– ¡Oh, eso! -exclamó sir Rowley-. Es fácil de explicar. Cuando me solicitasteis que anotara la historia que esos pobres huesos os contaron, indicasteis que habían sido trasladados desde cal a lodo. Una reflexión instantánea sugería incluso en qué momento se había realizado el traslado. -El recaudador la miró-. Supongo que vuestros compañeros están buscando en la colina. -Adelia asintió-. No encontrarán nada. Lo sé bien porque he estado rondando por la colina las dos últimas noches y creedme, señora, no hay lugar donde guarecerse cuando llega la oscuridad. -Sir Rowley golpeó con el puño el trozo de capa que había entre los dos. Adelia se sobresaltó y Salvaguarda la miró-. Pero está allí. Maldita sea. La clave hacia el Minotauro conduce a ese lugar. Esos pobres chicos así lo indican. -El recaudador se miró la mano como si jamás se la hubiera visto antes y la abrió-. De modo que me excusé con el señor alguacil y monté mi caballo para volver a mirar. ¿Y qué descubrí? A la señora doctora escuchando lo que dicen otros huesos. Ya lo sabéis todo.
Sir Rowley había recuperado su alegría. La lluvia había caído suavemente mientras él hablaba. En ese momento reapareció el sol.
Adelia lo creyó tan variable como el clima y pensó que ocultaba algo.
– ¿Os gustan los jujubes?
– Los adoro, señora. ¿Por qué? ¿Me ofreceréis uno?
– No.
– Ah. -La miró con los ojos entornados, como si se tratara de alguien cuya mente no debía perturbar. Luego habló lenta y amablemente-. Tal vez podáis decirme quién os ha enviado, a vos y a vuestros compañeros, a realizar esta investigación.
– El rey de Sicilia.
– El rey de Sicilia -asintió cautelosamente sir Rowley.
Adelia comenzó a reírse. Podría haber dicho la reina de Saba o el Gran Panjandrum. El recaudador no reconocería que decía la verdad, dado que no estaba acostumbrado a ello. La tomaría por loca.
La luz del sol se filtraba entre las ramas de haya arrojando sobre ella una lluvia de cobrizos peniques recién acuñados.
Su penetrante mirada ensombreció a Adelia, que miró hacia otro lado.
– Volved a casa -aconsejó sir Rowley-. Regresad a Salerno.
La figura de Ulf apareció junto al pozo de las ovejas guiando a Simón y a Mansur hacia ellos.
El recaudador se irguió muy serio.
– Buenos días, señores -saludó y a continuación explicó el motivo de su presencia.
Debido a su colaboración con la doctora cuando ésta había realizado el examen post mórtem de los pobres niños… dedujo, al igual que ellos, que la colina era el lugar de… Había sondeado el terreno sin hallazgo alguno… Sería conveniente que los cuatro intercambiaran sus averiguaciones para llevar a ese demonio ante la justicia…
Adelia se alejó en dirección a Ulf, que estaba sacudiendo su gorra en la pierna para quitarle las gotas de lluvia. El chico señaló al recaudador de impuestos.
– No me gusta.
– A mí tampoco -admitió Adelia-. Pero a Salvaguarda parece agradarle.
Estaba contemplando cómo sir Rowley acariciaba la cabeza del perro. «Más tarde lo lamentará», pensó distraída la doctora.
Ulf gruñó, disgustado.
– ¿Creéis que el que hizo eso a las ovejas fue el mismo que mató a Harold y a los otros?
– Sí. El arma era similar.
– Me pregunto dónde ha estado asesinando todos estos años -repuso Ulf.
Era una pregunta inteligente. Hasta Adelia se la había formulado a sí misma. El recaudador de impuestos también debería habérselo preguntado. Y no lo había hecho.
«Porque lo sabe», pensó la doctora.
Mientras conducía el carro camino a la ciudad -se diría que eran buenos vendedores de medicinas después de un día dedicado a recolectar hierbas-, Simón de Nápoles expresó su satisfacción por haber unido fuerzas con sir Rowley Picot.
