«Ha descubierto algo», pensó Adelia, irguiéndose en la silla. Por su manera de andar podía deducir que el tiempo que había pasado en el castillo había rendido sus frutos. Lo observó mientras hablaba animadamente con el recaudador de impuestos en un extremo de la mesa de los ilustres; luego desapareció de su vista para tomar asiento un poco más adelante, en la misma mesa y en el mismo lado que ella.
En la mesa, pavos reales sacrificados una semana antes lucían su cola desplegada y carnadas de lechones crujientes exhibían lánguidos la manzana que tenían entre los dientes. El ojo de un avetoro asado -que sin duda conoció tiempos mejores entre los juncos de los pantanos a los que pertenecía- miraba acusadoramente a Adelia. En silencio se disculpó con éclass="underline" «Lamento que os hayan metido trufas por el culo».
Nuevamente vislumbró el rostro de Gyltha asomándose por la puerta de la cocina. Adelia volvió a enderezarse. «He dicho mucho a tu favor».
En su plato limpio apareció un guiso de venado y avena. Le echó gely de una salsera: grosellas, tal vez.
– Quiero una ensalada -rogó, desesperanzada.
Las palomas, símbolo de la renta de la priora, se habían escapado de la jaula y se habían unido a los gorriones en las vigas del techo, desde donde dejaban caer sus excrementos sobre las mesas.
El hermano Gilbert ignoraba a las monjas que tenía a cada lado. En cambio, miraba a Adelia.
– Deberíais avergonzaros de vuestro cabello, señora -le advirtió, inclinado hacia delante, desde el otro lado de la mesa.
– ¿Por qué? -preguntó Adelia, devolviéndole la mirada.
– Sería mejor que ocultarais vuestros bucles debajo de un velo, que vistierais ropas de luto y olvidarais vuestro aspecto exterior. Oh, hija de Eva, aceptad el atuendo de penitencia que corresponde a las mujeres por la ignominia de Eva, el odio que merecéis por haber causado la caída de la raza humana.
– No tiene la culpa -la defendió la monja que estaba a su izquierda-, la caída de la raza humana no es culpa suya. Tampoco mía.
Era una mujer enjuta, de mediana edad, que había estado bebiendo copiosamente, al igual que el hermano Gilbert. A Adelia le gustaba su aspecto.
El monje se dirigió a ella.
– Silencio, mujer. ¿Vais a discutir con el gran San Tertuliano? ¿Vos, que pertenecéis a una orden de costumbres disipadas?
– Sí -repuso la monja, con jactancia-. Tenemos un santo mejor que el vuestro. Tenemos al pequeño Peter. Lo mejor que vosotros tenéis es un dedo gordo del pie de Santa Eteldreda.
– Tenemos un fragmento de la Santísima Cruz -gritó el hermano Gilbert.
– ¿Quién no? -se mofó la monja sentada a la derecha.
El hermano Gilbert parecía haber descendido de su corcel al polvo y a la sangre del campo de batalla.
– El pequeño Peter se irá a la mierda cuando el archidiácono investigue vuestro convento, puerca. Y lo hará. Oh, yo sé lo que ocurre en Santa Radegunda: indisciplina, incumplimiento de los santos oficios, hombres en vuestras celdas, partidas de caza, travesías río arriba para aprovisionar a vuestras anacoretas. Oh, no lo creo. Lo sé.
– Sí, les llevamos provisiones -respondió la monja sentada a la derecha del hermano Gilbert, tan gordinflona como delgada era su compañera-. Y si luego visito a mi tía, ¿cuál es el problema?
Adelia volvió a escuchar la voz de Ulf cuando le hablaba de la hermana Gordi. Miró a la monja con los ojos entrecerrados.
– Os he visto -afirmó alegremente-. Os he visto impulsando vuestro bote río arriba.
– Apuesto a que no la habéis visto hacerlo de regreso. -El hermano Gilbert hervía de furia-. Pasan toda la noche fuera del convento. Su comportamiento es licencioso y concupiscente. En una orden decente habrían sido azotadas hasta que sus culos sangraran, pero ¿dónde está su priora? De caza.
Un hombre que odia; un hombre odioso. Y un cruzado. Adelia se inclinó sobre la mesa.
– ¿Os gustan los jujubes, hermano Gilbert?
– ¿Qué? ¿Qué? No, detesto los confites.
