Adelia hizo un gesto vago.
– Pensé que podíais ser el asesino.
– ¿Yo?
– Habéis ido a las cruzadas. Según creo, también él. Habéis estado en Cambridge en las fechas pertinentes y en Wandlebury Ring la noche en que fueron trasladados los cuerpos de los niños… -Por Dios, cada vez que exponía su teoría le parecía más razonable. ¿Por qué debía disculparse?-. ¿Qué otra cosa cabía pensar? -preguntó.
Parecía estar petrificado. Sus ojos azules la miraban y la señalaba con el dedo, incrédulo. Luego se señaló a sí mismo.
– ¿Yo?
Adelia se impacientó.
– Veo que era una sospecha vil.
– Condenadamente vil -insistió sir Rowley, tan enérgicamente que espantó a un petirrojo que emprendió el vuelo-. Señora, debo haceros saber que me gustan los niños. Sospecho que soy padre de algunos, aun cuando no puedo reivindicar mi paternidad. He estado buscando a ese bastardo, os lo dije.
– El asesino también podía haberlo dicho. No explicasteis por qué.
Picot lo pensó un instante.
– ¿No lo hice? En rigor, sólo me importa a mí, aunque dadas las circunstancias… Esto será una confidencia, señora -declaró mirando a Adelia.
– Guardaré el secreto.
A pocos pasos de donde estaban había un bancal de hierba. Tiernas hojas de lúpulo formaban un tapiz contra los ladrillos del muro. Rowley lo señaló y se sentó junto a Adelia, con las manos enlazadas sobre las rodillas.
– Para empezar, debo deciros que soy un hombre afortunado. -Había sido afortunado por tener un padre que hacía monturas y arneses para el señor de Aston en Hertfordshire y se encargó de que tuviera educación; por tener una figura y una fortaleza que llamaban la atención; por tener un cerebro ávido de conocimientos…-. También deberíais saber que mi destreza matemática es sobresaliente, al igual que mi dominio de lenguas…
Nada tímido para hablar con franqueza, pensó Adelia, divertida. Era algo que solía decir Gyltha.
Las habilidades del joven Rowley Picot habían sido advertidas tempranamente por el amo de su padre, que lo envió a la escuela pitagórica de Cambridge, donde estudió las ciencias de los griegos y los árabes y donde, a su vez, fue recomendado por sus tutores a Geoffrey de Luci, canciller de Enrique II, quien le dio trabajo.
– ¿Como recaudador de impuestos? -preguntó Adelia con inocencia.
– En principio, como funcionario del alto tribunal encargado de las causas de derecho privado -explicó sir Rowley-. Finalmente, llegué a trabajar para el propio rey, por supuesto.
– Por supuesto.
– ¿Puedo continuar con el relato -quiso saber Picot- o preferís que hablemos del clima?
– Os ruego que continuéis, señor. Estoy verdaderamente interesada -pidió Adelia, recapacitando.
¿Por qué se burlaba de él precisamente ese día? Él, que lograba con sus hechos y palabras hacer su sufrimiento más llevadero. «Oh, por Dios», pensó, horrorizada. El hombre le resultaba atractivo.
La revelación surgió como un ataque, como si hubiera estado acechando en algún lugar estrecho y secreto dentro de ella y súbitamente hubiera crecido demasiado para seguir pasando inadvertido.
¿Atractivo? Con sólo pensarlo las piernas le flaqueaban, su mente sentía una especie de embriaguez, y también algo parecido a la incredulidad ante lo inverosímil y el reproche ante un descubrímiento tan inoportuno.
«Es un hombre demasiado liviano para mí», se decía Adelia. «No por su peso, ciertamente, sino por su frivolidad. Un trastorno, una locura causada por un jardín en verano y su imprevista amabilidad. O se debe a que en este momento estoy desolada. Pasará. Tiene que pasar».
Sir Rowley hablaba animadamente sobre Enrique II.
– Soy el hombre del rey en todo. Hoy soy su recaudador de impuestos. El día de mañana estaré a su disposición para lo que él decida. ¿Quién era Simón de Nápoles? ¿Qué hacía?
– Era… -Adelia trataba de ordenar sus ideas-. ¿Simón? Bueno… entre otras cosas, trabajaba secretamente para el rey de Sicilia. -La doctora trató de dominar sus manos; él no debía notar que le temblaban. Se concentró-. Alguna vez me confesó que era semejante a un doctor de lo incorpóreo, como una persona que enmendaba situaciones desafortunadas.