– Pese a su tamaño, posee una mente ágil como pocas. Está sumamente interesado en el significado que otorgamos a la aparición del cuerpo del pequeño Peter en el jardín de Chaim y, considerando que él tiene acceso a las cuentas del condado, ha prometido ayudarme a descubrir quién es el hombre que le debía dinero. Asimismo, investigará con Mansur los barcos de mercancías de Arabia para saber cuál de ellos trae jujubes.
– Por Dios -protestó Adelia-. ¿Le habéis contado todo?
– Casi todo. -Simón sonrió ante su exasperación-. Mi querida doctora, si es el asesino, ya lo sabe.
– Si es el asesino, sabe que lo estamos acorralando. Sabe lo suficiente como para querer que estemos lejos. Me aconsejó que regresara a Salerno.
– Sí, en efecto, está preocupado por vos. «No tiene sentido involucrar a una mujer. ¿Queréis que la asesinen en su cama?», me dijo. -Simón le guiñó un ojo; estaba de buen humor-. Me pregunto por qué a las personas siempre las asesinan en el lecho. Nunca a la hora del desayuno. O en el baño.
– Oh, basta. Yo no confío en ese hombre.
– Yo sí, y tengo bastante experiencia con los hombres.
– Me perturba.
– Y considerable experiencia con las mujeres, también. -Simón le hizo un guiño a Mansur-. Creo que a ella le gusta.
– ¿Os ha contado que fue cruzado? -preguntó Adelia furiosa.
– No. -Simón había girado la cabeza para mirarla y se había puesto serio-. No, no me lo ha dicho.
– Lo fue.
Capítulo 9
Era costumbre entre los habitantes de Cambridge que aquellos que habían participado en una peregrinación celebraran una fiesta a su regreso. Durante la travesía solían formarse alianzas, realizarse transacciones comerciales, concertarse arreglos matrimoniales o, simplemente, habían compartido santidad y exaltación. Sus mundos se habían ampliado y se recreaban intercambiando esas experiencias y reuniéndose una vez más para hablar de ellas y dar gracias por haber regresado sanos y salvos.
En esa ocasión le correspondía a la priora de Santa Radegunda ser la anfitriona. No obstante, dado que el suyo era aún un convento pequeño y pobre -situación que la priora Joan y el pequeño Peter se encargarían de modificar en breve-, el honor de celebrar el festejo en su nombre había recaído en su caballero y arrendatario, sir Joscelin de Grantchester, cuyos salones y posesiones eran considerablemente más grandes y opulentos que los de la priora, una anomalía frecuente en el caso de aquellos que a cambio de sus servicios recibían tierras de las congregaciones religiosas menos importantes.
Sir Joscelin tenía fama como anfitrión. Se decía que el año anterior, con motivo de un festejo en honor del abad de Ramsay, treinta vacas, sesenta cerdos, ciento cincuenta capones, trescientas alondras -utilizaron sus lenguas- y dos caballeros habían muerto por la causa; estos últimos en una refriega como divertimento para entretener al abad que superó deliciosamente esa expectativa.
Por todo ello, las invitaciones eran muy codiciadas. Quienes no habían formado parte de la peregrinación, pero tenían estrechos vínculos con los peregrinos -esposas que habían permanecido en casa, hijas, hijos, gente importante del condado, canónigos, monjas-, tomarían por un ultraje no ser incluidos. Y, puesto que había que invitarlos, los preparativos del banquete eran tantos que a los sirvientes apenas les quedaba un segundo para bendecir a la priora de Santa Radegunda y a su leal caballero, sir Joscelin.
No fue sino la mañana del día del festejo cuando un heraldo llegó con una invitación para los tres extranjeros de Jesus Lane. Vestido para la ocasión, provisto de un cuerno que debía hacer sonar, se ofendió cuando Gyltha le hizo pasar por la puerta trasera.
– No se puede usar la puerta delantera, Matt. El doctor está con sus pacientes.
– Es sólo un aviso, Gyltha. Mi señor envía sus invitaciones con un pregón.
Gyltha lo llevó a la cocina y le convidó a un vaso de cerveza casera. Quería saber qué estaba sucediendo.