Le contó también que aquel había sido un mal año. La gran tormenta había arruinado las cosechas, las inundaciones arrasaron personas y viviendas, los pantanos quedaron anegados, incluso el sereno Cam creció furiosamente. Dios había demostrado su ira por los pecados de Canterbury. Sólo una cruzada contra sus enemigos podría aplacarla.
Lord Fitzgilbert, que buscaba en Siria terrenos con que sustituir los suyos, que habían quedado inundados, clavó un estandarte con la cruz en la plaza del mercado de Cambridge. Los jóvenes a quienes la tormenta había destruido sus medios de vida respondieron a su llamamiento, del mismo modo que los ambiciosos, los aventureros, los pretendientes rechazados y los casados con mujeres cargantes. Los tribunales ofrecieron a los delincuentes la opción de ir a la cárcel o unirse a la cruzada. Los pecadores que se confesaban ante los sacerdotes también eran absueltos si optaban por hacerse cruzados. Un pequeño ejército había abandonado la ciudad.
Lord Fitzgilbert había regresado en un ataúd y yacía en su propia capilla, debajo de una efigie de mármol que mostraba su imagen, con las piernas -vestidas con calzas- en cruz, como correspondía a un cruzado. Algunos murieron después de regresar, a causa de las enfermedades que habían contraído, y descansaban en tumbas más modestas, con una sencilla espada esculpida en la piedra. Otros no fueron más que un nombre entre los muchos que conformaban la lista de muertos que trajeron los supervivientes.
No faltaban los que habían optado por quedarse en Siria, donde encontraban posibilidades de llevar una vida más opulenta y menos húmeda, mientras otros regresaron a sus antiguas ocupaciones, de modo que -ése era el consejo de Gyltha- Adelia y Simón deberían observar atentamente a los comerciantes, algunos villanos, un herrero y el propio boticario que proveía de medicinas al doctor Mansur, por no mencionar al hermano Gilbert y al silencioso canónigo que había acompañado al prior Geoffrey en el camino.
– ¿El hermano Gilbert fue a la cruzada?
– Así es. También es sospechoso, no volvió rico como sir Joscelin y sir Gervase. Muchos pidieron dinero prestado a los judíos, pequeñas sumas, pero suficientemente importantes para ellos, y no pudieron pagar los intereses. No me extrañaría que el que gritaba exigiendo colgar a los judíos fuera el mismo demonio que mató a los pequeños. A muchos les gustaría ver a un judío colgado, y se dicen cristianos.
Abrumada por la magnitud del problema, en el rostro de Adelia se había dibujado una mueca de desaliento, pero el razonamiento del ama de llaves era incuestionable.
De modo que, en medio del festejo, mientras miraba a quienes la rodeaban, no debía adjudicar un significado siniestro a la evidente riqueza de sir Joscelin. El origen bien podía ser Siria, en lugar del judío Chaim. Sin duda, la propiedad de un sajón se había transformado en un edificio de piedra de considerable belleza. El enorme salón que cobijaba a los invitados tenía un techo de artesonado tan bueno como cualquiera que hubiera visto en Inglaterra. Desde la galería situada más allá de la tarima, los músicos tocaban la viola y la flauta con una destreza que superaba la de un aficionado. Los utensilios de hierro que habitualmente llevaban los invitados a una comida se habían vuelto innecesarios: cada comensal encontraba en la mesa un cuchillo y una cuchara. Los platos y los aguamaniles eran de plata exquisitamente labrada y las servilletas de damasco.
Adelia expresó su admiración ante los comensales. Hugh se limitó a asentir. El hombrecillo que estaba sentado a la izquierda intervino:
– Deberían haberlo visto en los antiguos tiempos, cuando pertenecía a sir Tibault, el padre de sir Joscelin: era un granero carcomido a punto de derrumbarse. Un viejo inmundo, el caballero. Dios lo tenga en su gloria, aunque murió a causa de la bebida. ¿No es así, Hugh?
– El hijo es diferente -gruñó Hugh.
– Así es, diferentes como el queso y la cal. Joscelin le ha dado vida a este lugar. Le ha dado buen destino a su oro.