– Un hombre encargado de darles solución. «No os preocupéis, Simón de Nápoles se ocupará de esto».
– Sí, supongo que eso era.
El hombre que estaba a su lado asintió, y como ella sentía un feroz interés en saber quién era, y todo lo concerniente a él, comprendió que también era un hombre encargado de dar soluciones y que el rey de Inglaterra habría dicho en angevino: «Ne vous en faites pas, Picot va tout arranger».
– Es extraño, ¿verdad? -sugirió sir Rowley-, que la historia comience con un niño muerto.
Un niño de sangre real, heredero del trono de Inglaterra y del imperio que su padre había construido para él. Guillermo Plantagenet, hijo del rey Enrique II y de la reina Leonor de Aquitania, nacido en 1153. Muerto en 1156.
– Enrique no cree en las cruzadas: «Daos la vuelta y mientras estéis lejos algún bastardo os robará el trono». -Rowley sonrió-. Sin embargo, Leonor sí cree en ellas y participó en una cruzada con su primer esposo.
Su viaje había generado una leyenda que aún se cantaba en toda la cristiandad -si bien no en las iglesias- y que trajo a la mente de Adelia imágenes de una amazona con los pechos desnudos, avanzando por las arenas del desierto, refulgente y maliciosa, mientras arrastraba a Luis, el pobre y piadoso rey de Francia tras ella.
– A pesar de ser muy pequeño, Guillermo era muy decidido y había jurado que iría a las cruzadas cuando creciera. Incluso Leonor y Enrique habían fabricado una pequeña espada para él, y después de la muerte de su hijo ella quiso que fuera llevada a Tierra Santa.
Sí, pensó Adelia, conmovida. Había visto muchos casos así de paso por Salerno: un padre que llevaba la espada de su hijo, o viceversa, camino a Jerusalén -una cruzada en nombre de otro- como resultado de una penitencia o para cumplir un juramento propio o una promesa que sus muertos no pudieron satisfacer.
Tal vez uno o dos días antes no se habría conmovido tanto, pero la muerte de Simón y esa nueva e imprevista atracción parecían haberla sensibilizado frente al doloroso amor de toda la humanidad. Qué lamentable.
– Durante mucho tiempo el rey se negó a enviar a alguien. Sostenía que Dios no le negaría el Paraíso a un niño de tres años por no haber cumplido un juramento. Pero la reina no le daba tregua y en consecuencia, hace unos siete años, eligió a Guiscard de Saumur, uno de sus tíos de la Casa de Anjou, para llevar la espada a Jerusalén. -Rowley volvió a sonreír para sus adentros-. Enrique siempre actúa con conocimiento de causa. Lord Guiscard era el candidato idóneo: fuerte, emprendedor y conocedor de Oriente, pero de mal carácter como todos los Anjou. Una disputa con uno de sus vasallos amenazaba la paz en Anjou, por lo que el rey pensó que si Guiscard estaba ausente durante un tiempo las cosas se calmarían. Un guardia montado lo acompañaría. Enrique pensaba también que debía enviar a uno de sus hombres con Guiscard, un hombre astuto, con habilidades diplomáticas, o, como él mismo declaró: «Alguien lo suficientemente fuerte para mantener al cabrón lejos de los problemas».
– ¿Vos? -preguntó Adelia.
– Yo -asintió Rowley-. Al mismo tiempo, Enrique me nombró caballero porque sería el encargado de transportar la espada. La propia Leonor la sujetó con una correa a mi espalda y desde ese día hasta que la dejé nuevamente en la tumba del pequeño Guillermo, nunca me aparté de ella. Por la noche, cuando me la quitaba, dormía con ella al lado. Y así, partimos hacia Jerusalén. -El nombre de esa ciudad se apoderó del jardín y de ellos dos, invadiendo el aire con la adoración y la agonía de tres religiones que mantenían una relación hostil, como astros que emiten su propia vibración mientras se precipitan hacia el choque-. Jerusalén -volvió a decir Rowley y citó a la reina de Saba-: «Yo no creía en ello hasta que he venido y lo han visto mis ojos. En realidad, no se me dijo ni la mitad» [19].