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Entonces vio los cuerpos de los niños -cada uno con un extraño símbolo en el pecho- y sintió que el curso de su vida, en la que su único enemigo eran el mal tiempo o criaturas de cuatro patas, se rompía.

Ahora el viejo Walt trataba de cambiarlo. Murmuraba a solas, con las manos resecas y arrugadas sobre el cayado. Una especie de saco le cubría los hombros y la cabeza. Los ojos, como dos abalorios, miraban fijamente el lugar donde había visto los cadáveres. Ulf, sentado junto a él, dijo que estaba rezando a la Virgen.

– Seguramente para que purifique el lugar.

Adelia se había sentado en un tronco un poco más atrás. Salvaguarda estaba a su lado. Intentaba sonsacar al pastor, aunque los ojos del hombre recorrieron su silueta sin verla. Pudo comprobar que una mujer extranjera era para el pastor algo tan desconocido que se transformaba en invisible.

Sería Ulf quien hiciera las preguntas, ya que, al igual que el pastor, era un habitante de los pantanos y, en consecuencia, conocía perfectamente el paisaje.

El paisaje era ciertamente misterioso. A la izquierda de Adelia, la pendiente del terreno bajaba hasta la llanura del pantano y el océano de alisos y sauces que guardaba tantos secretos. Hacia la derecha se veía la cima lejana y desnuda de la colina con las laderas boscosas donde ella, Simón, Mansur y Ulf habían pasado las tres últimas horas examinando las extrañas depresiones del terreno; se habían agachado para mirar debajo de los arbustos y habían buscado una guarida donde hubiera podido cometerse el asesinato, sin resultados.

Una y otra vez las nubes oscurecían el cielo, llovía levemente y relucía de nuevo el sol. Aquello parecía afectar a los sonidos de la naturaleza: el canto de las currucas; las hojas que se estremecían bajo la lluvia; la brisa que hacía crujir un viejo manzano; los resuellos de Simón, hombre de ciudad, mientras avanzaba a trompicones; el ruido seco con que las ovejas engullían bocados de hierba, todo estaba, a juicio de Adelia, recubierto de un denso silencio en el que aún resonaban gritos insólitos.

Al divisar a lo lejos al pastor -el pastor del priorato, porque aquéllas eran las ovejas de San Agustín-, encontró la excusa para dejar a los dos hombres husmear y, contenta, se fue con Ulf para hacerle algunas preguntas.

Repasaba por enésima vez el motivo que los había llevado hasta aquel lugar: los niños habían muerto en un terreno de cal. No había duda de ello.

Pero habían sido encontrados en el lodo, allí abajo, en el sendero fangoso por el que transitaban las ovejas de camino a la colina. Y más: habían sido hallados la mañana posterior al alboroto que había provocado la presencia de extraños.

Ergo, los cadáveres habían sido trasladados durante la noche. Desde sus tumbas de cal. Y la cantera más cercana, la única desde donde era posible hacer ese traslado en tan pocas horas era Wandlebury Ring.

Miró hacia allí, pestañeando para apartarse las gotas de lluvia, y vio que Simón y Mansur habían desaparecido.

Estarían abriéndose paso entre los profundos y oscuros senderos -alguna vez habían sido zanjas que rodeaban la colina- que las copas de los árboles oscurecían aún más.

¿Qué antiguos pobladores habían cavado esas zanjas y con qué propósito?

Adelia se preguntó si la sangre de los niños habría sido la única derramada en aquel terreno. ¿Era posible que un lugar fuera intrínsecamente malvado, que atrajera lo más oscuro del alma humana y, por eso mismo, al asesino?

¿O tal vez Vesubia Adelia Rachel Ortese Aguilar era presa de las supersticiones como el anciano que murmuraba conjuros de pie en la hierba?

– ¿Hablará con nosotros? -musitó la doctora-. Debe saber si hay una cueva o algo semejante allí arriba.

– Se niega a subir por la colina -farfulló Ulf, en respuesta-. Dice que el viejo Nick baila allí por las noches. Los hoyos del suelo son sus huellas.

– Pero permite que sus ovejas suban.

