Agradeció que Ulf hubiera elegido un lugar de agua clara para lanzar su caña. Permaneció en silencio durante un rato, observando el sinuoso movimiento de un pez, que se distinguía tan claramente como si nadara en el aire. Entre los juncos, los destellos de las libélulas parecían piedras preciosas.
– ¿Cómo está Rowley-Powley?
El apelativo era desdeñoso.
– Mejor, y no deberíais ofenderlo. -Ulf gruñó y sacó la caña con su captura-. ¿Qué gusanos estáis usando? -preguntó Adelia con amabilidad-. Dan buen resultado.
– ¿Éstos? -escupió-. Esperad a que los tribunales comiencen a colgar gente, entonces veréis verdaderos gusanos, con ellos se puede conseguir el pescado que se quiera.
– ¿Qué tienen que ver los ahorcados con esto? -preguntó imprudentemente la doctora.
– En la horca, cuando los cadáveres se pudren, se encuentran los mejores gusanos. Todo el mundo lo sabe. Con esos gusanos se puede sacar cualquier pez, ¿no lo sabíais?
No, no lo sabía y habría deseado no saberlo. Ulf la estaba castigando.
– Debemos hablar. Maese Simón está muerto. Sir Rowley en cama. Necesito a alguien que sepa pensar para que me ayude a encontrar al asesino. Sois buen pensador, Ulf, y lo sabéis.
– Sí, maldición, lo soy.
– No quiero oíros maldecir.
Ambos permanecieron en silencio. Ulf estaba usando un curioso artilugio de su invención; un hilo corría a través del canuto de una gran pluma de pájaro para que el cebo y los diminutos anzuelos se mantuvieran en la superficie del agua.
– Os he echado de menos -reconoció Adelia.
– Uh. -Si pensaba que así lo ablandaría… pero después de un rato Ulf añadió-: ¿Creéis que él ahogó a maese Simón? -Sí, sé que lo hizo.
Otra trucha se acercó al gusano, el muchacho la desenganchó y la arrojó a la cesta.
– Es el río -afirmó Ulf.
– ¿Qué queréis decir?
Adelia se puso de pie. Ulf la miró por primera vez. El pequeño rostro arrugado mostraba concentración.
– Es el río. El río se los lleva. He estado preguntando…
– ¡No! -Adelia casi le gritó-. Ulf, por favor, no debéis hacerlo, no debéis. Simón también estaba haciendo preguntas. Prometedme, prometedme…
Ulf la miró con desdén.
– Todo lo que hice fue hablar con los parientes. ¿Cuál es el peligro? ¿Estaba escuchando mientras lo hacía? ¿Se convierte en cuervo y se posa en los árboles?
Un cuervo. Adelia temblaba. «No diría eso delante de él».
– Esta charla me asquea. ¿Queréis saber o no?
– Quiero saber.
El chico sacó el hilo del agua, lo separó de la caña y los flotadores, acomodó los elementos cuidadosamente en el cesto de mimbre que usan los pescadores de Anglia Oriental y luego se sentó con las piernas cruzadas, mirando a Adelia, como un pequeño Buda a punto de ofrecer su sabiduría.
– Peter, Harold, Mary, Ulric. Hablé con sus parientes, parece que nadie más los ha escuchado. Todos ellos, todos, fueron vistos por última vez en el Cam o yendo hacia él. -Ulf levantó un dedo-. ¿Peter? Junto al río. -Levantó otro dedo-. ¿Mary? Era la hija de Jimmer, el criador de aves, sobrina de Hugh, el cazador. ¿Y adonde iba cuándo la vieron por última vez? Iba por el juncal camino de Trumpington para llevar la cena a su padre. -Ulf hizo una pausa-. Jimmer era uno de los que se abalanzó ante las puertas del castillo. Todavía culpa a los judíos de lo de Mary.
De modo que el padre de Mary había formado parte del grupo de hombres que seguía a Roger de Acton. Adelia recordó su aspecto de matón y que maltrataba a su hija y, muy probablemente, atacaba a los judíos para librarse de su propia culpa.
Ulf continuó con su lista. Apuntó con el pulgar río arriba.
– ¿Harold? -Ulf frunció el ceño apenado-. El hijo del vendedor de anguilas. Había ido a buscar agua para cubrir las anguilas. Desapareció. -Se inclinó hacia delante-. Iba hacia el Cam.