– ¿Oro? -preguntó Adelia.
Al hombrecillo le entusiasmó su curiosidad.
– Eso me dijo. «Hay oro en Ultramar, señor Herbert. A montones». Veréis, soy su zapatero; un hombre no le mentiría a quien le hace las botas.
– ¿También sir Gervase regresó con oro?
– Una tonelada o más, cuentan, sólo que cuida mejor su dinero.
– ¿Consiguieron juntos el oro?
– No puedo responderos. Es probable. Difícilmente se les ve separados. Son como David y Jonathan.
Adelia echó un vistazo a la mesa de los ilustres, donde estaban David y Jonathan, bien parecidos, seguros, cómodos el uno con el otro, conversando por encima de la cabeza de la priora.
«¿Y si los asesinos fueran dos, que ambos estuvieran de acuerdo…?». No lo había pensado, pero debería haberlo hecho.
– ¿Están casados?
– Gervase tiene esposa, pobrecita, está postrada y babea. -El zapatero estaba feliz de demostrar su conocimiento sobre esos hombres insignes-. Sir Joscelin está negociando su matrimonio con la hija del barón de Peterborough. Será una buena pareja.
El estridente sonido del cuerno malogró la conversación. Los invitados tomaron asiento. La comida estaba en camino.
En la mesa de los ilustres, Rowley Picot entretenía a la esposa del alguacil y le rozaba la rodilla con la suya. También le hacía guiños a la monja joven sentada en la mesa de más abajo, para hacerla sonrojar, pero sobre todo sus ojos se dirigían a la pequeña doctora, sentada entre las personas de nivel inferior, las que trabajaban esforzadamente con sus manos. Tal y como iba ataviada, debía reconocer que estaba bastante bien. Su piel blanca y aterciopelada desaparecía en el corsé de color azafrán e invitaba a acariciarla. Involuntariamente movió la punta de los dedos. No era lo único digno de palpar, el cabello dorado sugería que también era rubio el que rodeaba…
Aquella maldita ramera -sir Rowley espantó su ensueño lujurioso- estaba descubriendo demasiadas cosas, y también maese Simón, y confiaban en que el maldito gigante árabe los protegería, un eunuco, por Dios.
«Demonios, hay más», pensó Adelia.
Por segunda vez, el cuerno anunció otra hilera de sirvientes que llegaban de la cocina, encabezados por el maestro de ceremonias. Nuevas bandejas, incluso más grandes, se apilaban como pequeñas montañas. Eran necesarios dos hombres para transportarlas. Los alegres convidados -aún más alegres al verlas- las recibían con expresiones de júbilo.
Los restos de la comida que se había servido en primer lugar fueron retirados y colocados en una carretilla para llevarlos afuera, donde hombres, mujeres y niños harapientos esperaban para lanzarse sobre ellos. Nuevos platos ocuparon su lugar.
– Et maintenant, milords, mesdames… -Por segunda vez, se oyó al jefe de cocina-. Venyson en furmety gely. Porcelle farce enforce. Pokokkye. Cranys. Venyson roste. Byttere truffée. Pulle end-re. Braun freyez avec graunt tartez. Leche Lumbarde. A soltelle.
Francés normando para denominar comida francesa.
– Habla en francés -explicó amablemente el señor Herbert, como si no lo hubiera dicho ya la primera vez-, sir Joscelin trajo a ese cocinero de Francia.
Adelia deseó que hubiera regresado a su país. No podía más. Se empezaba a sentir rara.
Se había negado a beber vino y había pedido agua hervida, una solicitud que sorprendió al sirviente que llenaba las copas de vino y que no había sido satisfecha.
Estaba sedienta, y el señor Herbert la había persuadido de que en lugar de vino o cerveza optara por una bebida inocua hecha con miel, de la que ya había vaciado varias copas.
Pero aún estaba sedienta. Hacía señas frenéticas a Ulf para que le trajera un poco de agua del aguamanil de Mansur, pero él no la veía.
Fue Simón de Nápoles quien respondió a sus señas. Acababa de entrar y estaba presentando sus disculpas a la priora Joan y a sir Joscelin por su demora.