Adelia y el doctor Mansur conversaban en la sala con el último paciente del día. Siempre dejaba a Wulf para el final.
– Wulf, no tenéis ninguna enfermedad: ahogos, malaria, tos, moquillo o lo que diablos sea, y sin duda no estáis amamantando.
– ¿Es lo que el doctor dice?
Adelia se dirigió cansinamente a Mansur.
– Decidle algo, doctor.
– Ese perro haragán merece una patada en el culo.
– El doctor os recomienda trabajar con entusiasmo al aire libre.
– ¿Y mi espalda?
– Vuestra espalda está sana.
Wulf era un extraño fenómeno. En una sociedad feudal donde todos -excepto la creciente clase mercantil- tenían que ganar su sustento trabajando para otros, él había escapado del vasallaje, huyendo probablemente de su señor y casándose con una lavandera de Cambridge dispuesta a trabajar por los dos. El hombre tenía, literalmente, miedo al trabajo. La sola idea lo enfermaba. Pero temeroso del desprecio de la sociedad -y no queriendo provocarse alguna dolencia- necesitaba que lo declararan enfermo.
Adelia le trataba con la misma amabilidad que al resto de sus pacientes. Se preguntaba si, post mórtem, no sería conveniente preservar su cerebro para enviarlo a Salerno. Quería constatar que no le faltaba ningún componente. De cualquier forma, se negaba a comprometer su deber como médico diagnosticando una afección que no existía y prescribiendo tratamientos para ella.
– ¿Y qué me decís de fingirse enfermo? Todavía tengo esa enfermedad, ¿verdad?
– Un caso difícil -repuso Adelia, y cerró la puerta tras él.
Todavía estaba lloviendo, y el frío y la humedad reinaban en toda la casa. Gyltha había manifestado su desacuerdo con la idea de encender el fuego desde finales de marzo hasta principios de noviembre, de modo que el único lugar abrigado era la cocina, apenas separada de la vivienda. Un sitio bullicioso, equipado con aparatos tan temibles que, de no ser por sus cautivantes aromas, podría haberse tomado por una sala de tortura.
Ese día exhibía un nuevo objeto: un tonel de madera similar al lessiveuse de las lavanderas. La mejor ropa interior de Adelia, de seda de color azafrán -desconocida en Inglaterra-, colgaba de una cuerda para que el vapor le alisara las arrugas. Si mal no recordaba, creía haberla guardado entre la ropa planchada de su alcoba.
– ¿Para qué es eso?
– Para vuestro baño -contestó Gyltha.
Adelia no se resistió. No se había vuelto a bañar desde que se había marchado de Salerno, y echaba de menos la piscina de teselas y agua caliente de la villa de sus padres adoptivos. Los romanos la habían construido hacía casi mil quinientos años. El cubo de agua que Matilda W. le llevaba al solar todas las mañanas no podía compararse. No obstante, todo estaba dispuesto con demasiada suntuosidad, por lo que preguntó:
– ¿Porqué?
– No voy a permitir que me hagáis quedar mal en la fiesta -explicó Gyltha.
Entonces le contó que había interrogado al mensajero y así había averiguado que, a petición del prior Geoffrey, sir Joscelin convidaba a su fiesta al doctor Mansur y a sus dos ayudantes, dado que, si bien no eran verdaderos peregrinos, se habían unido a ellos en el último tramo de su viaje de regreso.
Gyltha se lo había tomado como un desafío. La solemnidad de su expresión dejaba ver que estaba emocionada. Aliada con esos tres tipos extravagantes, quería demostrar, tanto por amor propio como para que su prestigio social estuviera a salvo, que eran unos dignos y elegantes señores ante la mirada escrutadora de los ilustres de la ciudad. Su escaso conocimiento acerca de las exigencias de tales ocasiones fue completado por Matilda B., cuya madre, sirvienta del castillo, solía ayudar junto con otras doncellas a acicalar a la esposa del alguacil cuando había festejos.
