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Adelia se disculpó por su negligencia al no mantenerlo informado; si habían podido avanzar tanto se lo debían a él, pero habían estado muy ocupados.

– Hemos avanzado y esperamos avanzar aún más esta noche -comentó Adelia-. Si lo deseáis, ¿podríamos ir a veros mañana para hablaros de nuestros descubrimientos? Querría preguntaros algunas cuestiones acerca de…

Pero el mismísimo recaudador de impuestos estaba allí, a escasos metros, mirándola por encima de la muchedumbre. Comenzó a abrirse paso entre un grupo de invitados en dirección a ella. Parecía más delgado.

– Señora Adelia -saludó sir Rowley con una reverencia. La doctora le respondió con una inclinación.

– ¿Maese Simón está con vos?

– Se ha demorado en el castillo -respondió el recaudador, con un guiño de complicidad-. Tuve que acompañar al alguacil y a su esposa hasta aquí y me vi obligado a dejarlo en medio de su tarea. Me rogó que os dijera que llegará más tarde. Diría que…

Imposible saber qué intentaba decir sir Rowley. Su frase fue interrumpida por el sonido de una trompeta. Los invitaban a pasar a comer.

El prior Geoffrey se unió a la procesión para llevar a Adelia hacia el salón. Mansur iba a su lado. Después tendrían que separarse. El prior iría hacia la mesa principal, que estaba en el centro, sobre una tarima; ella y Mansur ocuparían una posición más modesta. Adelia tenía curiosidad por saber qué ubicación le correspondería; la prioridad era una enorme preocupación tanto para los anfitriones como para los invitados. Había visto a su tía de Salerno al borde del colapso cuando debiendo sentar alrededor de su mesa a numerosos invitados ilustres tuvo que hacer mil combinaciones para que ninguno se sintiera mortalmente ofendido. En teoría, las reglas eran claras: la jerarquía de un príncipe y un arzobispo eran equivalentes; lo mismo ocurría con un obispo y un conde; un barón de un feudo precedía a un barón extranjero y así en orden descendente. Pero si un legado con el mismo rango que un barón pertenecía al papado, ¿dónde se sentaba? ¿Qué ocurría si el arzobispo había contrariado al príncipe, lo que era muy frecuente? O viceversa, lo que era aún más frecuente. Un insulto involuntario podía originar una enemistad entre señoríos. Y el culpable era siempre el pobre anfitrión.

El asunto preocupaba incluso a Gyltha -que se sentía indirectamente involucrada-, puesto que había sido invitada para preparar en las cocinas de Grantchester tentadores platos con anguilas que se servirían esa noche.

– Estaré observando. Si sir Joscelin les sienta mas allá del salero, no volverá a recibir de mí ni un solo barril de anguilas.

Al entrar en el salón, Adelia pudo distinguir la cabeza de Gyltha, que, oculta detrás de una puerta, la buscaba con ansiedad. El ambiente era tenso, los invitados se lanzaban miradas expectantes, mientras, impasible, el maestro de ceremonias de sir Joscelin les conducía hasta sus asientos. Los que luchaban por ascender en la sociedad -en especial aquellos cuya ambición les había proporcionado una posición, dejando atrás su humilde origen- eran tan sensibles como los encumbrados, o tal vez más.

Ulf ya había hecho una rápida inspección.

– Él aquí, y vos más allá -dijo señalando con el dedo en una y otra dirección-. Vos sentaos aquí -le indicó a Mansur con el tono aniñado, pausado y cauteloso con que siempre se dirigía a él.

Pronto comprobó con alivio, tanto por ella como por Gyltha, que sir Joscelin había sido considerado. También Mansur le estaba agradecido por semejante honor para con él, aunque contaba con la compañía de su daga -mucho más que un objeto decorativo-. No podía esperarse que lo sentaran en la mesa de las personas más ilustres, donde estaban los anfitriones, el prior y el alguacil, entre otros. Pero la larga tabla apoyada en caballetes que ocupaba toda la longitud del gran salón no quedaba muy lejos. Aquella encantadora monja, la que había permitido que Adelia mirara los huesos del pequeño Peter, estaba a su izquierda. Menos afortunado, Roger de Acton había sido ubicado enfrente.

