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– Escribidles, entonces. Nos ocuparemos de enviar la carta. Algunos de nuestros conocidos en Londres pueden hacerla llegar a Nápoles.

– Os lo agradezco. Pero no se trata de eso. ¿Qué debo decirles? ¿Que fue asesinado aunque su muerte haya sido declarada accidental?

– Si fuerais su esposa, ¿qué desearíais saber?

– La verdad -respondió Adelia inmediatamente; pero luego reflexionó-. Oh, no lo sé. -Para Rebecca sería mejor sufrir porque su esposo se había ahogado. De ese modo se evitaría torturas inútiles sobre los últimos minutos de Simón, o que el horror corrompiera su duelo y clamara exigiendo justicia-. Supongo que es mejor callar -concluyó, vencida-. Al menos hasta que su muerte sea vengada. Una vez que se descubra al asesino y sea castigado, tal vez pueda contarles la verdad.

– ¿La verdad, Adelia? ¿Así de simple?

– ¿No lo es?

El rabino Gotsce suspiró.

– Quizá para vos. Pero como nos enseña el Talmud, el nombre del Monte Sinaí proviene de la palabra que en hebreo significa odio, siná, porque la verdad despierta odio hacia aquel que la dice. Jeremías…

Oh, Dios. Jeremías, el profeta lloroso. Ninguna de las voces serenas, sabias e inteligentes de los judíos que hablaban en el soleado atrio de la villa de sus padres adoptivos lo había mencionado jamás sin vaticinar el mal. Era un día tan bello y las flores del cerezo estaban tan hermosas…

– Debemos recordar el antiguo proverbio judío: la verdad es la mentira más segura.

– Nunca lo he entendido -repuso Adelia.

– Tampoco yo -afirmó el rabino-. Pero de alguna manera nos advierte que el resto del mundo nunca cree totalmente en la verdad de un judío. Adelia, ¿creéis que tarde o temprano el verdadero asesino será descubierto y condenado?

– Tarde o temprano. Dios quiera que sea cuanto antes.

– Amén. ¿Y ese día dichoso la buena gente de Cambridge rodeará este castillo, llorando, afligida por haber matado a dos judíos y haber confinado a los demás? ¿Creéis que será así? ¿Que la noticia se difundirá por la cristiandad y todos sabrán que los judíos no crucifican niños por placer? ¿También creéis eso?

– ¿Por qué no? Es la verdad.

El rabino Gotsce se encogió de hombros.

– Es vuestra verdad, la mía, la del hombre que yace en este lugar. Hasta puede que los habitantes de Cambridge crean en ella. Pero la verdad viaja lentamente y se debilita en su camino. Las mentiras convenientes son fuertes y viajan más rápido. Y ésta era una mentira conveniente. Los judíos pusieron al Cordero de Dios en la cruz. Por lo tanto, crucifican niños. Una cosa y la otra concuerdan. Una mentira tan oportuna como ésa se difundirá rauda por toda la cristiandad. Y si llega hasta un pueblo de España, ¿no creerán que sea verdad? ¿No lo harán los campesinos de Francia? ¿Los de Rusia?

– Por favor, rabino, no sigáis.

Aquel hombre parecía haber vivido miles de años, y tal vez así fuera. Se agachó para quitar un capullo de la tumba. Luego se irguió, cogió a Adelia del brazo y fue con ella hasta la puerta.

– Descubrid al asesino, Adelia. Libradnos de nuestro Egipto inglés. Pero no por ello dejarán de ser los judíos quienes crucificaron a ese niño.

Descubrid al asesino, pensaba la doctora mientras bajaba por la colina. Descubrid al asesino, Adelia. No importaba que Simón de Nápoles estuviera muerto y Rowley Picot fuera de combate y que sólo quedaran ella y Mansur. Mansur no hablaba inglés y ella no era un sabueso sino una doctora. Y por encima de todo, eran los únicos que pensaban que había un asesino que debía ser descubierto.

La facilidad con la que Roger de Acton había reclutado hombres para atacar el jardín del castillo demostraba que Cambridge aún culpaba de los asesinatos a los judíos, por muy encerrados que estuvieran cuando se cometieron tres de los crímenes. No había lugar para la lógica. Los judíos eran temidos por ser diferentes y para la gente de la ciudad el temor y lo desconocido implicaban poderes sobrenaturales. Los judíos habían matado al pequeño Peter, ergo, habían asesinado a los otros.

