– No debéis llamarme doctora. El doctor es el señor Mansur Khayoun de Al Amarah. No soy más que su ayudante.
Obviamente, lo ocurrido en la cocina del alguacil se había divulgado. Pero ya tenía demasiados problemas como para tener que enfrentarse a la oposición de los médicos de Cambridge, por no mencionar a la Iglesia, que inevitablemente surgiría si se difundía la noticia de que era doctora.
Mansur había estado presente durante la operación. Podría decir que era el experto que supervisaba su tarea, que la urgencia tuvo lugar en un día sagrado para los musulmanes y que Alá no habría admitido que estuviera en contacto con la sangre, o algo similar. Yehuda se inclinó ante ella.
– Señora, sólo deseaba deciros que el niño se llamará Simón.
– Gracias -murmuró Adelia, estrechando su mano. Aunque todavía estaba cansada, el día había cambiado, ella misma había cambiado, se sentía vital, incluso nerviosa, porque el niño llevaría el nombre de su amigo. Experimentaba una rara sensación, parecida a la de estar flotando.
Comprendió que estaba enamorada. El amor, aun condenado al fracaso, daba alas a su alma. Las gaviotas nunca habían dibujado círculos tan perfectos en la bóveda celeste, nunca sus graznidos habían sido tan emocionantes.
La prioridad de Adelia era visitar al otro Simón. De camino al jardín del alguacil recorrió el patio en busca de flores que llevar a su tumba. Esa parte del castillo era estrictamente utilitaria; las gallinas y los cerdos habían acabado con la mayor parte de la vegetación, pero algo de hiedra había prendido en lo alto del viejo muro y un ciruelo silvestre florecía en el montículo donde se había erigido la torre de madera original.
Unos chiquillos se deslizaban por una rampa de madera, y mientras Adelia arrancaba con tristeza unas ramas, un niño y una niña se acercaron a conversar.
– ¿Qué es eso?
– Es mi perro -les dijo Adelia.
Por un momento se quedaron pensativos. Luego preguntaron:
– Ese negro que está con vos, señora, ¿es un hechicero?
– Es doctor.
– ¿Está curando a sir Rowley, señora?
– Él nos cae bien -interrumpió la niña-. Dice que tiene un ratón en su mano, pero en realidad es una moneda y nos la regala. Me gusta sir Rowley.
– También a mí -reconoció Adelia, sin querer. Sintió que su confesión era tierna.
– Allí están Sam y Bracey. No debieron dejarlos entrar, ¿verdad? Ni siquiera para matar judíos, dice mi papá.
El niño señaló un lugar junto a los nuevos cadalsos, donde había una doble picota de la que sobresalían dos cabezas. Tal vez fueran las cabezas de los hombres que custodiaban la puerta por la que Roger de Acton y la gente de la ciudad habían entrado en el castillo.
– Sam dice que él no quería dejarlos entrar, pero los cabrones se abalanzaron sobre él -dijo la niña.
– Por Dios -exclamó Adelia-, ¿desde cuándo están allí?
– No debieron dejarlos entrar, ¿verdad? -preguntó el niño.
La niña estaba más dispuesta a perdonarlos.
– Los dejan en libertad por la noche.
La picota era terrible para la espalda. La doctora se dirigió hacia allí. Del cuello de cada uno de los guardias pendía un cartel qué decía: «Incumplimiento del deber».
Adelia eludió cuidadosamente la inmundicia que las víctimas acumulaban alrededor de sus pies, dejó su ramillete en el suelo y levantó uno de los carteles. Acomodó las chaquetas de los guardias para que la cuerda, que les ahogaba, no estuviera en contacto con la piel.
– Creo que así estarán mejor.
– Gracias, señora.
Ambos la miraron de frente, con franqueza militar.
– ¿Cuánto tiempo deben permanecer así?
– Dos días más.
– Oh, Dios. Sé que no es fácil, pero si dejáis que vuestras muñecas carguen el peso de tanto en tanto e inclináis las piernas hacia atrás, disminuirá la presión sobre la columna.
– Lo tendremos en cuenta, señora -respondió cansinamente uno de los hombres.
– Bien.
