Los ojos de Gyltha se encontraron con los de Adelia. El instantáneo terror que reflejaron advirtió a Adelia que Gyltha pensaba igual que ella: el asesino volvería a matar.
Un chacal es siempre un chacal.
– Ulf puede venir con nosotros mañana y mostrarnos dónde fueron hallados los tres niños -dijo Simón.
– Eso es al pie de Wandlebury Ring -objetó Gyltha-. No quiero que el chico esté por allí.
– Llevaremos a Mansur con nosotros. El asesino no está en la colina, Gyltha. Está en la ciudad. Allí secuestró a los niños -explicó Simón.
Gyltha miró a Adelia. Ésta asintió. El chico estaría más seguro en su compañía que rondando por Cambridge rastreando sus propias pistas.
– ¿Qué haremos con los enfermos?
– El doctor no atenderá ese día -declaró Simón con firmeza.
– De camino a la colina visitaremos a los casos más graves de ayer. Quiero asegurarme del diagnóstico del niño con tos. Y la amputación necesita un cambio de vendajes -dijo Adelia igualmente firme.
– Deberíamos habernos presentado como astrólogos, o abogados. Algo inútil. Me temo que el espíritu de Hipócrates nos ha ungido con el yugo del deber -apuntó Simón.
– Así es. -En el restringido panteón de Adelia, Hipócrates era el dios supremo.
Lograron que Ulf desapareciera hacia el sótano donde dormían él y las criadas. Gyltha se retiró a la cocina y los tres extranjeros reanudaron su conversación.
Simón golpeteaba la mesa con los dedos, pensativo. De pronto se detuvo.
– Mansur, mi buen y sabio amigo, creo que tenéis razón. Nuestro asesino formaba parte de la multitud congregada hace un año que clamaba por la muerte de Chaim. Doctora, ¿estáis de acuerdo?
– Podría ser -admitió cautelosa Adelia-. Ciertamente, la señora Dina cree que la multitud fue congregada deliberadamente.
«Debemos matar a los judíos», pensó. La exigencia preferida de Roger de Acton.
– Tal vez los actos de esa criatura sean tan horribles como su persona.
Lo dijo en voz alta, aunque tenía sus dudas: el asesino de niños sería una persona persuasiva. No podía imaginar a la tímida Mary tentada por Acton, sin importar cuántos dulces le ofreciera. Ese hombre carecía de astucia, era un bufón horrible que no hacía más que perorar. Sin embargo, aun cuando despreciaba profundamente a esa raza, probablemente hubiera pedido dinero prestado a un judío.
– No necesariamente -objetó Simón-. He visto a hombres que al salir de la contaduría de mi padre con los monederos repletos de su oro condenaban la usura. No obstante, el hombre viste esa tela de lana y debemos averiguar si estuvo en Cambridge en las fechas indicadas.
Simón estaba más animado. Quizás pudiera adelantar su regreso a casa.
– Au loup! -Ante el desconcierto de sus compañeros, sonrió y aclaró-: Estamos sobre la pista, amigos míos. Somos como Nimrod. Señor, si hubiera sabido las emociones que depara la caza, habría abandonado mis estudios para convertirme en cazador. Tyer-hillaut. ¿Es así el reclamo?
– Creo que los ingleses gritan halloo y tally ho -sugirió amablemente Adelia.
– ¿Sí? Con qué rapidez se corrompe la lengua… Bien, lo que importa es que nuestro objetivo está en el punto de mira. Mañana regresaré al castillo y usaré este excelente órgano -Simón se dio un golpecito en la nariz, que se movía como la de un animal en busca de su presa- para husmear quién es el hombre de Cambridge reticente a saldar su deuda con Chaim.
– Mañana no -adujo Adelia-. Mañana iremos a Wandlebury Ring a indagar, y debemos ir los tres. Y Ulf.
– Pasado mañana, pues. -Simón no se daría por vencido. Alzó su jarra, primero hacia Adelia y luego hacia Mansur-. Estamos en la pista, señores. Un hombre de edad madura, que estuvo en Wandlebury Ring hace tres noches, en Cambridge tales y cuales días. Un hombre que debía mucho dinero a Chaim y dirigió a la multitud que clamó por la sangre del prestamista. Que tiene relación con las prendas de lana negra que usan los religiosos. -Simón bebió un gran trago de cerveza y se limpió la boca-. Prácticamente sabemos de qué medida son sus botas.