El sitio del recaudador de impuestos había sido largamente meditado. En virtud de su ocupación no era un personaje muy estimado; no obstante, era un representante del rey y, en ese momento, la mano derecha del alguacil. El anfitrión había optado por lo más seguro. Sir Rowley Picot estaba junto a la esposa del alguacil, haciéndola reír.

Como era previsible -tratándose de una mujer que tan sólo ayudaba al doctor a preparar sus pociones y, por añadidura, extranjera-, Adelia se sentó frente a otra de las improvisadas mesas de un extremo del salón, destinada a los invitados de menor jerarquía. En todo caso, su puesto distaba varios asientos del ornamentado recipiente para la sal que marcaba el límite entre los invitados y los sirvientes, también presentes para dar cumplimiento a la orden de Cristo: alimentar a los pobres. Los que eran aún más pobres estaban agrupados en el patio, alrededor de un brasero, esperando las sobras. A la derecha de Adelia estaba Hugh, el cazador, tan inexpresivo como de costumbre, aunque la saludó con bastante cortesía. A la izquierda, un hombre pequeño y anciano que no conocía. Le desagradó que el hermano Gilbert ocupara un lugar frente a ella. Pero así fue.

Los comensales ya estaban congregados en torno a las mesas y los padres, con disimulo, daban bofetadas a sus hijos cuando trataban de partir un trozo de pan, porque mucho tenía que suceder antes de que pudieran poner algún otro alimento sobre éste. Sir Joscelin debía declarar su fidelidad a su señora, la priora Joan, lo que hizo con una rodilla en el suelo, y luego le entregó -a modo de simbólica renta- seis palomas blancas como la leche en una jaula dorada.

El prior Geoffrey debía bendecir la mesa. Las copas se alzarían para brindar en honor de Tomás de Canterbury y de su nuevo recluta para gloria de los mártires, el pequeño Peter de Trumpington, la raison d'être de ese festejo. «Una curiosa costumbre», pensó Adelia cuando se puso de pie para brindar por la salud de los muertos.

Entre los murmullos respetuosos se oyó un chillido discordante.

– El infiel insulta a nuestros santos. -Roger de Acton apuntaba con triunfal indignación a Mansur-. Brinda por ellos con agua.

Adelia cerró los ojos. «Dios, no permitáis que apuñale a ese cerdo».

Pero Mansur permaneció sereno, sorbiendo su agua. Sir Joscelin aplicó a Acton una reprimenda que oyeron todos los presentes.

– Por su fe, este caballero renuncia a beber alcohol, señor Roger. Si no sois capaz de tolerar bien la bebida, os sugiero que sigáis su ejemplo.

Bien hecho. Acton se hundió en su asiento. La opinión que Adelia tenía de su anfitrión mejoraba. Pero no debía dejarse cautivar por él. «Memento mori», se dijo. «Recuerda que vas a morir». Él podía ser el asesino; era un cruzado, como el recaudador de impuestos. Y como otro hombre que estaba en la mesa principal, sir Gervase, que había seguido cada uno de los pasos de Adelia desde que había entrado en el salón.

«¿Será él?».

Adelia tenía la certeza de que el asesino había participado en las cruzadas. No se trataba sólo de haber descubierto que el dulce era un jujube árabe, sino del tiempo transcurrido entre el ataque a las ovejas y la muerte de los niños: coincidía exactamente con el período en que Cambridge había recibido la convocatoria de Ultramar y había respondido enviando a sus hombres. El problema era que no habían sido pocos.

– ¿Que quiénes se fueron de la ciudad el año de la gran tormenta? -había repetido Gyltha ante la pregunta de Adelia-. Bueno, estaba la hija de Ma Mill, que, siguiendo con la tradición familiar, se hizo vendedora ambulante…

– Hombres, Gyltha, hombres.

– Oh, un montón de ellos. El abad de Ely ordenó que el país se uniera a la cruzada. -Cuando Gyltha decía «país» se refería al condado-. Debieron de ser cientos los que partieron junto a lord Fitzgilbert hacia Tierra Santa.