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Sir Rowley se había desviado porque en Angers estaba el hogar de los huesos que transportaba.

– ¿Debía perseguir a Rakshasa, como había jurado? ¿O cumplir mi promesa a Guiscard y permitir que descansara en su última morada? -Estaba en Tours cuando el dilema lo llevó a la catedral para rezar pidiendo consejo-. Y allí Dios Todopoderoso, en su maravilla y gracia, y viendo que mi causa era justa, me tendió su mano. -Porque cuando Rowley salía de la catedral por el pórtico oeste, parpadeando hacia la luz del sol, oyó el graznido de un pájaro que llegaba desde un callejón. La jaula estaba colgaba en la ventana de una casa-. Lo miré, y él a mí. Dijo buenos días en inglés. Pensé: «El Señor me ha guiado hasta este callejón por algún motivo, veamos si es la mascota de Rakshasa». Entonces llamé a la puerta y una mujer me abrió. Pregunté por su esposo. Dijo que había salido, pero yo podía percibir que estaba allí y que era él. La mujer era similar a las otras, desaliñada y asustada. Desenvainé mi espada y traté de abrirme paso pero me golpeaba mientras trataba de subir la escalera, colgada de mi brazo como un gato, no dejaba de chillar. Desde la habitación de arriba oí los gritos de él y luego un golpe muy fuerte. Había saltado por la ventana. Bajé, pero la mujer me impidió el paso y cuando llegué al callejón ya se había marchado. -Rowley se pasaba las manos por el cabello espeso y rizado, desesperado, mientras describía la infructuosa persecución que había tenido lugar a continuación-. Por fin regresé a la casa. La mujer no estaba, pero en la habitación de arriba encontré la jaula, con el pájaro revoloteando en su interior, en el lugar donde había caído cuando él saltó. La levanté y el ave me dijo dónde lo encontraría.

– ¿Cómo? ¿Os lo dijo?

– Bueno, no me dijo en qué casa vivía. Me miró con sus ojos vivaces, rodeados de pliegues, y dijo que yo era un lindo niño, un niño inteligente, lo habitual. Si bien eran banalidades, me impresionó oírlo porque sabía que era la voz de Rakshasa. Él lo había adiestrado. No había nada llamativo en lo que decía, sino en cómo lo decía. El acento. Hablaba con el deje de Cambridgeshire. El pájaro había copiado el habla de su amo. Rakshasa era un hombre de este condado. -El recaudador de impuestos se santiguó en señal de agradecimiento al Dios que había sido bondadoso con él-. Dejé que el pájaro recitara su repertorio. Tenía tiempo suficiente para llevar a Guiscard hasta Angers. Sabía hacia dónde se había dirigido Rakshasa. Volvía a su lugar de origen, para establecerse con lo que le quedaba de las joyas de Guiscard. Eso hizo, y esta vez no se me escapará. -Rowley miró a Adelia-. Todavía tengo la jaula.

– ¿Qué pasó con el pájaro?

– Le retorcí el pescuezo.

Los hombres que cavaban la tumba habían partido sin que Adelia y Rowley lo advirtieran. Habían terminado su trabajo. La larga sombra que el muro proyectaba en el final del jardín había alcanzado el banco de hierba.

Adelia tembló con el aire helado del anochecer. En ese momento se dio cuenta de que llevaba un rato sintiendo frío. Aún le quedaban muchas cosas por saber, pero no se vio con ánimo de continuar. Tampoco él.

– Debo ocuparme de los preparativos -declaró Rowley.

Otros lo habían hecho por él.

Un alguacil, un árabe, un recaudador de impuestos, un prior agustino, dos mujeres y un perro permanecieron en la entrada del jardín, de pie en el peldaño más alto, mientras Simón de Nápoles, en su ataúd de sauce, precedido por hombres con antorchas y seguido por todos los hombres judíos del castillo, era enterrado debajo del cerezo silvestre, en el otro extremo del jardín. No los invitaron a acercarse más. Bajo una luna casi llena, las siluetas del cortejo fúnebre se veían muy oscuras, y los capullos del cerezo muy blancos, como una ráfaga de nieve suspendida en el aire.