En su juventud, Adelia había dedicado demasiado tiempo al estudio despreciando las diversiones propias de las muchachas de su edad. Después, el trabajo ocupaba todo su tiempo. Como no pensaba casarse, sus padres adoptivos la habían dispensado de adquirir modales cortesanos. En consecuencia, estaba exiguamente preparada para asistir a los bailes que se celebraban en los palacios de Salerno, y cuando no le quedaba otra opción que ir, se pasaba la recepción detrás de una columna, resentida y avergonzada.
Habida cuenta de ello, la invitación despertó una antigua alarma. Instintivamente trató de buscar una excusa para no tener que asistir a la fiesta.
– Debo consultar a maese Simón.
Pero Simón estaba en el castillo, encerrado con los judíos, tratando de descubrir quién era el deudor que podía haber deseado la muerte de Chaim.
– Opinará que deben asistir -apuntó Gyltha.
Probablemente tenía razón. Allí estarían congregados muchos de los sospechosos, quizás soltaran la lengua después de haber bebido. Sería una oportunidad para descubrir qué sabían unos de otros.
– De todos modos, habrá que enviar a Ulf al castillo para preguntárselo.
A decir verdad, Adelia había descubierto que no le desagradaba tanto la idea de asistir a la fiesta. Sus días en Cambridge estaban cubiertos por la pátina de la muerte: los niños asesinados, algunos de sus pacientes. El pequeño con tos finalmente había contraído neumonía; el hombre con malaria había muerto, al igual que el que tenía una piedra en el riñon, y la mujer que había dado a luz había acudido a ella demasiado tarde. Los éxitos de Adelia -la amputación, la fiebre, la hernia- podían descontarse de sus fracasos.
Sería bueno, por una vez, ver cómo se divertían las personas saludables. Siempre podría permanecer, como era su costumbre, en segundo plano y pasar desapercibida. Después de todo, una fiesta en Cambridge no podía competir con la sofisticación de los ágapes de los palacios de la realeza y las dignidades de la Iglesia en Salerno. No debía dejarse acobardar por lo que, inevitablemente, sería una reunión bucólica. Y ansiaba bañarse. De haberlo creído posible lo habría pedido antes. Imaginó que preparar un baño era otra de las muchas cosas con las que Gyltha no se llevaba bien.
De todos modos, no tenía alternativa. Gyltha y las dos Matildas estaban decididas. Tenían poco tiempo. El festejo, que podía durar seis o siete horas, comenzaba a mediodía.
Adelia se desvistió y se sumergió en la tina. A continuación las criadas vertieron lejía y un puñado de preciados clavos de olor. La restregaron enérgicamente con piedra pómez y la sumergieron mientras su cabello se impregnaba de la mezcla antes de pasarle el cepillo y enjuagárselo con agua de lavanda.
La sacaron del agua, la envolvieron en una sábana y la introdujeron el cabello en el horno donde se cocinaba el pan.
Su cabello era decepcionante. Se habría esperado más de lo que había debajo del sombrero o la toca que siempre usaba. Lo llevaba cortado a la altura de los hombros.
– El color está bien -señaló Gyltha, algo reticente.
– Pero es demasiado corto -objetó Matilda B.-. Tendremos que usar redecilla.
– Las mallas son caras.
– Todavía no he decidido si iré -gritó Adelia desde el horno.
– Maldita seáis -le respondió Gyltha.
Finalmente, aún de rodillas delante del horno, Adelia le indicó a sus criadas dónde guardaba el monedero. Estaba repleto. Simón la había provisto con una letra de crédito de la casa Luccan -banqueros mercantiles con representantes en Inglaterra- y había retirado dinero suficiente para los dos.
– Si vais al mercado, es hora de que las tres tengáis nuevas túnicas. Compraos una pieza del mejor barragán.
Le avergonzaba permitirse esos lujos mientras las voluntariosas mujeres usaban ropas gastadas.
– Una pieza de lino servirá -sugirió Gyltha, lacónica y contenta.
Las criadas apartaron a Adelia del horno, le pusieron su ropa interior y la sentaron en un banco para cepillarle el cabello hasta que relució como el oro. Habían comprado una malla plateada con la que confeccionaron pequeñas redecillas que enroscaron a las trenzas, sujetas sobre las orejas. Todavía estaban trabajando en el peinado cuando llegó Simón. Al ver a Adelia, parpadeó.