– ¿Y Ulric? -preguntó Adelia mirándolo a los ojos.
– Ulric -replicó Ulf- vivía con su padre y sus hermanas en Sheeps Green. Desapareció el día de San Eduardo. ¿En qué día cayó el último San Eduardo? -Adelia meneó la cabeza-. Lunes -repuso y volvió a sentarse.
– ¿Lunes?
Ulf también meneó la cabeza ante su ignorancia.
– ¿Os estáis burlando de mí? El día de lavar la ropa, mujer. El lunes es el día de lavado. Hablé con su hermana. Se les había acabado el agua de lluvia para hervir y enviaron a Ulric con un par de cubos…
– Río abajo -susurró Adelia, terminando la frase.
Adelia y Ulf se miraron. Luego giraron la cabeza y miraron hacia el Cam.
Estaba crecido. Durante la semana había llovido copiosamente. Adelia recordó cómo había tenido que cerrar los postigos de la sala de la torre para impedir que la lluvia entrara. Ahora, con su aspecto inocente y brillante por el reflejo del sol, el agua llegaba hasta el borde más alto de sus riberas como una sinuosa marquetería.
Seguramente no fueran los únicos en advertir que el río era el factor común en las muertes de los niños, aunque el funcionario a cargo de la investigación era completamente estúpido. No obstante, el significado podría habérseles escapado. Para la ciudad, el Cam era despensa, vía de navegación, lugar de lavado. Sus orillas proporcionaban combustible, juncos para hacer techos, madera para fabricar muebles. Todos usaban el río. Que los cuatro niños hubieran desaparecido en sus alrededores no era tan sorprendente; tal vez todo lo contrario.
Pero Adelia y Ulf sabían algo más. Simón había sido arrojado deliberadamente a las mismas aguas. La coincidencia había llegado demasiado lejos.
– Sí -ratificó ella-. Es el río.
Al atardecer, el Cam se volvía bullicioso. Figuras de barcos y personas se confundían contra el cielo rojo del atardecer. Quienes volvían a su casa después de un día de trabajo en la ciudad saludaban a los trabajadores que regresaban del campo hacia el sur, o insultaban si su bote provocaba un atasco. Los patos se dispersaban, los cisnes armaban alboroto al emprender el vuelo. Un bote de remos llevaba un ternero recién nacido para ser alimentado por manos humanas junto al fuego.
– ¿Creéis que se llevó a Harold y a los otros a Wandlebury? -preguntó Ulf.
– No. Allí no hay nada.
Adelia comenzaba a dudar que los crímenes se hubieran cometido en la colina. Era un sitio demasiado abierto. El prolongado sufrimiento al que habían sido sometidos los niños requería mayor privacidad, la que podía ofrecer una habitación, un sótano, un sitio donde esconderlos, a ellos y a sus gritos. Wandlebury era un lugar solitario pero la agonía era ruidosa. Rakshasa habría temido que fueran oídos antes de tiempo.
– No -repitió Adelia-, aunque llevara los cuerpos a la colina fue en otro lugar… -Iba a continuar, pero se detuvo antes de decir «donde los mató». No debía olvidar que Ulf era sólo un niño-. Y estáis en lo cierto, fue en el río o cerca de él.
Los dos siguieron mirando el friso móvil que formaban las personas y los botes.
Pasaron tres criadores de aves con los botes muy cargados. Llevaban pilas de gansos y patos que se servirían en la mesa del alguacil. Vieron al boticario en su barca de mimbre y cuero. Ulf dijo que cortejaba a una muchacha que vivía cerca de Seven Acres. Un oso adiestrado iba sentado en la popa de un bote mientras su amo remaba hacia su casucha, cerca de Hauxton. Las mujeres del mercado volvían con sus cajones vacíos, impulsándose con facilidad. Una barca de ocho remos remolcaba a otra, que transportaba cal y greda, en dirección al castillo.
– ¿Por qué lo seguiste, Hal? -murmuró Ulf-. ¿Quién era?
Adelia pensaba lo mismo. ¿Qué habría atraído a todos los niños por igual? ¿Quién había estado en el río para llevarlos hacia el señuelo? ¿Quién había dicho «ven conmigo»? No los había tentado sólo con jujubes, debía tratarse de un personaje que les inspirara respeto, confianza, familiaridad.