Oh, Dios, ¿cómo había sucedido? Adelia imaginó oleadas de barro dificultando la visión de las algas que le rodeaban y le atrapaban, agónicas burbujas indicando los últimos rastros de respiración. Comenzó a respirar con dificultad, sintió el pánico de quien está tragando agua, pese a que inhalaba el aire limpio de Cambridge. «Basta. Esto no le ayudará», se conminó. ¿Qué podría ayudarle?
Sin duda, encontrar al asesino -que era también el asesino de los niños- y llevarlo ante un tribunal, pero cuánto más difícil sería lograrlo sin él. «Probablemente tengamos que hacerlo antes de que este asunto esté terminado, doctora. Pensar como él piensa».
Ella le había respondido: «Vos lo haréis, sois el clarividente». Supo entonces que debía tratar de adentrarse en una mente que veía la muerte como algo conveniente, y en el caso de los niños, placentero. Pero se sentía empequeñecida. La ira despertada por la tortura de los niños había sido la de un deus ex machina, que estaba allí para poner las cosas en orden. Ella y Simón se habían mantenido al margen, sin llegar a involucrarse; no eran su continuidad sino su conclusión. Pero su tácita intangibilidad -no estaba previsto que los dioses se conviertan en mortales- se había quebrado con la muerte de Simón, arrojando a Adelia al mismo saco que los habitantes de Cambridge, tan ignorantes e indefensos como minúsculas briznas, sacudidas por el viento, en manos del destino.
Ahora compartía el dolor de Agnes, sentada ante su choza; de Hugh, el cazador que se lamentaba por su sobrina; de Gyltha y de cualquier otro hombre o mujer que pudieran perder a un ser amado.
Sólo cuando oyó unos pasos conocidos que avanzaban hacia ella supo que los había estado esperando. Saber que el recaudador de impuestos era tan inocente de los crímenes como ella misma le había proporcionado una tabla de salvación a la que aferrarse. Y de no ser porque aquella revelación la desconcertaba, se habría alegrado de disculparse humildemente por sospechar de él.
Era preferible parecer una persona imperturbable, excepto con sus seres más cercanos. Adoptaba la actitud amable pero distante de quien había elegido su profesión respondiendo a la llamada del dios de la medicina. Era su coraza para desviar la impertinencia, el exceso de confianza y, en ocasiones, el descarado atrevimiento con que sus alumnos y sus primeros pacientes habían intentado tratarla. En efecto, Adelia se veía como un ser apartado de la humanidad, un fortín sereno y oculto con el que sus semejantes podían contar si era necesario, aunque nunca se dejara involucrar.
Pero ante el dueño de los pasos que se aproximaban Adelia había mostrado dolor y pánico, había pedido ayuda, rogado, se había apoyado en él, aun en medio de su sufrimiento había agradecido que estuviera junto a ella.
En consecuencia, el rostro con que Adelia miró a sir Rowley Picot estaba pálido.
– ¿Cuál ha sido el veredicto?
No había sido convocada para mostrar las pruebas al jurado que precipitadamente se había constituido para investigar la muerte de Simón. Sir Rowley había creído que revelar su condición de experta en la muerte no le beneficiaría ni a ella ni a la verdad.
«Sois mujer, y extranjera. Aun cuando os creyeran, sólo os granjearíais una mala reputación. Yo les mostraré la magulladura en la espalda y explicaré que él estaba investigando las finanzas del asesino de los niños, y que por ese motivo se convirtió en su víctima. Pero dudo que el funcionario a cargo de la investigación o el jurado, todos aldeanos, tengan la inteligencia necesaria para desenredar esa intrincada madeja con algún argumento creíble».
A juzgar por el aspecto de sir Rowley, no lo habían hecho.
