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¿Podría seducirla? Muy probablemente. Era versada en todas las funciones del cuerpo, pero indudablemente ingenua acerca de lo que hacía latir más rápido los corazones. Y Rowley había aprendido a confiar en el considerable y misterioso atractivo que tenía para las mujeres.

Seduciéndola, no obstante, sólo lograría despojarla de un plumazo, no sólo de su ropa, sino de su honor y, por supuesto, de aquello que la hacía excepcional, convirtiéndola en una mujer más en otra cama.

Y él la quería tal como era: con sus «humm» cuando estaba concentrada, con su vestimenta atroz -aunque en la fiesta de Grantchester le había sorprendido su estampa-, con la importancia que otorgaba a toda la humanidad, incluso -más aún, particularmente- a su escoria, con esa seriedad que podía transformarse en una risa asombrosa, con la manera en que erguía los hombros cuando se sentía intimidada, con el modo en que combinaba sus temibles medicinas, con la amabilidad con que sus manos llevaban la taza a su boca, con su modo de caminar, con su modo de hacer todas las cosas. Adelia tenía virtudes que él nunca había conocido: todo en ella era virtud.

– ¡Oh, demonios! -exclamó sir Rowley a la sala vacía-. Tendré que casarme con esa mujer.

La aventura río arriba, si bien hermosa, no dio fruto. Considerando cuál era su objetivo, Adelia se sentía avergonzada de disfrutar tanto. Se dejaba llevar por los túneles que formaban las copas de los árboles y al salir nuevamente a la luz del sol, veía a las lavanderas que interrumpían su trabajo para saludarlos. Una nutria astuta nadaba junto al bote mientras hombres y perros, desde la orilla, trataban de cazarla; los criadores de aves desplegaban sus redes; los niños pescaban truchas; y durante millas la ribera estuvo desierta excepto por las currucas, que se balanceaban peligrosamente en los juncos mientras cantaban.

Salvaguarda los seguía corriendo pesaroso por la orilla. Se había revolcado en algo que hacía intolerable su presencia en el bote. Mansur y Ulf se alternaban para impulsarlo, compitiendo entre sí. Al ver la naturalidad con que hacían avanzar la embarcación, Adelia quiso intentarlo; supuso que sería sencillo, pero terminó colgada del mástil como un mono. Afortunadamente el bote siguió deslizándose sin su ayuda mientras Mansur la rescataba y Ulf se carcajeaba.

Una multitud de cabañas, chozas y casetas de vendedores de aves se alineaba junto al río. Todas quedarían desiertas por la noche. Cada una lo suficientemente desolada como para que cualquier grito que saliera de ellas no pudieran percibirlo más que los animales salvajes. Por otra parte, eran tan numerosas que les habría llevado un mes investigarlas, y un año recorrer los pequeños senderos y los puentes entre los juncos que conducían a las que estaban más alejadas.

De los afluentes del Cam, algunos eran meros arroyos; otros, canales de considerable tamaño aptos para la navegación. Las grandes llanuras estaban surcadas por vías navegables: los pasos elevados, puentes y caminos terrestres estaban en malas condiciones y a menudo eran intransitables, pero cualquier persona podía ir donde deseara con un bote.

Mientras Salvaguarda cazaba pájaros, los tres exploradores comían pan y queso y bebían la mitad de la sidra que Gyltha les había dado, sentados en la orilla, junto al depósito donde sir Joscelin guardaba sus botes. En las paredes colgaban remos, mástiles y cañas de pescar, cuyo brillo se reflejaba tembloroso en el agua. Nada allí hablaba de muerte. A lo sumo, la vista en lontananza de la gran casa de Grantchester confirmaba que -como todos los señores feudales- sir Joscelin estaba demasiado ocupado y el horror podía pasar inadvertido. Pero salvo que las ordeñadoras, los vaqueros, los mozos de cuadra, los labriegos y los sirvientes de la casa -que allí vivían- fueran cómplices en el secuestro de los niños, era improbable que el cruzado fuera un asesino en su propia casa.

De regreso hacia la ciudad, Ulf escupió en el agua.

