Adelia no se movió de su asiento.
– Eso llevará meses.
No tenía dinero ni siquiera para enviar la carta. Sólo había encontrado unos peniques en la habitación de Simón. Éste tampoco había solicitado a los banqueros más dinero ni había guardado el que tenía: lo llevaba en la cartera que su asesino había robado.
– Puedo pedir un préstamo hasta que…
– No concedemos préstamos a mujeres.
La doctora se zafó del secretario que la tomaba del brazo para llevarla hacia la salida.
– ¿Qué puedo hacer entonces?
Tenía que pagar lo que debía al boticario, al hombre que esculpiría el nombre de Simón en su lápida de piedra, Mansur necesitaba unas botas nuevas, ella necesitaba unas botas nuevas…
– Señora, la nuestra es una organización cristiana. Os sugiero que os dirijáis a los judíos. Son los usureros que elige el rey y, según entiendo, sois persona de su agrado.
La mirada del hombre era tajante: ella era una mujer, y aliada de los judíos.
– Estáis al tanto de la situación de los judíos -alegó Adelia con desesperación-. No tienen acceso a su dinero.
Por un momento, las arrugas le confirieron cierta calidez al rostro obeso del señor De Barque.
– ¿No lo tienen?
Mientras subían la colina, Adelia y Salvaguarda vieron pasar junto a ellos un carro que llevaba mendigos a la prisión. El bedel del castillo estaba haciendo una redada. Serían sentenciados en las próximas sesiones de los tribunales superiores. Una mujer sacudía las rejas con sus manos esqueléticas.
Adelia la miró. Comprendió cuan indefensos estaban los indigentes. A ella jamás le había faltado dinero. Tenía que volver a Salerno, pero no podía, no hasta que hubiera descubierto al asesino. Y aun entonces, ¿renunciaría a…? Quiso apartar el nombre de sus pensamientos. Tendría que dejarlo tarde o temprano. De todos modos, no podía viajar. No tenía dinero.
¿Qué haría? Era una Ruth en un país extranjero. Ruth había resuelto su situación por medio del matrimonio, pero en este caso no existía esa posibilidad. ¿Podría al menos subsistir? Mientras estuviera en el castillo, los pacientes irían a verla allí. Ella y Mansur habían alternado el cuidado de sir Rowley con la atención a esos enfermos. Pero casi todos eran pobres y no estaban en condiciones de pagar con dinero.
Su ansiedad no disminuyó cuando, al entrar en la sala de la torre con Salvaguarda, encontró a sir Rowley levantado y vestido. Estaba sentado en la cama y conversaba con sir Joscelin de Grantchester y sir Gervase de Coton.
Se dirigió hacia él.
– Necesita descansar -le dijo bruscamente a Gyltha, apostada como un centinela en un rincón.
Ignoró a los dos caballeros que se habían puesto de pie al verla llegar -Gervase a regañadientes, y sólo cuando su compañero se lo indicó- para tomar el pulso a su paciente. Era más firme que el suyo.
– No os enfadéis con nosotros, señora -declaró sir Joscelin-. Hemos venido a expresarle nuestra simpatía a sir Rowley. Fue una bendición de Dios que el doctor y vos estuvierais aquí. Ese pobre diablo de Acton… sólo nos queda esperar que los tribunales no le permitan escapar de la horca. Todos estamos de acuerdo en que colgarlo es lo más apropiado.
– ¿Lo creen de veras?
– Esta dama no acepta esa penalidad. Tiene métodos más crueles -precisó Rowley-. Ella administraría una dosis de tintura de hisopo a todos los criminales.
Sir Joscelin sonrió.
– Eso es realmente cruel.
– ¿Acaso vuestros métodos son efectivos? Encerráis a la gente, la ahorcáis, cortáis sus manos. ¿Podemos dormir tranquilos gracias a eso? ¿Desaparecerán los criminales cuando Roger de Acton muera en la horca? -preguntó Adelia.
– Él provocó un tumulto -replicó Rowley-, invadió un castillo del rey, casi me convierte en un castrado. En lo personal, desearía ver a ese bastardo con una espada en el culo asándose a fuego lento.
– Y el asesino de niños, señora, ¿qué haríais con él? -preguntó amablemente sir Joscelin.
