– Exoriare aliquis nostris ex ossibus ultor [16]. -El prior seguía colaborando-. «Álzate de mis huesos, oh vengador, destinado a perseguir con el fuego».
El rabino hizo una reverencia.
– La justicia es buena, señor, pero hemos descubierto que sólo en el otro mundo podremos lograrla. Pedís que lo hagamos en nombre de Dios, pero ¿puede complacer al Señor que no respetemos sus leyes?
– Testarudo el pordiosero -advirtió Gyltha a Adelia, sacudiendo la cabeza.
– Como es característico en un judío.
Adelia solía preguntarse cómo habían sobrevivido esa raza y la religión frente a la hostilidad universal, un hecho para ella inexplicable.
Exilio, persecución, degradación, intentos de genocidio; todos los castigos infligidos al pueblo judío no habían logrado sino aferrarlos aún más tenazmente a sus creencias. Durante la primera cruzada, los ejércitos cristianos -henchidos de fervor religioso y alcohol- habían asumido el deber evangélico de convertir a los judíos con los que se encontraban dándoles la alternativa de ser bautizados o morir. La elección tuvo como resultado la muerte de cientos de judíos.
El rabino Gotsce era un hombre razonable, pero prefería morir en los escalones de su torre antes que violar uno de los principios de su fe permitiendo que una mujer tocara el cadáver de un hombre, más allá del beneficio que pudiera reportar.
Una muestra más de que en lo referente a la inferioridad del sexo femenino, las tres religiones coincidían. De hecho, los judíos devotos agradecían diariamente a Dios no haber nacido mujer.
Mientras la mente de Adelia se ocupaba con estos pensamientos, una enérgica discusión tenía lugar, sobresaliendo entre todas la voz de sir Rowley, que en ese momento se dirigía hacia ella.
– Esto es todo lo que he podido obtener: el prior y yo estamos autorizados para observar el cuerpo. Vos tendréis que permanecer fuera y decirnos qué debemos buscar.
Absurdo, pero nadie había sido excluido, tampoco ella. Con considerable esfuerzo, los judíos habían llevado el cadáver a la sala de lo alto de la torre, la única desocupada, la misma donde ella, Simón y Mansur habían conocido al viejo Benjamín y a Yehuda.
Aparentemente preocupado por la posibilidad de que la joven invadiera la sala, el rabino la conminó, en un exceso de celo profesional, a esperar en el rellano de la escalera, con Salvaguarda a su lado. Oyó que la puerta se abría. El canto del viejo Benjamín irrumpió brevemente en el hueco de la escalera antes de que la puerta volviera a cerrarse.
Picot tenía razón. Simón no debía ser enterrado sin haber sido escuchado. El espíritu de ese hombre vería como una gran profanación que nadie oyera lo que su cuerpo tenía que decir.
Adelia se sentó en un escalón de piedra y trató de serenarse mientras se concentraba en recordar cuáles eran los síntomas de la muerte por ahogamiento. No sería fácil. Sin la posibilidad de cortar una sección de pulmón para ver si estaba hinchado, si contenía lodo o algas, el diagnóstico dependería en buena medida de la exclusión de otras causas de muerte. De hecho, era improbable que hubiera algún signo que les indicara que había sido asesinado. Quizás podría determinar si estaba vivo cuando cayó al agua, pero aun así quedaría otra pregunta sin responder: ¿había caído o le habían empujado?
Oyó la salmodia del viejo Benjamín y el ruido sordo de las botas del recaudador de impuestos, que bajaba la escalera en dirección a ella.
– Tiene un aspecto sereno. ¿Qué hacemos?
– ¿Tiene espuma en la boca y en las fosas nasales?
– No. El cuerpo ha sido lavado.
– Presionad el pecho. Si sale espuma, secadla, y volved a presionar.
– No sé si el rabino me lo permitirá. Manos gentiles.
Adelia se puso de pie.
– No le preguntéis, sencillamente, hacedlo. -Nuevamente se había convertido en la doctora de los muertos. Rowley subió apresuradamente la escalera.
«No tendrás que temer del terror de la noche, ni de la flecha que vuela por el día» [17].
