– En cuanto a eso… -El prior Geoffrey estaba incómodo. Se dirigió al recaudador de impuestos, al igual que el rabino. Era un asunto de hombres-. Nos encontramos ante una situación nueva, sir Rowley, en verdad estoy sorprendido de que no haya sucedido antes, pero tal parece que, felizmente por supuesto, ninguno de los miembros de la comunidad del rabino Gotsce refugiada en el castillo ha muerto durante el año que han pasado encarcelados…
– No será por la comida -comentó el rabino Gotsce. Su voz era grave y su cara no mostraba indicios de que estuviera bromeando.
– En consecuencia -continuó el prior- y admito mi responsabilidad en esto, aún no se ha decidido…
– No hay cementerio para los judíos en el castillo -concluyó el rabino Gotsce.
El prior Geoffrey asintió.
– Me temo que el padre Alcuin sostiene que todo el predio del castillo es terreno cristiano.
Sir Rowley hizo una mueca.
– Tal vez esta noche podamos llevarlo a la ciudad a escondidas.
– Tampoco hay cementerio para los judíos en Cambridge -declaró el rabino Gotsce.
Todos lo miraron, excepto el prior Geoffrey, que parecía avergonzado.
– ¿Qué hicieron en el caso de Chaim y su esposa? -preguntó
Rowley.
– Están en un terreno sin santificar, con los suicidas. Cualquier otra cosa habría provocado un nuevo tumulto -explicó el prior.
La puerta abierta de la torre, frente a la cual estaban reunidos, dejaba ver el ajetreo que había en su interior. Mujeres con cuencos y lienzos colgados del brazo subían y bajaban la escalera circular mientras un grupo de hombres conversaba de pie en el vestíbulo. En medio de ellos Adelia vio a Yehuda Gabirol, que se mesaba los cabellos. Ella hizo lo mismo, porque a la confusa situación se añadía que alguien estaba sufriendo. La conversación del prior, el rabino y el recaudador de impuestos fue interrumpida una y otra vez por un sonido fuerte y profundo que salía de una de las ventanas más altas de la torre, una mezcla de gruñido y el soplido de un fuelle defectuoso. Los hombres lo ignoraron.
– ¿Qué es eso? -preguntó Adelia, pero nadie le prestó atención.
– ¿Dónde lleváis habitualmente a vuestros muertos? -quiso saber Rowley.
– A Londres. El rey fue tan considerado como para concedernos un cementerio junto al barrio judío. Siempre lo hacemos así.
– ¿Es el único?
– El único. Tanto si morimos en York, como en el límite con Escocia, en Devon o en Cornualles, debemos llevar el ataúd a Londres. Tenemos que pagar un arancel especial, por supuesto. Y contratar a perros para que ladren cuando pasamos por las ciudades. -El rabino sonrió sin regocijo-. Resulta caro.
– No lo sabía -repuso sir Rowley.
– ¿Por qué deberíais saberlo? -concedió amablemente el rabino.
– Estamos en un aprieto -señaló el prior Geoffrey-. El pobre hombre no puede ser enterrado en los terrenos del castillo y dudo que podamos eludir a la gente de la ciudad durante el tiempo necesario y con la suficiente seguridad como para llevarlo subrepticiamente a Londres.
¿A Londres? ¿Subrepticiamente? El malestar de Adelia se convirtió en una ira que difícilmente podía contener. Dio un paso adelante.
– Me perdonaréis, pero Simón de Nápoles no es un problema del que haya que deshacerse. Fue enviado a este lugar por el rey de Sicilia para rastrear a un asesino que se encuentra entre vosotros y si este hombre está en lo correcto -dijo señalando al recaudador de impuestos- murió por ese motivo. En nombre de Dios, lo mínimo que podéis hacer por él es sepultarlo respetuosamente.
– Tiene razón, prior -asintió Gyltha-. Era un buen hombre.
Las dos mujeres estaban avergonzando a los hombres. Desde la ventana se oyó otro gruñido que se transformó en un inconfundible grito femenino que produjo mayor bochorno.
El rabino Gotsce se sintió obligado a dar una explicación.
– La señora Dina.
– ¿El bebé? -preguntó Adelia.