– En esta época del año tendría que recorrer muchas millas para encontrar pastos como éstos. El perro las acompaña y le avisa si algo anda mal.

Un perro inteligente. Sería suficiente que Adelia abriera la boca para que Salvaguarda se escondiera hasta que ella decidiera bajar de la colina.

La doctora se preguntaba a qué Virgen invocaba el pastor. ¿A María, madre de Jesús? ¿A alguna divinidad primitiva?

La Iglesia no había logrado prohibir todos los dioses paganos. Para este anciano las depresiones que se veían en la cima de la colina eran las huellas de un horror que había precedido al Satán de la cristiandad durante miles de años.

En la mente de Adelia surgió la imagen de una bestia gigante, con cuernos, que a su paso pisoteaba a los niños. Se santiguó. ¿Qué le estaba sucediendo? El frío y la humedad comenzaron a provocarle malestar.

– Maldita sea, preguntadle si verdaderamente ha visto al viejo Nick en la cima.

Ulf formuló la pregunta con una voz alta y cantarina que ella no podía comprender. El anciano respondió en el mismo tono.

– Dice que no se acerca a ese lugar. No le culpo. Ha visto los fuegos durante la noche…

– ¿Qué fuegos?

– Luces. Walt supone que es el fuego del viejo Nick, que danza alrededor de él.

– ¿Qué clase de fuego? ¿Cuándo? ¿Dónde?

Pero el staccato de preguntas había perturbado la comunión que el pastor había establecido con el espíritu del lugar. Ulf hizo un gesto a Adelia para que cerrara la boca y ésta volvió a meditar sobre los espíritus del bien y del mal.

Ese día, en la colina, Adelia se había alegrado de llevar bajo la túnica el pequeño crucifijo de madera que Margaret le había regalado, y que usaba por amor a su niñera. No tenía nada en contra de la fe que predicaba el Nuevo Testamento, que era una religión piadosa y sensible. De hecho, de rodillas junto a su niñera agonizante, había sido al Jesús de Margaret a quien había suplicado que la salvara. Él no lo había hecho, pero Adelia lo perdonaba. El amoroso y viejo corazón de Margaret ya estaba muy cansado para seguir funcionando y al menos su muerte había sido serena.

Lo que Adelia le reprochaba a la Iglesia era que representara a Dios como un ser trivial, estúpido, avaro, retrógrado, un tirano antediluviano que, habiendo creado un mundo tan magníficamente variado, prohibía hacer preguntas sobre su complejidad, dejando que su pueblo se debatiera en la ignorancia.

Por no mencionar las mentiras. A los siete años, cuando era alumna del convento de San Jorge, Adelia estaba dispuesta a creer lo que las monjas y la Biblia dijeran. Hasta que la madre Ambrosia mencionó la costilla…

El pastor había terminado sus oraciones y le estaba diciendo algo a Ulf.

– ¿Qué dice?

– Habla de los cuerpos, de lo que el demonio les hizo.

Era evidente que el viejo Walt se dirigía a Ulf como a un igual. Tal vez el hecho de que el chico supiera leer lo elevaba a un nivel superior al del pastor, y eso obviaba la diferencia de edades.

– ¿Y ahora?

– Dice que jamás había visto algo así desde la última vez que el viejo Nick estuvo aquí y le hizo algo parecido a unas ovejas.

– Oh. -Un lobo u otro animal, pensó Adelia.

– Lamenta no ver muerto a ese hijo de perra, pero sabe que volverá.

«¿Qué le hizo el viejo Nick a las ovejas?».

– ¿Qué hizo? -preguntó de pronto Adelia-. ¿Qué ovejas? ¿Cuándo?

Ulf hizo la pregunta y recibió la respuesta.

– Fue durante un año de grandes tormentas.

– Por Dios, cómo no lo he pensado. ¿Dónde enterró a los animales?

Al principio Adelia y Ulf usaron ramas de árboles como si fueran picas, pero la cal se desmenuzaba con demasiada facilidad y no sacaban una cantidad considerable, de modo que se vieron obligados a cavar con las manos.