Adelia se apoyó en el triángulo de la saetera que tenía detrás, distraídamente acarició la cabeza de Salvaguarda y miró el conocido paisaje, el río, los árboles, y más allá, las colinas. Una poesía bucólica de Virgilio.
«Pero me aterroriza pensar en ese paisaje de noche», pensó.
Sir Rowley estaba nuevamente junto a ella.
– Espuma -dijo, secamente-. Las dos veces. Rosada.
Se había caído al agua vivo. Un indicio, pero no una prueba. Podría haber sufrido un paro cardíaco que hizo que se cayera al río.
– ¿Hay magulladuras?
– No veo ninguna. Tiene cortes entre los dedos. El viejo Benjamín dijo que encontraron tallos de plantas en ellos. ¿Eso significa algo?
Significaba que Simón estaba vivo cuando había caído al agua. En el terrible minuto -ése era el tiempo estimado- que tardó en morir había arrancado juncos y algas que quedaron dentro de sus manos cuando se cerraron en el espasmo fatal.
– Buscad moretones en la espalda, pero sin ponerlo boca abajo. Está prohibido.
En esta ocasión pudo oírse la discusión entre Rowley y el rabino. Las voces de ambos sonaban bruscas. El viejo Benjamín los ignoraba.
«Sobre los frescos pastos me lleva a descansar, y a las aguas tranquilas me conduce» [18].
Sir Rowley ganó. Regresó a donde estaba Adelia.
– Hay moretones aquí y aquí -señaló, posando su mano sobre un hombro e indicando con la otra una línea que atravesaba la parte superior de la espalda-. ¿Fue golpeado?
– No. Sucede a veces. El esfuerzo por volver a la superficie rompe los músculos que rodean los hombros y el cuello. Se ahogó, Picot. Es todo lo que puedo deciros. Simón se ahogó.
– Hay otro moretón muy distinto -añadió Rowley. Esta vez se llevó el brazo a la espalda y dibujó un círculo con los dedos, entre los omóplatos-. ¿Qué pudo haberlo causado? -Al ver que la doctora fruncía el ceño, escupió en el escalón donde estaba parado y se arrodilló para delinear un pequeño círculo mojado en la piedra-. Algo así. Redondo, distinto, como os dije. ¿Qué puede ser?
– No lo sé. -La exasperación se apoderó de ella. Con sus nimias leyes y el temor a la impureza innata de las mujeres, estaban erigiendo una barrera entre médico y paciente. Simón la llamaba y ellos no le permitían escucharlo-. Perdonadme -dijo.
La doctora subió las escaleras y entró en la sala. El cuerpo yacía de lado. En un instante salió fuera otra vez.
– Fue asesinado -le anunció a Rowley.
– ¿El mástil de una barca?
– Es probable.
– ¿Le hundieron con él?
– Sí.
Capítulo 11
La muralla era una fortificación desde la cual los arqueros podían repeler -como sucedió durante la guerra entre Esteban y Matilda- un ataque al castillo. Ese día estaba silenciosa y vacía, salvo por el centinela que hacía su ronda y la mujer -cubierta por una capa y con un perro a su lado- que estaba de pie junto a una de las almenas, a quien saludó sin obtener respuesta.
Era una hermosa tarde. La brisa del oeste, que había desplazado la lluvia hacia el este, arrastraba unas nubes que parecían lana de cordero por el impecable cielo azul; inflaba los techos de lona de los puestos del mercado; agitaba los gallardetes de los barcos amarrados junto al puente; mecía las ramas de los sauces en una danza armónica y formaba en el río brillantes olas irregulares, tornando más bello y vivido el paisaje que Adelia despreciaba. Parecía no verlo.
«¿Cómo habría podido hacerlo? ¿Cómo habría conseguido llevarlo hasta una posición que le permitiera empujarlo al agua?», se preguntaba. No habría requerido mucha fuerza para golpearlo con el mástil en la espalda. Habría descargado todo su peso sobre él de modo que no pudiera moverse. Un minuto o dos, quizás, mientras escarbaba como un escarabajo, y esa vida sensible y bondadosa se había extinguido.