Le oyó pedir cerveza.
Picot regresó con jarras en ambas manos y le ofreció una.
– La confesión da sed -señaló.
¿Era así? Adelia tomó la jarra y bebió de ella, incapaz de apartar los ojos del hombre. Intuía con espantosa claridad que, cualquiera que fuera el pecado que tuviera que confesar, lo absolvería.
Rowley estaba de pie, mirando a la doctora.
– Llevé a la espalda la espada de Guillermo Plantagenet durante cuatro años. Durante las batallas, la colocaba bajo mi cota de malla para que no se dañara. Me dejó una marca tan profunda en la piel que todavía conservo una cicatriz con forma de cruz, semejante a la del asno que llevó a Jesús a Jerusalén. La única cicatriz de la que estoy orgulloso. -Rowley entornó los ojos-. ¿Queréis verla?
Adelia le sonrió.
– Tal vez en otro momento.
La doctora se reprochó ser una mujer fácil, seducida hasta el enamoramiento por el relato de un soldado. Ultramar, valentía, cruzadas, una fantasía romántica. Debía recuperar la compostura.
– Muy bien, en otro momento -concedió Rowley. Bebió de su cerveza y se sentó-. ¿Dónde estaba? Oh, sí. En ese momento íbamos hacia Alejandría. Debíamos evitar que Nur al Din construyera sus embarcaciones en los puertos de la costa de Egipto. Los sarracenos no habían comenzado la guerra naval, pero lo harían algún día. Y como dice el proverbio árabe, es mejor oír las flatulencias de los camellos que los rezos de los hombres. De modo que allí estábamos, luchando en medio del Sinaí. Arena, calor y el viento que los musulmanes denominan jamsin azotaban nuestros ojos. Arqueros escitas a caballo atacaban desde todos los ángulos. Malditos centauros, las flechas caían sobre nosotros como una plaga de langostas. Hombres y caballos terminaban como erizos. La sed. Y en medio de todo aquello, Guiscard enfermó gravemente. En toda su vida apenas si había enfermado y de pronto se sintió aterrorizado por la idea de su finitud. No quería morir en tierra extranjera. «Llevadme a casa. Prometedme que me llevaréis hasta Anjou», imploró. Se lo prometí.
En nombre de su amo enfermo, Rowley había tenido que rogar de rodillas al rey de Jerusalén que le concediera autorización para regresar a Francia.
– A decir verdad, me alegré. Estaba hastiado de tanta muerte. Me preguntaba constantemente si Jesucristo había venido a la tierra para eso. Y la idea del niño que en la tumba esperaba su espada empezaba a quitarme el sueño. Aun así… -Sir Rowley terminó su cerveza y luego meneó la cabeza, cansado-. Aun así, al decir adiós me sentí culpable, un traidor. Os lo juro, jamás habría partido antes de ganar la guerra si Guiscard no me hubiera elegido para llevarlo de vuelta a casa.
No, pensó Adelia. No lo habría hecho. Pero ¿por qué se disculpaba? Estaba vivo, y también los hombres a los que habría podido matar si hubiera permanecido allí. ¿Por qué le avergonzaba más haber abandonado una guerra como aquélla que haberla continuado? Tal vez fuera la bestia que habita en todos los hombres, y por todos los cielos, se dijo. «Mi emoción se debe sin duda a la mala bestia que hay en mí».
– Comencé a organizar el viaje de regreso. Sabía que no sería fácil. Estábamos en medio del Desierto Blanco, en un lugar llamado Bahariya, un asentamiento grande por ser un oasis, pero me sorprendería que Dios alguna vez hubiera oído hablar de él. Intenté volver hacia el oeste, para dar con el Nilo y navegar en dirección a Alejandría, que todavía no había caído en manos enemigas. Desde allí podríamos cruzar a Italia. Pero además de la caballería escita, de los asesinos escondidos detrás de cada maldito arbusto y los pozos envenenados, estaban nuestros propios bandoleros cristianos en busca del botín, y a lo largo de los años Guiscard había adquirido tantas reliquias, joyas y sedas que nos veíamos obligados a viajar con una caravana de mulas de dos yardas de largo, que no hacía más que incitar al saqueo. Por eso llevábamos rehenes.
Adelia sacudió la jarra.
– ¿Rehenes?