– Que podrían ser de cualquier otra persona -concluyó Adelia.
A esa enumeración, ella habría agregado un toque de genialidad, porque, seguramente, si al igual que Peter los otros niños habían ido voluntariamente al encuentro de su asesino, éste tuvo que persuadirlos con encanto, incluso con humor. Pensó en el obeso recaudador de impuestos.
Gyltha no se avenía bien con la costumbre de trasnochar y llegó dispuesta a limpiar la mesa mientras los extranjeros todavía estaban sentados a su alrededor.
– Echemos un vistazo a ese dulce. Tengo al tío de Matilda B. en la cocina. Fabrica confituras. Tal vez haya visto algo parecido -comentó Gyltha.
Un comportamiento así habría sido impensable en Salerno, pensó Adelia mientras subía las escaleras. En la villa de sus padres, su tía se aseguraba de que los sirvientes no sólo supieran cuál era su lugar, sino de que lo demostraran con su actitud, y hablaran, respetuosamente, sólo cuando se dirigían a ellos. Pero ¿qué era preferible?, ¿deferencia o colaboración?
Volvió con el dulce que había encontrado enredado en el cabello de Mary y desplegó el lienzo en la mesa. Simón retrocedió. El tío de Matilda B. lo tocó con un dedo pálido y meneó la cabeza.
– ¿Estáis seguro? -preguntó Adelia y apuntó una vela hacia el confite para iluminarlo mejor.
– Es un jujube -reconoció Mansur.
– Hecho con azúcar, según creo -apostilló el tío-. Muy caro para mi tienda, nosotros hacemos los dulces con miel.
– ¿Cómo lo habéis llamado? -preguntó Adelia a Mansur.
– Un jujube. Mi madre los hacía. Que Alá la proteja.
– ¡Un jujube! -exclamó Adelia-. Por supuesto, los hacen en el barrio árabe de Salerno. Oh, Dios… -La doctora se desplomó en una silla.
– ¿Qué ocurre? ¿Qué sucede? -Simón estaba de pie junto a ella.
– No eran ju-judíos, eran jujubes.
Adelia cerró los ojos y los mantuvo apretados, esforzándose en representar mentalmente la escena en la que un niño miraba hacia atrás antes de desaparecer entre las sombras de los árboles.
Cuando los abrió, Gyltha había acompañado a Matilda B. y a su tío hasta la puerta y ya estaba de regreso. Unos rostros perplejos la observaban.
– Eso fue lo que dijo el pequeño Peter. Ulf me explicó que Peter le gritó a su amigo Will, desde el otro lado del río, que iba a buscar ju-judíos. Pero no fue eso lo que dijo. En realidad, fue a buscar jujubes. Una palabra que Will jamás había oído y la tradujo como ju-judíos.
Todos enmudecieron. Gyltha había acercado una silla y se había sentado junto a ellos, con los codos en la mesa y las manos en la frente.
Simón rompió el silencio.
– Tienes razón.
Gyltha les miró.
– Le tentaron con eso, seguro. Pero nunca había oído esa palabra.
– Posiblemente los traiga un comerciante árabe -señaló Simón-. Son dulces de Oriente. Buscaremos a alguien que tenga relación con árabes.
– Cruzados a quienes les gusten los dulces, posiblemente -opinó Mansur-. Los cruzados solían traerlos consigo de regreso a Salerno. Tal vez alguno de ellos los haya traído hasta aquí.
– Cierto -indicó Simón nuevamente exaltado-. Es cierto. Nuestro asesino ha estado en Tierra Santa.
A la mente de Adelia no acudieron sir Gervase o sir Joscelin, sino, una vez más, el recaudador de impuestos, otro cruzado.
Las ovejas, como los caballos, no pisan por propia voluntad a los caídos. El pastor a quien llamaban el viejo Walt seguía a su rebaño -que, como todos los días, iba a pastar a Wandlebury Ring- cuando observó que en esa marea lanuda se abría una brecha, como si un profeta invisible la hubiera instado a dividirse. Al llegar al obstáculo que los animales debían sortear, la marea ya había vuelto a unirse. Pero su perro estaba aullando.