Sir Rowley y Gyltha condujeron apresuradamente a Adelia por las calles, en dirección al puente. Mansur y Salvaguarda los seguían. Ella continuaba protestando.
– No puede haber sido el asesino. Sólo ataca a los indefensos. Esto es diferente, es… -Hizo una pausa mientras trataba de definir qué era-. Es parte de los horrores de todos los días.
Para el funcionario que les había dado la noticia, los cuerpos que flotaban en su río eran algo común. Ella tampoco había dudado de que se hubiera ahogado; había examinado demasiados cuerpos llenos de agua en la mesa de mármol de la morgue de Salerno.
Las personas se ahogaban mientras se daban un baño; los marineros caían por la borda, muchos de ellos no sabían nadar y las olas descomunales les arrastraban mar adentro. Niños, hombres y mujeres se ahogaban en ríos, lagos, fuentes y charcas. La gente hacía apreciaciones erróneas, daba pasos imprudentes. Era una manera habitual de morir.
Percibió los resoplidos impacientes del recaudador de impuestos mientras avanzaban a toda velocidad.
– Nuestro hombre es un perro salvaje. Los perros salvajes saltan a la garganta cuando se sienten amenazados. Simón se había convertido en una amenaza.
– No era muy grande -señaló Gyltha-. Un hombrecillo agradable, pero para un perro salvaje no era más grande que un conejo.
No lo era. Excepto para ser asesinado. La mente de Adelia se resistía a aceptarlo. Ella y Simón habían llegado a Inglaterra para resolver un problema en el que estaba implicada la población de una pequeña ciudad de un país extranjero, no para estar en el mismo aprieto. Se había creído exenta de peligro en virtud de alguna dispensa especial concedida a los investigadores. Y sabía que Simón había pensado lo mismo.
Hizo un alto.
– ¿Hemos estado en peligro?
El recaudador de impuestos también se detuvo.
– Me complace comprobar que lo habéis entendido. ¿Pensabais que estaríais eximidos de él?
Nuevamente marchaban a toda velocidad. Sir Rowley y Gyltha hablaban por encima de la cabeza de Adelia.
– ¿Lo visteis partir, Gyltha?
– No, se asomó a la cocina para elogiar la comida y me dijo adiós. -La voz de Gyltha se quebró un instante-. El mismo caballero cortés de siempre.
– ¿Fue antes de que comenzara el baile?
Gyltha suspiró. Había pasado la noche atareada en la cocina de sir Joscelin.
– No me acuerdo. Es posible. Dijo que se dedicaría a estudiar un par de cuestiones antes de irse a dormir, eso recuerdo. Por eso se iba temprano.
– Dedicarse a estudiar.
– Sus propias palabras.
– Iba a examinar las cuentas.
Como de costumbre, el puente estaba lleno de gente. No era sencillo caminar alineados. Sir Rowley cogió a Adelia firmemente del brazo y avanzaron chocando con los transeúntes, en su mayoría funcionarios reales, luciendo los collares que indicaban su rango. Eran muchos, y todos igualmente apresurados. Adelia se preguntó vagamente para qué habían ido a Cambridge.
La pregunta y la respuesta siguieron rondando en su cabeza.
– ¿Dijo que volvería a casa caminando o en bote?
– Estaba ya muy oscuro y seguramente no eligió caminar. -Como la mayor parte de los habitantes de Cambridge, para Gyltha el bote era el único medio de transporte-. Tal vez alguien que salía en ese mismo momento se ofreció a dejarlo en casa.
– Me temo que es lo que sucedió.
– Oh, Dios, ayúdanos.
No, no. Simón no era incauto. No era un niño al que se tienta con jujubes.
Tontamente, como el hombre de ciudad que era, habría intentado caminar por la orilla del río. Habría resbalado en la oscuridad, un accidente, pensaba Adelia.
– ¿Quién más se marchó en ese momento? -preguntó Picot.
Pero Gyltha no lo sabía. De todos modos, ya habían llegado al castillo. Ese día no había judíos en el patio interior. En su lugar había más funcionarios, se veían por docenas, como una plaga de escarabajos.