La esposa del alguacil estaba en uno de los extremos de su jardín, observando los tanacetos mientras mantenía una conversación a gritos con el rabino Gotsce, que en el extremo opuesto se inclinaba sobre la tumba.
– Deberíais usarla en los zapatos, rabino, como yo. El tanaceto cura los temblores. -La voz de lady Baldwin llegaba sin esfuerzo hasta la muralla.
– ¿Mejor que el ajo?
– Infinitamente mejor.
Entretenida e inadvertida, Adelia se detuvo en el arco hasta que lady Baldwin la descubrió.
– Adelia, estabais aquí. ¿Cómo se encuentra hoy sir Rowley?
– Mejor. Gracias, señora.
– Bien, muy bien. Un luchador tan valiente es irreemplazable. ¿Y cómo está vuestra pobre nariz?
Adelia sonrió.
– Compuesta, ya me he olvidado de ella.
La carrera para detener la hemorragia de Rowley había borrado todo lo demás. No advirtió que su nariz estaba fracturada hasta dos días después, cuando Gyltha comentó que se había puesto gibosa y azulada. En cuanto se deshinchó, pudo colocarse el hueso en su lugar sin dificultad.
Lady Baldwin asintió.
– ¡Qué bonito ramillete verde y blanco! El rabino está visitando la tumba. Id a reuniros con él. Ah, y el perro, ¿es un perro, verdad?, también.
Adelia caminó por el sendero hacia el cerezo. Sobre la tumba había una sencilla tabla de madera, donde habían grabado en hebreo una expresión equivalente a «Aquí yace…», seguida por el nombre de Simón. Debajo se veían las iniciales de las palabras hebreas que significaban «Que su alma esté ligada a la corriente de vida eterna».
– Por ahora debemos conformarnos con esto. Lady Baldwin está buscando una lápida de piedra para reemplazarla lo suficientemente pesada para que no sea posible levantarla. De ese modo la tumba no correrá el riesgo de ser profanada. -El rabino se puso de pie y se quitó la tierra que tenía en las manos-. Es una buena mujer.
– Lo es.
Más que del alguacil, aquél era el jardín de su esposa, donde jugaban sus hijos y donde cultivaba las hierbas que daban sabor a su comida y aromatizaban sus aposentos. No era poca cosa que hubiera cedido una parte al cadáver de un hombre despreciado por su religión. Había que reconocer que dado que en última instancia esos terrenos pertenecían al rey, era un asunto de force majeure, pero, descontando lo que pensara en privado, lady Baldwin había accedido con amabilidad.
Más aún, puso en práctica el principio según el cual la caridad genera obligaciones al que da tanto como al que recibe. Lady Baldwin estaba demostrando su preocupación por el bienestar de la extraña comunidad que habitaba su castillo. Le había cedido a Dina los pañales más nuevos de su bebé y había sugerido que los judíos recibieran una parte del pan que se horneaba en el castillo para que no tuvieran necesidad de hacerlo ellos mismos.
– Son seres humanos, como nosotros -le había explicado lady Baldwin a Adelia durante una visita al enfermo en la que le había llevado gelatina de pierna de cordero-. Y su rabino sabe mucho sobre hierbas, verdaderamente. Tal parece que las comen en cantidad en Pascua aunque eligen las amargas, rábano picante y otras similares. ¿Por qué no algo de angélica para endulzar un poco?
– Así deben ser las hierbas que comen en Pascua -repuso Adelia, sonriendo.
– Sí, eso mismo me contestó cuando se lo pregunté.
Adelia le demandó si conocía alguna nodriza para el bebé. Lady Baldwin prometió conseguir una.
– No una de las mujerzuelas del castillo, por cierto -declaró-. Ese bebé necesita leche cristiana honorable.
Al depositar el ramo sobre la tumba, Adelia se sintió culpable de no haber cumplido con Simón. El nombre grabado en la tabla de madera debería gritar que había sido asesinado en lugar de describirlo como víctima de su propia negligencia.
– Rabino, necesito vuestra ayuda -pidió Adelia-. Debo escribir a la familia de Simón. Su esposa y sus hijos deben saber que ha muerto.