El monje no le prestó atención y siguió con sus denuncias sobre Santa Radegunda. Una voz serena y triste sonó a la derecha de Adelia.
– A nuestra Mary le gustaban los confites.
Las lágrimas rodaban penosamente por las vigorosas mejillas, de Hugh, el cazador, cayendo en su guiso.
– No lloréis -le suplicó Adelia-. No lloréis.
– Era su sobrina. La pequeña Mary fue asesinada. La hija de su hermana -le susurró a la doctora el zapatero sentado a su izquierda.
– Lo lamento -se compadeció Adelia tocando la mano del cazador-. De verdad lo lamento.
Unos ojos empañados por las lágrimas, infinitamente tristes, la miraron.
– Lo encontraré. Le destrozaré el hígado.
– Ambos lo encontraremos -aseguró Adelia. Le irritaba que la arenga del hermano Gilbert importunara un momento como ése-. No es San Tertuliano -corrigió adelantando el torso para clavarle al monje un dedo en el pecho.
– ¿Qué?
– Tertuliano. El que habéis citado cuando os referíais a Eva. No es un santo. ¿Creéis que era santo? Pues no lo era. Se apartó de la Iglesia. Era… -formuló cuidadosamente- heterodoxo. Eso era. Se unió a los montañistas. En consecuencia, nunca fue consagrado santo.
Las monjas se regocijaron.
– ¿No lo sabíais? -dijo la enjuta.
La respuesta del hermano Gilbert fue ahogada por un nuevo toque de trompeta y otra hilera de sirvientes que desfilaba a lo largo de la mesa ubicada sobre la tarima.
– Blaundersorye, curlews en miel, pertyche, eyround angels, petyperneux…
– ¿Qué es «petiperné»? -preguntó el cazador, todavía con lágrimas.
– Pequeños huevos revueltos -le respondió Adelia y comenzó a llorar sin poder controlarse.
La parte de su cerebro que no había perdido por completo la batalla con el aguamiel hizo que se pusiera de pie y llegara hasta una mesa lateral donde había una pequeña jarra de agua. Aferrada a ella se dirigió a la puerta, seguida de Salvaguarda.
El recaudador de impuestos la observó alejarse. Varios invitados ya estaban en el jardín. Los hombres miraban pensativos los troncos de los árboles, las mujeres se dispersaban para buscar un lugar tranquilo donde ponerse en cuclillas. Los más pudorosos formaban una inquieta fila para usar los bancos con agujeros para el trasero que sir Joscelin había instalado sobre el arroyo que corría hacia el Cam.
Bebiendo ávidamente de la jarra, Adelia salió a dar un paseo, pasó por los establos, y sintió el reconfortante olor de los caballos, atravesó oscuros corrales donde aves de rapiña encapuchadas soñaban con abalanzarse en picado y matar. Había luna. Había hierba, un huerto… El recaudador de impuestos la encontró dormida debajo de un manzano. Cuando estiró sus brazos hacia ella, la figura pequeña, oscura y hedionda que estaba a su lado levantó la cabeza, y otra, mucho más alta y con una daga en el cinto, surgió de las sombras. Sir Rowley les mostró a ambos sus manos vacías.
– ¿Creéis que sería capaz de hacerla daño?
Adelia abrió los ojos. Se incorporó, le dolía la cabeza.
– Tertuliano no es ningún santo, Picot -le dijo.
– Siempre lo dudé -comentó el recaudador, en cuclillas junto a ella. Se había dirigido a él como si fueran viejos amigos y eso le llenó de placer-. ¿Qué habéis estado bebiendo?
– Era amarillo -explicó Adelia, tratando de concentrarse.
– Aguamiel. Es necesario tener la fortaleza de un sajón para resistirla -indicó, y de un tirón la puso de pie-. Venid, os libraréis de ella bailando.
– No sé bailar. Vayamos a dar una patada al hermano Gilbert.
– Me estáis tentando, pero creo que es mejor que bailemos.
En el salón habían retirado las mesas. Los sobrios músicos de la galería se habían trasladado a la tarima, transformados en tres hombres fornidos y sudorosos: uno tocaba el tamboril y los otros dos eran violinistas; uno de ellos indicaba los pasos de baile con gritos que superaban los chillidos, las carcajadas, los pisotones y las vueltas en la pista de baile.