– ¿Dijeron su nombre?
– Lo llamaban Rakshasa. Es el nombre de un demonio. Los moros asustan a los niños con él. Según me contó Hakim, los rakshasi venían del Lejano Oriente, India supongo. Los hindúes los lanzaron sobre los musulmanes en una antigua batalla. Asumen distintas apariencias y atacan a las personas durante la noche.
Adelia se inclinó hacia atrás y cogió un tallo de lavanda. Lo frotó entre sus dedos y miró el jardín que la rodeaba tratando de fundirse con el verdor inglés.
– Es inteligente -admitió el recaudador de impuestos, y luego se corrigió-. En realidad, más que inteligencia, tiene instinto, puede oler el peligro en el aire, como una rata. Sabía que lo estábamos buscando, sé que lo sabía. Estábamos seguros de que se dirigía hacia la parte alta del Nilo y lo hubiéramos atrapado, Hakim había dado aviso a las tribus fatimíes, si no hubiese virado hacia el noreste, de regreso a Palestina.
Recuperaron su rastro en Gaza, donde descubrieron que había zarpado del puerto de Teda en un barco con destino a Chipre.
– ¿Cómo? -preguntó Adelia-. ¿Cómo encontraron el rastro?
– Las joyas. Se había llevado la mayor parte de las joyas de Guiscard. Se vio obligado a venderlas una por una para mantenerse lejos de nosotros. Cada vez que lo hacía, las tribus de Hakim nos daban aviso. También nos habían dado su descripción, un hombre alto, casi tanto como yo. -En Gaza, sir Rowley perdió a sus compañeros-. De Vries quiso quedarse en Tierra Santa. Jaafar había sido mi rehén, él no había tomado la decisión que había provocado su muerte y no tenía por qué sentirse obligado a continuar. En cuanto a Hakim… un buen hombre. Quiso acompañarme, pero le dije que era ya anciano y que de todos modos no podría pasar desapercibido en la Chipre cristiana, sería como una hurí entre un grupo de monjes. Bueno, no se lo dije así, aunque ésa era la idea. Me arrodillé ante él y juré por mi Señor, por la Trinidad y por la Virgen María que perseguiría a Rakshasa hasta la tumba si fuera necesario, le cortaría la cabeza a ese bastardo y se la enviaría. Y con la ayuda de Dios, eso haré.
El recaudador de impuestos se dejó caer de rodillas, se quitó el sombrero y se santiguó.
Adelia estaba sentada, paralizada, confundida por la repulsión y el enorme consuelo que encontraba en ese hombre. Algo de la soledad a la que había sido arrojada por la muerte de Simón había desaparecido. Pero él no era otro Simón. Se había mantenido fiel a su promesa, tal vez se había apoyado en ella al interrogar a los asaltantes. «Interrogar» era sin duda un eufemismo para referirse a la tortura hasta la muerte, algo que Simón no habría deseado ni hubiera podido hacer. Por Jesús -cuyo atributo era la misericordia-, ese hombre había jurado venganza y rogaba por ella en ese momento.
Pero cuando Adelia cubrió su mano crispada, las lágrimas de sir Rowley humedecieron sus dedos y, por un momento, alguien que -como su difunto amigo- podía sufrir por un niño de otra raza y religión había llenado el espacio que Simón dejara vacío.
Adelia recuperó la compostura. El recaudador se levantó, seguiría el relato deambulando por el jardín.
Del mismo modo que sir Rowley la había transportado a través de las tierras desiertas de Ultramar, estaba dispuesta a acompañarla mientras, cargando las reliquias del muerto, refería su persecución de Rakshasa por Europa.
De Gaza a Chipre. De Chipre a Rodas; había zarpado en el barco siguiente, pero una tormenta separó al cazador de su presa y Rowley no volvió a encontrar rastros de él hasta Creta. De allí a Siracusa, y siguiendo la costa de Apulia, a Salerno…
– ¿Vivíais entonces allí? -preguntó Rowley.
– Sí, allí estaba.
A Nápoles, a Marsella, y por tierra a través de Francia.
Ningún hombre había hecho una travesía tan curiosa en un país cristiano, le dijo, porque los cristianos no tuvieron un papel importante. Quienes lo ayudaron fueron los despreciados: árabes y judíos, orfebres, fabricantes de baratijas, prestamistas y dueños de tiendas de empeño, gente que trabajaba en recónditos callejones donde hombres y mujeres cristianos enviaban a sus sirvientes con objetos para reparar. Moradores de los guetos, la clase de personas a quien un asesino perseguido y desesperado, con una joya para vender, estaba obligado a acudir para conseguir dinero.
– No era la Francia que conocía, era como estar en un país completamente distinto. Me sentía como un ciego a merced de que ellos me indicaran el rumbo. «¿Por qué perseguís a ese hombre?», me preguntaban. Y yo les respondía: «Mató a un niño». Eso bastaba. Sí, el primo, la tía, la cuñada o el hijo habían oído que en el pueblo vecino un extranjero tenía una chuchería para vender, y a un precio irrisorio porque debía venderlo rápido. -Rowley hizo una pausa-. ¿Os habéis dado cuenta de que todos, los judíos y árabes de la cristiandad parecen conocerse entre sí?
– Es preciso que así sea -confirmó Adelia. Rowley se encogió de hombros.
– De cualquier modo, nunca permanecía en un lugar el tiempo suficiente para alcanzarlo. Cuando llegaba al pueblo vecino, había escapado hacia el norte. Siempre hacia el norte. Sabía que se dirigía a algún lugar en particular. -Había otras escalas horrendas en el camino-. Había cometido otro crimen en Rodas antes de que yo llegara. Una niña cristiana fue encontrada en una viña. Toda la isla estaba enfervorizada.
En Marsella causó otra muerte; aquella vez la víctima había sido un niño mendigo secuestrado junto al camino. Su cadáver apareció tan mutilado que incluso las autoridades, que no solían preocuparse por el destino de los vagabundos, habían ofrecido una recompensa a quien encontrara al asesino.
En Montpellier, otro niño, de sólo cuatro años.
– «Por sus frutos los conoceréis», dice la Biblia. Yo lo conocía. Él iba sembrando mi mapa de cuerpos de niños, como si no pudiera pasar más de tres meses sin saciarse. Cuando le perdía el rastro, sólo tenía que esperar el grito de un padre resonando de una ciudad a otra. Entonces montaba a caballo para seguirlo.
También había encontrado a las mujeres que Rakshasa iba dejando como estela.
– Atrae a las mujeres. Sólo el Señor sabe por qué. No las trata bien. Todas las criaturas golpeadas a las que interrogaba se negaban a colaborar con mi búsqueda. Aparentemente esperaban y deseaban que volviera. No importaba, para entonces yo estaba siguiendo al pájaro que llevaba consigo.
– ¿Un pájaro?
– Un miná. En una jaula. Supe que lo había comprado en un zoco de Gaza. Podría deciros incluso cuánto pagó por él. Pero por qué lo llevaba consigo… tal vez fuera su único amigo. -En el rostro de Rowley se dibujó una sonrisa-. Eso le distinguía, gracias a Dios. Más de una vez recibí noticias acerca de un hombre alto que llevaba un pájaro enjaulado en su montura. Y por fin, averigüé adonde se dirigía. Se aproximaban al valle del Loira.