Más escalofriante aún fue la revelación de la ambición que lo impulsaba. Al principio, mientras escuchaba las fantásticas conversaciones que Rowley mantenía con un ser invisible, Adelia había confundido el frecuente uso de «Señor». Había imaginado que se refería al Señor de los Cielos, pero luego descubrió que se trataba de Enrique II. La imperiosa necesidad de encontrar y castigar a Rakshasa se vinculaba con sus servicios al rey de Inglaterra. Si libraba a Enrique del incordio que privaba al tesoro de los ingresos que le proporcionaban los judíos de Cambridge, Rowley esperaba la gratitud del rey y un considerable ascenso.
– ¿Barón u obispo? -preguntaba en su delirio, aferrándose a la mano de Adelia, como si de ella dependiera esa decisión-. ¿Obispado o baronía? -Cualquiera de esas excelentes perspectivas le provocaba mayor agitación-. No se moverá. No puedo moverlo -decía, como si el carro que había adosado al destino del rey fuera demasiado pesado.
Así era él. Sin duda valiente y piadoso, pero sibarita, lujurioso, astuto, codicioso, ávido de prestigio. Imperfecto, licencioso. No era el hombre que Adelia habría esperado, deseado o amado.
Pero lo hizo.
Cuando aquella cabeza dolorida había girado sobre la almohada, dejando el cuello a la vista y pronunciando su nombre -«¿Adelia? Doctora, ¿estáis ahí?»-, sus pecados se habían derretido, y lo mismo había ocurrido con el corazón de Adelia.
Como Gyltha había dicho, la clase de hombre que él fuera no tenía la menor importancia.
Pero debía tenerla. Vesubia Adelia Rachel Ortese Aguilar tenía propios y firmes principios. No ambicionaba riquezas o ascensos. Aspiraba a vivir al servicio del don que le había sido concedido. Porque era un don, y no implicaba la obligación de engendrar vida, como lo hacían las otras mujeres, sino de descubrir más sobre la naturaleza de la vida para poder salvarla.
Siempre había sabido, y aún lo sabía, que el amor romántico no era para ella. Estaba destinada a la castidad, como las monjas, casadas con Dios. Una castidad enclaustrada en la escuela de medicina de Salerno, desde donde había imaginado conservarla hasta llegar a una vejez serena, útil y respetada, despreciando -lo admitía- a las mujeres que se entregaban a una pasión desgarradora.
Sentada en la sala de la torre, reprochaba al ser que había sido, de lisa y llana ignorancia. Qué ingenua había sido. No conocía ese torbellino por el que la razón se dejaba arrasar, a sabiendas de su error.
Debía razonar.
Constituía un privilegio salvar la vida de cualquier ser humano, pero salvar a ese hombre era, más que un privilegio, su dicha. Le molestaba incluso que la apartaran de su lado cuando era necesario que atendiera, junto con Mansur, a los pacientes que las Matildas enviaban al castillo.
Pero era hora de recuperar el sentido común.
El matrimonio era imposible. Aun suponiendo que él se lo propusiera, lo que era poco probable, Adelia tenía en alta estima su propio valor y dudaba de que él pudiera reconocerlo. Por una parte, a juzgar por el color del vello púbico que había descrito durante sus más lujuriosos desvarios, prefería a las morenas. Por otro lado, no podía -y no lo haría- competir con mujeres como Zabida.
No. No era probable que una mujer que practicaba la medicina, reservada y de rostro poco agraciado, lo atrajera. La ansiedad con que reclamara su presencia en medio de la fiebre había sido una súplica de ayuda.
Él la veía como un ser asexuado. De otro modo el relato de su cruzada no habría sido tan franco y tan pródigo en insultos. Un hombre podía hablar en esos términos con un sacerdote amigable, con el prior Geoffrey tal vez, pero no con la dama de sus sueños.
En cualquier caso, si aspiraba a un obispado no podría proponer matrimonio a mujer alguna. ¿Ser la amante de un obispo? Había montones de ellas. Algunas exhibían su condición, desvergonzadamente. De otras se rumoreaba en voz baja, entre risitas, que tras algún oculto matorral, dependían del capricho de su amante diocesano.