– Muerte accidental por ahogamiento -anunció-. Me han tomado por loco. -El recaudador apoyó las manos en una almena y lanzó un exasperado suspiro hacia la ciudad, que se veía más abajo-. Todo lo que pude lograr es socavar apenas su convicción de que el hombre que mató al pequeño Peter y a los otros niños fue uno de los suyos y no un judío.
Durante un segundo algo se irguió en la turbulenta mente de Adelia, mostrando su horrenda dentadura; luego volvió a hundirse en ella, para ocultarse detrás del dolor, la desilusión y la ansiedad.
– ¿Y el entierro?
– Ah, venid conmigo -indicó Picot.
En un instante el servil Salvaguarda se irguió sobre sus patas como husos y salió trotando tras él. Adelia lo siguió más lentamente.
En el gran patio, la construcción progresaba. Los golpes insistentes y ensordecedores del martillo en la madera ahogaban el parloteo de los funcionarios. En un rincón se montaba un nuevo patíbulo con tres horcas que utilizarían los tribunales cuando los jueces ambulantes vaciaran las cárceles del condado y juzgaran los casos de las personas acusadas. Junto a las puertas del palacio se había instalado una larga mesa y un banco a los que se llegaba subiendo unos escalones -casi a la altura de la cuerda del cadalso- para que los jueces quedaran por encima de la multitud.
El estruendo se debilitó un poco cuando sir Rowley, seguido por Adelia y su perro, doblaron una esquina. Dieciséis años de paz con el rey de la Casa de Anjou habían permitido que los alguaciles de Cambridgeshire se construyeran una prolongación de sus aposentos, de modo que bajando unos peldaños se llegaba a un jardín rodeado de muros al que se accedía desde el exterior por un arco.
Dentro todo era silencio. Adelia podía oír las primeras abejas del verano volando de una flor a otra.
Un verdadero jardín inglés, un espacio concebido para el esparcimiento y el cultivo de plantas medicinales y no como un monumento. En esa época del año carecía de colores, excepto por las prímulas que crecían entre las piedras de los senderos y la mancha azulada de un parterre de violetas que se apiñaban siguiendo la parte baja de un muro. Se sentía la frescura del follaje y el olor a tierra.
– ¿Esto servirá? -preguntó sencillamente sir Rowley. Adelia lo miró, muda-. Es el jardín del alguacil y su esposa. Han accedido a que Simón sea sepultado aquí -explicó Picot con exagerada paciencia. Luego la cogió del brazo y la condujo hacia un sendero donde un cerezo silvestre desparramaba sus delicados capullos blancos sobre la descuidada hierba, salpicada de margaritas-. Éste es el lugar que hemos elegido.
Adelia cerró los ojos e inspiró profundamente.
– Quiero pagarles -dijo al cabo de un rato.
– De ninguna manera -se negó el recaudador, ofendido-. En realidad, no me he expresado bien al decir que es el jardín del alguacil, pues, en última instancia, es el jardín del rey. Él es el propietario de cada acre de tierra inglesa, excepto las que pertenecen a la Iglesia. Y como Enrique Plantagenet aprecia a sus judíos y yo soy su representante, sencillamente me limité a señalar al alguacil Baldwin que al ceder un espacio a los judíos se lo cedía al rey. Lo que también hará, de otra manera y en breve, porque Enrique tiene previsto visitar el castillo, otro factor que señalé a su señoría. -Sir Rowley hizo una pausa y frunció el ceño-. Tendré que presionar al rey para que en cada ciudad haya un cementerio judío. Es un escándalo que carezcan de ellos. No creo que esté al tanto.
Tal vez no fuera cuestión de dinero, pero Adelia sabía a quién debía pagar. Había tiempo para hacerlo, y adecuadamente.
La doctora flexionó su rodilla ante Rowley Picot en una profunda reverencia.
– Señor, estoy en deuda con vos. No sólo por esta muestra de amabilidad, sino por las injustas sospechas que albergué con respecto a vuestra persona. Lo siento profundamente.
Rowley la miró.
– ¿Qué sospechas?