El recaudador de impuestos informó a Gyltha.
– Funcionarios del rey. Han llegado para administrar justicia. Lleva días preparar a los jueces ambulantes. Es por aquí; lo llevaron a la capilla.
Así lo habían hecho, pero cuando llegaron, la capilla estaba vacía, salvo por el sacerdote del castillo, que recorría la nave agitando un incensario tratando de purificarla.
– ¿Sabíais que el cadáver era de un judío, sir Rowley? Qué cosa. Pensábamos que era cristiano, pero cuando nos dispusimos a amortajarlo… -El padre Alcuin cogió del brazo al recaudador de impuestos y se alejó con él para que las mujeres no oyeran-. Cuando lo desvestimos, fue evidente. Estaba circuncidado.
– ¿Qué habéis hecho con él?
– No podía estar aquí, por todos los cielos. Pedí que lo retiraran. Éste no es lugar para sepultarlo, por más que los judíos armen un escándalo. He pedido al prior que intervenga. Es un asunto que en realidad compete al obispo, pero el prior Geoffrey sabe cómo calmar a los israelitas.
El padre Alcuin vio a Mansur y palideció. -¿Por qué habéis traído a otro pagano a este lugar sagrado? Sacadlo fuera.
Sir Rowley advirtió la desesperación en el rostro de Adelia. Cogió al pequeño sacerdote de la pechera de su sotana y lo levantó varías pulgadas del suelo.
– ¿Adonde han llevado el cuerpo?
– No lo sé, soltadme, demonio. -Picot volvió a depositarlo en el suelo-. Ni me importa -añadió, desafiante. Luego el sacerdote volvió a balancear el incensario y desapareció en una nube de incienso y mal humor.
– No le tratan con respeto -protestó Adelia-. Oh, Picot, haced lo necesario para que sea sepultado como corresponde a un judío. A pesar de su apariencia de humanista cosmopolita, en el fondo Simón de Nápoles había sido un judío devoto. Su propia falta de observancia a los preceptos de la religión siempre le había preocupado. Para Adelia era terrible que su cuerpo fuera enterrado sin más, ignorando los ritos de su religión. Gyltha estaba de acuerdo.
– Eso no está bien -opinó Gyltha-. Lo dice la Biblia: «Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han colocado» [13]. -Blasfemias, tal vez, pero las palabras fueron pronunciadas con indignación y dolor.
– Señoras -intervino sir Rowley Picot-, aunque tenga que recurrir al Espíritu Santo, maese Simón será sepultado con la veneración que merece. -Salió y regresó al cabo de un momento-. Al parecer, los judíos ya se lo han llevado.
El recaudador partió hacia la torre de los judíos. Las mujeres lo siguieron; Adelia se aferró a la mano del ama de llaves.
El prior Geoffrey estaba en la puerta de la torre hablando con un hombre al que ella no conocía, aunque podía verse que era un rabino. Lo supo, no por los bucles o la barba sin recortar, ni por su ropa -tan raída como la del resto de los judíos-, sino por sus ojos. Eran los de un erudito, más severos que los del prior Geoffrey, si bien revelaban el mismo grado de conocimientos. Hombres con ojos como ésos habían conversado largamente sobre las leyes del judaismo con su padre adoptivo. Un estudioso del Talmud, pensó Adelia, y se sintió aliviada. Cuidaría del cuerpo de Simón como él habría deseado. Y dado que era algo prohibido, no permitiría que el cadáver fuera sometido a una autopsia, por más que sir Rowley insistiera. Un consuelo para Adelia.
El prior Geoffrey tomó las manos de la joven entre las suyas.
– Mi querida niña, qué golpe, qué golpe para todos nosotros. Para vos, la pérdida debe de ser incalculable. Dios lo tenga en su gloria. Cómo me agradaba ese hombre; la nuestra fue una relación breve, pero pude percibir la dulzura del alma de maese Simón y su muerte me causa un profundo dolor.
– Prior, debe ser sepultado de acuerdo con las leyes de su religión, lo que significa que debe hacerse hoy. Mantener el cuerpo insepulto durante más de veinticuatro horas sería una humillación.