– Un poco antes de tiempo -anunció el rabino-, pero las mujeres tienen esperanzas de que todo salga bien.
Adelia oyó las palabras de Gyltha.
– «Yahvéh me lo dio, Yahvéh me lo quitó» [14].
La doctora no preguntó si Dina estaba bien porque era evidente que no lo estaba. Encorvada, sintió que se liberaba de una parte de su disgusto. En un mundo perverso habría algo nuevo y bueno.
El rabino percibió lo que le sucedía.
– ¿Sois judía, señora?
– Fui criada por un judío. No soy más que una amiga de Simón.
– Él me lo dijo. Podéis estar tranquila, hija mía. Para todos los que formamos parte de esta pequeña y desventurada comunidad, el entierro de vuestro amigo es un deber sagrado. Ya hemos realizado el tahará, hemos lavado su cuerpo, lo hemos limpiado de pecado para que comience su viaje hacia la otra vida. Lo hemos vestido con los tajrijim, la sencilla mortaja blanca. Tal y como ha dispuesto el rabino Gamliel, gran sabio, ahora mismo se está fabricando un ataúd de madera de sauce para él. ¿Veis? Me he rasgado las vestiduras por él.
El rabino se había rasgado la pechera de su túnica -ya algo raída- en un gesto ritual de duelo. Adelia tendría que haberse dado cuenta de ello.
– Os estoy muy agradecida, rabino. Pero debo pediros algo más. Él no debe estar solo.
– No está solo. El viejo Benjamín es el shomer, vela por él y está recitando los salmos pertinentes. -Se detuvo y miró a su alrededor. El prior y el recaudador de impuestos estaban discutiendo acaloradamente, y prosiguió en voz queda-: En cuanto al entierro, somos personas flexibles, nos hemos visto obligados a serlo, y el Señor sabe que hay cosas imposibles para nosotros. Será clemente con lo que decidamos. -Su voz se convirtió casi en un susurro-. Hemos descubierto que los preceptos cristianos también son flexibles, especialmente cuando se trata de dinero. Estamos recolectando lo poco que tenemos para comprar una parcela de terreno en este castillo donde nuestro amigo pueda yacer dignamente.
Por primera vez en el día, Adelia sonrió.
– Poseo dinero en abundancia.
El rabino Gotsce retrocedió.
– Entonces, no es necesario preocuparse. -Y tomando la mano de Adelia pronunció la bendición prescrita para los que están de duelo-: «Bendito eres Tú, Señor, Dios Nuestro, Rey del universo, juez verdadero».
Durante un breve instante, Adelia se sintió embargada de una grata serenidad. Tal vez fuera la bendición; tal vez, la compañía de hombres de buena voluntad; tal vez, el alumbramiento del hijo de Dina.
Sin embargo, más allá de las ceremonias con las que fuera sepultado, Simón estaba muerto. El mundo había perdido a alguien muy valioso. Y habían apelado a Adelia para establecer si lo sucedido había sido un accidente o un asesinato. Nadie más que ella podía hacerlo.
La doctora aún se resistía a examinar el cuerpo de Simón. En parte, así lo entendía, por miedo a lo que pudiera decirle. Si la bestia que andaba suelta lo había matado, habría asestado una estocada mortal tanto a Simón, como a su decisión de continuar con la misión. Faltando éste, la responsabilidad era exclusivamente suya; sin él, Adelia no era más que un junco solitario, frágil y temeroso.
Pero el rabino, con quien sir Rowley había sostenido una discusión, no tenía intención de permitir que Adelia se acercara al cuerpo de Simón de Nápoles.
– No -refutaba-, de ningún modo, y mucho menos una mujer.
– Dux femina facti [15] -intervino el prior Geoffrey, con sentido práctico.
– Señor, el prior tiene razón -suplicó Rowley-. En lo que atañe a este asunto, quien dirige nuestra empresa es una mujer. Los muertos le hablan, le dicen la causa de su muerte, y, en consecuencia, podremos deducir quién la provocó. Se lo debemos al difunto, pero también, y en nombre de la justicia, para saber si el asesino de los niños también fue el suyo. Por Dios, él investigaba en bien de vuestro pueblo. Si fue asesinado, ¿no queréis que su muerte sea vengada?