El alguacil se mostraba inquieto. Mansur puso sus manos en los hombros de Adelia y ella se recostó sobre él. Aunque no comprendía las palabras, escuchaba la sucesión de notas graves que emitía el rabino al recitar el Salmo 91.

Acostumbrados a que el castillo fuera un lugar ruidoso, todos ignoraron las voces que se alzaban junto a la puerta principal, las de aquellos a quienes el padre Alcuin había hecho llegar su descontento.

Después de escuchar al sacerdote, Agnes había abandonado su choza para dirigirse a la ciudad, mientras Roger de Acton trataba de persuadir a los guardias de que el entierro secreto de un judío en el terreno del castillo era una profanación.

Bajo el cerezo, los hombres del cortejo fúnebre percibieron sus protestas. Sus oídos estaban habituados a los conflictos.

– «El male rachamim… -la voz del rabino Gotsce no decayó- sho chaim bahmro…». Señor, pleno de maternal compasión, concede el absoluto y perfecto descanso bajo tus alas protectoras, en el firmamento radiante, espacioso, sagrado y puro, a nuestro hermano Simón y a las almas de todos los hombres de nuestro pueblo dentro o fuera de las tierras por donde pasó Abraham, nuestro antecesor…

«Palabras», pensó Adelia. Un pájaro inocente puede repetir las palabras de un asesino. Otras palabras pueden pronunciarse en homenaje a una de sus víctimas y ser un bálsamo para el alma.

Los hombres arrojaron puñados de tierra sobre el ataúd. La procesión cruzó el jardín para salir por el arco y, aunque Adelia no era judía y para ellos era sólo una mujer, todos la bendijeron al pasar junto a ella, que seguía de pie en el peldaño más alto.

«Hamakom y'nachem etchem b'toch sh'ar availai tziyon ee yerushalayim». Que Dios te consuele entre los dolientes de Sión y Jerusalén.

El rabino se detuvo e hizo una reverencia al alguacil.

– Os agradecemos vuestra bondad, señor, y esperamos que no os cause problemas.

Luego, todos desaparecieron.

– Bien -intervino el alguacil Baldwin alisándose la ropa-. Debemos volver al trabajo, sir Rowley. Si es verdad que el demonio les encuentra ocupación a las manos ociosas, no descubrirá ninguna aquí esta noche.

Adelia le expresó su gratitud.

– ¿Podré visitar la tumba mañana?

– Supongo que sí. Y traed con vos al doctor. Todas estas preocupaciones me han producido una fístula que me incomoda al sentarme. -El alguacil miró hacia la entrada-. ¿Qué es ese tumulto, Rowley?

Eran unos diez hombres armados con distintos pertrechos domésticos -horquetas de sus jardines, cuchillos de cocina- con Roger de Acton a la cabeza, todos ellos poseídos por una rabia mucho tiempo reprimida. Corrían hacia el jardín gritando tantos insultos que apenas podía distinguirse «asesino de niños» de «judío».

Acton se dirigía hacia los peldaños, blandiendo en una mano una antorcha y en la otra una horqueta.

– El judío debe desaparecer del foso que han cavado, porque el Señor nos ha salvado de su inmundicia. Hemos venido a arrojarlo fuera de nuestras posesiones. Oh, temblad ante el nombre del Señor, traidores -gritaba, mientras escupía saliva. Detrás de él, un hombre blandía un temible cuchillo de carnicero. Los otros hombres se dispersaron en su búsqueda-. Encontrad la tumba, hermanos, para que podamos descargar nuestra furia sobre su cadáver. Porque se os ha prometido que aquel que castigue a los infieles no será castigado.

– No -espetó Adelia-. Han venido a desenterrarlo. Han venido a desenterrar a Simón. No.

– Mujerzuela. -Mientras Acton subía los peldaños apuntaba con la horqueta a la doctora-. Vos y vuestra lujuria habéis acompañado al asesino de niños, pero ya no toleraremos esa vergüenza.

Uno de los hombres estaba junto al cerezo, gritando y gesticulando hacia los demás.

– Aquí, es aquí.