«Bienvenida a las puertas del paraíso, Adelia. ¿Qué habéis hecho con vuestra vida?». «Fui la amante de un obispo, Señor».
¿Y si se convertía en barón? Como todos ellos, buscaría una heredera para incrementar sus posesiones. Pobre heredera. Una vida dedicada al hogar, a criar niños, a recibir a su esposo y alabar sus malditas hazañas cuando regresara del campo de batalla al que su rey lo hubiera arrastrado; donde, indudablemente, dicho esposo había tenido otras mujeres -morenas en este caso- y había engendrado hijos bastardos con la concupiscencia de un conejo en celo.
Había alcanzado deliberadamente tal grado de furia ante el hipotético adulterio de sir Rowley Picot y sus amantes ilegítimas que, cuando Gyltha entró en la habitación con un cuenco de habas para el paciente, Adelia, agotada, le dijo:
– Vos y Mansur os ocuparéis del cabrón esta noche. Me voy a casa.
Yehuda la detuvo al pie de la escalera para preguntarle por Rowley y para llevarla a conocer a su hijo. El bebé que se acurrucaba contra el pecho de Dina era minúsculo, pero parecía gozar de buena salud, pese a la preocupación de sus padres porque su peso no aumentaba.
– El rabino Gotsce está de acuerdo. El Brit milá deberá posponerse; no es posible realizarlo dentro de los ocho días de rigor. Lo haremos cuando esté más fuerte. ¿Qué os parece, señora?
Adelia consideró prudente no someter al niño a la circuncisión hasta que creciera un poco.
– ¿Creéis que se debe a mi leche? -preguntó Dina-. No tengo suficiente.
Adelia no era partera. Conocía los rudimentos de esa especialidad, pero Gordinus siempre había enseñado a sus alumnos que era mejor dejar esa práctica en manos de mujeres expertas -o como quisieran llamarlas- salvo que se presentaran complicaciones. Su opinión se fundaba en la observación: si se comparaban los partos atendidos por comadronas y los asistidos por médicos, hombres por añadidura, eran más los niños que sobrevivían si llegaban con la ayuda de esas mujeres. Su criterio no era bien visto por los médicos y tampoco por la Iglesia. Para ambos era beneficioso tildar de brujas a la mayoría de las matronas. Pero la cantidad de muertes en Salerno -tanto de bebés como de sus madres- cuando el parto era atendido por un médico de sexo masculino sugería que Gordinus estaba en lo cierto.
De todos modos, el bebé era muy pequeño y la leche de su madre no parecía alimentarlo.
– ¿Habéis considerado la posibilidad de buscar una nodriza? -sugirió Adelia.
– ¿Y dónde podríamos encontrarla? -preguntó Yehuda con un desdeñoso acento ibérico-. ¿Acaso la turba que nos condujo a este lugar tuvo en cuenta si entre nosotros habría madres que amamantaran? Se les pasó por alto. No sé por qué.
– Puedo preguntar a lady Baldwin si hay alguna en el castillo -insinuó vacilante Adelia, previendo que la sugerencia sería rechazada.
Originalmente Margaret había sido su nodriza y Adelia sabía de hogares judíos que contrataban mujeres con esa finalidad. Pero no sabía si la rigidez de ese pequeño enclave admitiría que su nuevo miembro fuera amamantado por un pecho no judío.
Dina la sorprendió.
– Leche, de eso se trata, esposo. Confío en que lady Baldwin encuentre una mujer honrada.
Yehuda apoyó suavemente su mano en la cabeza de su esposa.
– Siempre que ella no considere que estáis faltando a vuestro deber de madre. Con todo lo que habéis sufrido, somos afortunados tan sólo por tener este hijo.
Oh, la paternidad le había hecho madurar. Y Dina, aunque ansiosa, estaba más feliz que la última vez. Quizás su matrimonio era más prometedor de lo que había creído en un principio. Cuando Adelia se despidió, Yehuda la siguió.
– Doctora…
Adelia se dirigió velozmente hacia él.