A pesar de ello, a pesar del rabino y de Jeremías, a pesar de su dolor por Simón, de su decisión de renunciar al amor carnal y seguir la senda de la ciencia y la castidad, el día insistía en presentarse igualmente hermoso ante sus ojos.

Se sentía llena, fortalecida. Desde luego, era vulnerable a la muerte y al dolor de los demás, pero también a la vida en su infinita extensión.

La ciudad y su gente nadaban en una pálida efervescencia dorada, como el champán. Un grupo de estudiantes la saludó quitándose el sombrero. Al llegar al puente hurgó en su bolsillo en busca de medio penique y descubrió que no tenía.

– Oh, adelante, entonces. Os deseo un buen día -dijo el hombre encargado del peaje y no se lo cobró.

Ya en el puente, los hombres que conducían los carros levantaban la fusta a modo de saludo, los que iban a pie le sonreían.

Adelia se dirigió por el camino más largo hacia la casa del viejo Benjamín. El que bordeaba el río. Las copas de los sauces la rozaban amigablemente y los peces que se acercaban a la superficie hacían burbujas semejantes a las que sentía en sus venas.

Había un hombre en el techo de la casa del viejo Benjamín. La saludó. Adelia le devolvió el saludo.

– ¿Quién es?

– Coker, el techador -le dijo Matilda B.-. Cree que su pie está mejor y que hay que cambiar una o dos tejas.

– ¿Lo hace a cambio de nada?

– Por supuesto -afirmó Matilda, guiñando un ojo-. ¿Acaso el doctor no le curó el pie?

Adelia había adjudicado a la falta de modales la ingratitud de los pacientes de Cambridge, que raramente o nunca se mostraban complacidos con el tratamiento que recibían del doctor Mansur y su ayudante. Habitualmente abandonaban la sala con el mismo aspecto hosco con que entraban, en agudo contraste con los salernitanos, que dedicaban cinco minutos a elogiarla.

Pero no fue solo la reparación del techo: un suculento pato -ofrecido por la esposa del herrero cuyos ojos ya no supuraban- les esperaba para la cena. Un frasco de miel, una cesta con huevos, una porción de manteca y una vasija conteniendo algo de aspecto repulsivo que resultó ser hinojo marino habían sido depositados anónimamente en la puerta de la cocina, lo que sugería que los habitantes de Cambridge optaban por formas de agradecimiento muy específicas.

Sin embargo, faltaba algo importante: ¿dónde estaba Ulf?

Matilda B. señaló el río, donde se distinguía una gorra marrón entre los juncos, debajo de un aliso.

– Está pescando truchas para la cena, Gyltha no debe preocuparse, le tenemos bien vigilado. Le ordenamos que no se moviera de ese lugar, ni por jujubes ni por ninguna otra cosa.

– Os ha echado de menos -señaló Matilda W.

– Y yo a él.

Era verdad, aun en medio de la lucha feroz para salvar a Rowley Picot había lamentado la ausencia del chico y le había mandado mensajes con Gyltha. El ramo de prímulas atadas con un lazo que Ulf le había enviado con su abuela «para deciros que lamenta la pérdida que habéis sufrido» estuvo a punto de hacerla llorar. Ese nuevo amor que sentía irradiaba su luz hacia los demás. Con la muerte de Simón su brillo se proyectaba en aquellos que, ahora comprendía, se habían convertido en seres necesarios para su bienestar. Ulf no era sólo el chico sentado en un cubo, con el ceño fruncido, entre los juncos del Cam, con una caña casera en sus manos mugrientas.

– Hacedme un hueco -le dijo Adelia-. Dejad que esta dama se siente.

El chico se movió a regañadientes y ella ocupó su sitio. A juzgar por la cantidad de truchas que se retorcían en la cesta, Ulf había acertado con el lugar. Era un arroyo que brotaba entre los juncos y se abría paso a través del limo, formando un canal de tamaño respetable antes de llegar al Cam.

Si se comparaba con la zanja que estaba al otro lado de la ciudad -el King's Ditch, un dique pestilente y estancado que alguna vez había servido para repeler a los invasores daneses-, el Cam era limpio; pero Adelia temía que el pescado, que forzosamente comían los viernes, no podía estar en buen estado si provenía de un río al que se vertían excrementos y ganado de todo el condado.