– Ha sido una maldita pérdida de tiempo.

– No exactamente -precisó Adelia. La excursión le había servido para advertir algo que habían pasado por alto. Tal vez los niños siguieron voluntariamente a su secuestrador o bien fueron llevados a la fuerza, pero en cualquier caso era imposible que hubieran pasado inadvertidos. Todos los botes que navegaban desde el gran puente río abajo eran de poco calado y tenían los topes bajos, lo que hacía imposible ocultar la presencia de una criatura más grande que un bebé, salvo que estuviera tendido bajo la bancada. En consecuencia, los niños se habían escondido por sí mismos o bien yacían inconscientes bajo una piel, un saco de arpillera o algo similar, y así continuaron hasta el lugar de su muerte.

La doctora lo explicó en árabe y en inglés.

– Entonces, él no va en bote -reflexionó Mansur-. Ese demonio los lleva en su montura. Viaja por tierra.

Era posible. En esa parte de Cambridge las zonas más habitadas estaban junto a las vías navegables. El interior era virtualmente un desierto, salvo por los animales con pezuñas que pacían en las llanuras. Pero Adelia lo dudaba. El protagonismo del río en la desaparición de los niños sugería lo contrario.

– Entonces es el opio -propuso Mansur.

¿Opio? Era una posibilidad. La insólita extensión de las plantaciones de adormidera en esa región de Inglaterra y la facilidad con que podía disponer de sus propiedades medicinales había complacido, aunque también alarmado, a Adelia. James, el boticario que visitaba a su amante por las noches, la destilaba en alcohol, y con el nombre de licor de San Gregorio, lo vendía indiscriminadamente, si bien lo guardaba debajo del mostrador, alejado de la vista de los clérigos, que lo consideraban impío por su capacidad para aliviar el dolor, un atributo que sólo le correspondía al Señor.

– Eso es -declaró Ulf-. Les da unas gotas de licor de San Gregorio. -El chico entrecerró los ojos y mostró los dientes-. «Bebe un sorbo de esto, cariño, y ven conmigo al paraíso».

Su caricatura del malévolo engaño les causó escalofríos pese a que era un cálido día de primavera.

Adelia volvió a sentir escalofríos a la mañana siguiente, cuando tomó asiento en el despacho privado de una contaduría. Los vidrios de las ventanas estaban unidos por soldaduras de plomo; la sala estaba abarrotada de documentos y arcones con cadenas y cerrojos; un recinto poco acogedor, masculino, construido para intimidar a potenciales deudores y para que las mujeres no se sintieran cómodas en absoluto. El señor De Barque, de De Barque Hermanos, la recibió receloso y respondió negativamente a su solicitud.

– Pero la letra de crédito estaba librada a nombre de ambos, a nombre de Simón de Nápoles y al mío -protestó Adelia. Le pareció que las paredes absorbían sus gritos.

De Barque extendió un dedo y desplegó en su escritorio un rollo de vitela con un sello.

– Leedlo por vos misma, señora, si sabéis leer en latín;

Adelia lo leyó. Entre los «hasta el momento», los «por cuanto» y los «en conformidad con» los banqueros Luccan de Salerno -emisores de la letra- prometían pagar las sumas citadas en nombre del firmante, el rey de Sicilia, a los hermanos De Barque de Cambridge cuando Simón de Nápoles, el beneficiario, las solicitara. No se mencionaba a otra persona.

Adelia contempló el rostro obeso, impaciente y desinteresado que tenía delante. Era fácil insultar a una persona que necesitaba dinero.

– Pero estaba implícito, yo tengo la misma responsabilidad que maese Simón en la empresa, fui elegida para eso -explicó Adelia, que suponía que el banquero la consideraba una meretriz.

– Estoy seguro de que así es, señora -repuso el señor De Barque.

– Una nota al banco de Salerno o al rey Guillermo, en Sietelia, verificará quién soy.

– Entonces enviad esa nota, señora. Mientras tanto… -El señor De Barque cogió del escritorio una campana y la hizo sonar para llamar a su secretario. Era un hombre ocupado.