– Por supuesto. -Rowley estaba irritado-. Allí es algo normal. Como comprenderéis, no buscábamos exigir un rescate, como se hace en Occidente. En Ultramar, los rehenes son un resguardo. Eran una garantía, un contrato, una forma viviente de buena voluntad, una promesa de que el acuerdo sería respetado; formaban parte del intercambio diplomático y cultural entre razas. Princesas de los francos, de sólo cuatro años de edad, eran retenidas para garantizar una alianza entre sus padres, cristianos, y los captores moros. Los hijos de grandes sultanes vivían en los hogares de los francos, en ocasiones durante años, como garantía de que la conducta de su familia sería la correcta. Los rehenes evitan derramar sangre. Son un buen recurso. Es como estar en una ciudad sitiada y tratar de llegar a un acuerdo con quienes imponen el sitio. Se necesitan rehenes para garantizar que los bastardos no entren en la ciudad violando y matando, y que aquellos que se rinden no adopten represalias. En el caso de que alguien deba pagar un rescate y no reúna inmediatamente la suma exigida, tiene la posibilidad de ofrecer rehenes como garantía por la parte que adeuda. Los rehenes se utilizan para casi todo. Cuando el emperador Nicéforo quiso que un poeta árabe fuera a su corte, entregó rehenes al califa Harun al Rashid, a cuyo servicio estaba el poeta, como garantía de que el hombre sería reintegrado al califa según lo pactado. Es algo semejante a empeñar bienes.
Adelia meneaba la cabeza, asombrada.
– ¿Y funciona?
– A la perfección. -Rowley meditó sobre lo que había dicho-. Bueno, casi siempre. Nunca advertí que un rehén saliera mal parado, aunque me han contado que los primeros cruzados fueron bastante rudos. -Picot estaba ansioso por tranquilizar a Adelia-. Es un método excelente. Preserva la paz, facilita el entendimiento entre bandos. Sin ir más lejos, esos baños moriscos… Nosotros, hombres de Occidente, jamás habríamos sabido de ellos si algún rehén de noble cuna no hubiera exigido a su regreso que los instalaran.
Adelia se preguntaba cómo funcionaba esa reciprocidad. ¿Qué enseñaban a cambio los caballeros europeos -de cuya higiene no tenía un alto concepto- a sus captores?
Se estaba desviando del tema central. El relato era minucioso. Rowley no quería que terminara, y ella tampoco, parecía terrible.
– De modo que tomé rehenes. -Adelia observó los dedos crispados de sir Rowley, aferrados a la túnica-. Había enviado un emisario a Al Hakim Biamrallah de Farafra, el hombre que tenía bajo su control la mayor parte de la ruta que debíamos recorrer. Hakim era fatimí, pertenecía a la rama chií del islam. Sus hombres se estaban pasando a nuestro lado, en contra de Nur al Din, que no era fatimí. -La miró por encima del hombro-. Os advertí que era complicado. El emisario había llevado obsequios y había pedido rehenes para garantizar la seguridad de Guiscard, sus hombres y sus bestias de carga en su recorrido hacia el Nilo. Allí íbamos a liberarlos. Los hombres de Hakim recogerían a los rehenes en ese lugar.
– Entiendo -asintió Adelia, muy suavemente.
– Un viejo zorro astuto, Hakim. -Lo dijo con admiración; era el reconocimiento de un zorro a otro-. Pese a su larguísima barba blanca, tenía esposas a montones. Ya nos habíamos encontrado varias veces, habíamos cazado juntos. Me gustaba.
Adelia seguía mirando las manos de Rowley, que asían la túnica como un halcón la muñeca de su amo. Le gustaban esas manos.
– ¿Y él aceptó?
– Oh, sí. Aceptó. El emisario regresó sin los obsequios y con los rehenes. Eran dos muchachos. Ubayd, el sobrino de Hakim, y Jaafar, uno de sus hijos. Ubayd tenía alrededor de doce años. Jaafar… Jaafar tenía ocho, era el favorito de su padre. -El recaudador de impuestos hizo una pausa y continuó, abstraído-. Chicos agradables, bien educados, como todos los niños sarracenos. Les entusiasmaba ser rehenes en nombre de su tío y de su padre. Se sentían importantes. Para ellos era una aventura. -Las grandes manos se curvaron, mostrando los huesos de los nudillos-. Una aventura -repitió.