Adelia no tenía respuesta.
– Duda -indicó sir Gervase con disgusto-. ¿Qué clase de mujer es ésta?
Era una mujer para quien matar legalmente era una desfachatez por parte de aquellos que imponían esa penalidad -tan fácilmente, y en ocasiones, por tan poco- porque la vida, para ella que luchaba por salvarla, era el único y verdadero milagro. Una mujer que no comulgaba con el juez ni con el verdugo, sino con el que ocupaba el banquillo del acusado. Se preguntaba qué habría hecho en sus circunstancias, qué clase de persona habría sido si le hubiera tocado su mismo destino. Si no la hubieran recogido del Vesubio dos médicos de Salerno, ¿podría estar ella en ese banquillo?
Para ella la civilización se había interpuesto en el camino de la violencia y la ley debía ponerle fin. No matar significaba creer que el hombre podía mejorar. Adelia suponía que el asesino de niños debía morir, como debía morir un animal rabioso. Pero como doctora que era, se preguntaría siempre a qué se debía su rabia y lamentaría no saberlo.
Al apartarse de los caballeros en dirección a la mesa de los medicamentos advirtió que Gyltha estaba rígida.
– ¿Qué ocurre?
El ama de llaves parecía extenuada, súbitamente envejecida. Las manos sostenían con desgana una pequeña cesta de mimbre, con la actitud de los fieles que reciben del sacerdote la hostia consagrada.
– Sir Joscelin me ha traído unos confites, Adelia, pero Gyltha no me permite comerlos -aclaró Rowley desde la cama.
– Soy solamente el portador. Lady Baldwin me pidió que los trajera.
Gyltha miró a Adelia; luego dirigió la vista a la cesta. La sostuvo con una sola mano y con la otra abrió ligeramente la tapa. Dentro, sobre hermosas hojas, había muchos jujubes de distintos colores y aromas, con forma de rombo, como huevos en un nido.
Las mujeres se miraron. Adelia se sintió mal. De espaldas a los hombres, susurró:
– ¿Veneno?
Gyltha se encogió de hombros.
– ¿Dónde está Ulf?
– Mansur -susurró a su vez Gyltha-, a salvo.
– El doctor le ha prohibido a sir Rowley los confites.
– Entonces, podéis convidar a nuestros visitantes -sugirió Rowley.
No podían esconderse de Rakshasa. Eran su objetivo. Dondequiera que estuvieran, estarían en su punto de mira.
Adelia saludó a los hombres con una leve inclinación de cabeza, les deseó buen día y fue hacia la puerta seguida por Gyltha, que llevaba consigo la cesta.
Los medicamentos. Adelia volvió apresuradamente para controlarlos. Todos los frascos tenían tapa, las cajas estaban apiladas en orden, tal y como ella y Gyltha solían dejarlas.
Era absurdo. El asesino estaba fuera, no podía tocarlas. Sin embargo, la noche anterior la había aterrorizado la fantasía de un Rakshasa alado. Debía reemplazar todas las hierbas, incluso el jarabe, antes de administrárselas a los enfermos.
¿Estaba fuera? ¿Había estado allí? ¿Estaba allí en ese momento?
La doctora oyó que a sus espaldas los hombres conversaban sobre caballos, como solían hacer los caballeros. Podía percibir que Gervase estaba apoltronado en su asiento; sentía que estaba pendiente de ella. Sus frases eran forzadas y vagas. Cuando lo miró, el hombre hizo un gesto deliberadamente despectivo.
Adelia no sabía si era el asesino, pero indudablemente era un bruto y su presencia era un insulto. Fue hacia la puerta y la dejó abierta.
– El paciente está cansado, caballeros.
Sir Joscelin se puso de pie.
– Lamentamos no haber visto al doctor Mansur, ¿verdad, Gervase? Por favor, hacedle llegar nuestros saludos.
– ¿Dónde está? -preguntó sir Gervase.
– Enseñando árabe al rabino Gotsce -respondió Rowley.
Al pasar junto a Adelia rumbo a la puerta, Gervase, simulando hablar con su compañero, murmuró:
– Qué curioso, un judío y un sarraceno en un castillo real. ¿Para qué demonios fuimos a las cruzadas?