junto a cristianos de la Iglesia ortodoxa griega y católicos fieles al Papa. La galera de la que había desembarcado formaba parte de la Armada Real de Sicilia, a cargo de un almirante árabe.
Abajo, en las calles, la chilaba se rozaba con la cota de malla del caballero; el caftán, con el hábito del monje. Sus dueños no sólo no se insultaban, sino que intercambiaban saludos, noticias y, sobre todo, ideas.
– Aquí está, mi señor -anunció Gaius.
Gordinus cogió la carta.
– Ah, sí, por supuesto. Ahora recuerdo… «Simón Menahem de Nápoles partirá en un barco para cumplir una misión especial…», mmm… mmm, «los judíos de Inglaterra se encuentran en un aprieto de cierto peligro. Los niños del lugar son torturados y asesinados…», oh, por Dios… «y se culpa de ello a los judíos», ¡oh, por Dios, por Dios! «Se le ha encomendado descubrir qué ocurre y enviar con el mencionado Simón a una persona versada en causas de muerte, que hable tanto inglés como yidis, y no cometa indiscreciones en ninguna de las dos lenguas». -Gordinus sonrió a su secretario-: Y así lo hice, ¿no?
Gaius adoptó una actitud diferente.
– En ese momento surgió un asunto, mi señor…
– Por supuesto, lo hice, lo recuerdo perfectamente. Y no sólo envié a un experto en procesos mórbidos, sino a una persona que habla latín, francés y griego además de las lenguas requeridas. Un buen estudiante. Así se lo dije a Simón, que parecía preocupado. «No encontraréis una persona mejor», le aseguré.
– Excelente -exclamó Mordejai-. Excelente.
– Sí, creo que cumplimos con lo especificado por el rey -afirmó Gordinus, todavía con tono triunfal-. ¿No es así, Gaius?
– Hasta cierto punto, mi señor.
Había algo extraño en la actitud del sirviente. Mordejai estaba acostumbrado a percibir ese tipo de cosas. Comenzaba a preguntarse por qué Simón de Nápoles se habría preocupado por la elección del hombre que iba a acompañarlo.
– A propósito, ¿cómo está el rey? -preguntó Gordinus-. ¿Solucionó ese pequeño problema?
Mordejai, que ignoraba cuál era el pequeño problema del rey, se dirigió a Gaius.
– ¿A quién envió?
Gaius echó un vistazo a su amo, que había reanudado la lectura.
– La elección fue inusual y me pregunté… -susurró Gaius con voz apenas audible.
– Escuchad, esta misión es extremadamente delicada. No habrá elegido a un oriental, ¿verdad? ¿A un amarillo, que se distinguiría como un limón en Inglaterra?
– No, no lo hice. -Gordinus había vuelto a integrarse en la conversación.
– Bien, entonces, ¿a quién envió? -Gordinus se lo dijo. La incredulidad hizo mella en Mordejai-. ¿Cómo? ¿A quién?
Gordinus se lo repitió.
El de Mordejai fue otro de los gritos que rasgaron el aire en aquel año de chillidos.
– ¡Sois un estúpido, un anciano imbécil!
Capítulo 2
Inglaterra, 1171
– Nuestro prior se muere -anunció el joven monje desesperado-. El prior Geoffrey está agonizando sin un lugar donde yacer. En nombre de Dios, os pedimos prestado vuestro carro.
Toda la comitiva había sido testigo de las discusiones del monje con sus hermanos acerca del lugar apropiado para que el prior pasara sus últimos minutos terrenales. Los otros dos preferían el catafalco abierto en el que viajaba la priora, o incluso el suelo, antes que el carro cubierto de aquellos buhoneros paganos.
Un círculo de hábitos negros rodeaba al prior, como cuervos revoloteando sobre la carroña, agobiándolo con sus cuidados mientras éste se retorcía de dolor.
La monja joven agitaba un objeto sobre el enfermo.
– Los auténticos nudillos del santo, excelencia. Aplicáoslo nuevamente… os lo ruego. Esta vez, sus poderes milagrosos…
La suave voz se volvió casi inaudible entre las impacientes solicitudes del clérigo llamado Roger de Acton, el mismo que había estado molestando al pobre prior con sus asuntos desde que habían salido de Canterbury.
– El verdadero nudillo de un verdadero santo crucificado, sólo hay que tener fe
Incluso la priora pregonaba a los cuatro vientos su preocupación.
– Posadlo sobre la parte afectada, orando con mayor devoción, prior Geoffrey, y el pequeño Peter obrará.
La cuestión fue dirimida por el mismo enfermo, quien, entre bramidos profanos y dolientes, logró indicar que prefería cualquier lugar, aun cuando fuera pagano, en tanto le permitiera estar lejos de la priora, los fastidiosos monjes y el resto de estúpidos bastardos reunidos a su alrededor para contemplar su agonía. Con inusitado énfasis, afirmó que él no era un entretenimiento morboso. Algunos campesinos que pasaban por el lugar se habían detenido para mezclarse entre la caballería y observaban con interés las contorsiones del prior.
El carro de los vendedores ambulantes fue el lugar elegido. En consecuencia, el joven monje se acercó a dialogar con sus dueños, en normando, con la esperanza de que entendieran el idioma. Hasta ese momento habían oído que tanto ellos como la mujer que los acompañaba hablaban una lengua extranjera.