Adelia cerró la puerta de golpe.
– Maldita sea. Mujer, trataba de sacarles el tema de Ultramar para descubrir quién estuvo allí, dónde y cuándo. Quizá uno de ellos podía decirme algo sobre el otro.
– ¿Lo hicieron?
– Los habéis despedido demasiado rápido, maldición. -La ira de sir Rowley era un signo de su recuperación-. Sin embargo, casualmente el hermano Gilbert admitió haber estado en Chipre en el momento oportuno.
– ¿El hermano Gilbert ha estado aquí?
Y el prior Geoffrey, el alguacil Baldwin, el boticario -con un brebaje que, había jurado, curaría la herida en minutos-, y el rabino Gotsce.
– Soy un hombre popular… ¿Qué ocurre? -preguntó sir Rowley. Adelia había arrojado una caja de bardana sobre la mesa y la tapa se había soltado dejando escapar una nube de polvo verde.
– No sois popular -afirmó Adelia entre dientes-, sois un cadáver. Rakshasa os habría envenenado. -La doctora fue nuevamente hacia la puerta y llamó a Gyltha, que ya subía las escaleras con la cesta. Adelia se la arrebató, la abrió y la puso debajo de las narices de Rowley-. ¿Sabéis qué es esto?
– ¡Jesucristo! -exclamó Rowley-. Jujubes.
– He estado preguntando -intervino Gyltha-. Una niña se los dio a uno de los centinelas. Dijo que eran un regalo de su ama para el caballero que estaba en cama en la torre. Lady Baldwin iba a traerlos, pero sir Joscelin le ofreció ahorrarle el esfuerzo. Siempre tan cortés ese caballero, no como el otro.
Gyltha no se entendía con sir Gervase.
– ¿Y la niña?
– El centinela es uno de los que el rey envió desde Londres para custodiar a los judíos. Se llama Barney. Dice que no la conoce.
Llamaron a Mansur y a Ulf para departir sobre el asunto.
– Podrían ser simples jujubes, como sugiere su aspecto -opinó Rowley.
– Chupad uno y lo sabréis -dijo bruscamente Ulf-. ¿Qué pensáis, señora?
Adelia había cogido uno con sus pinzas y lo estaba oliendo.
– No lo sé.
– Sugiero hacer una prueba -propuso Rowley-. Se los enviaremos a Roger de Acton con nuestros saludos.
Era tentador, pero Mansur se los llevó al patio y los arrojó en la forja del herrero.
– No habrá más visitas en esta sala -ordenó Adelia-. Y ninguno de vosotros, especialmente Ulf, está autorizado a salir del castillo o pasear dentro de él sin compañía.
– Por Dios, mujer, así nunca lo encontraremos.
Aparentemente Rowley había estado investigando desde su lecho de enfermo, valiéndose de su papel de recaudador de impuestos para interrogar a los visitantes.
Los judíos le habían contado que Chaim, respetuoso con sus principios, nunca había hablado sobre sus clientes o mencionado la magnitud de sus deudas. Los únicos registros existentes eran aquellos que se habían quemado y los que le habían sustraído a Simón.
– Salvo que el tesoro de Winchester tenga una lista de las cuentas, lo que es probable. He enviado a un escudero para averiguarlo. Al rey no le agradará. Los judíos generan gran parte de los ingresos de esta nación. Y si Enrique no se siente complacido…
El hermano Gilbert había declarado que preferiría morir en la hoguera antes que pedir dinero a los judíos. Lo mismo habían dicho el cruzado boticario, sir Joscelin y sir Gervase, aunque con menos vehemencia.
– No dirían que lo hicieron, por supuesto, pero los tres parecen haber logrado la prosperidad con su esfuerzo.
Gyltha asintió.
– Les fue bien en Tierra Santa. James abrió su botica cuando volvió. Gervase, aunque era un cerdo asqueroso de chico y ahora no es mucho mejor, recibió tierras. Y el joven Joscelin, que de haber sido por su padre no tendría con qué taparse el culo, hizo de Grantchester un palacio. ¿El hermano Gilbert? Es un hombre común.
Se oyó una respiración fatigosa en la escalera. Lady Baldwin entró en la sala con una mano en la cintura. En la otra traía una carta.
– Enfermedad. En el convento. Que Dios nos ayude. Si fuera la peste…
Matilda W. llegó detrás de ella.
La carta era para Adelia, la habían enviado a la casa del viejo Benjamín, por lo que Matilda la había traído hasta el castillo. Era un trozo de pergamino arrancado de algún manuscrito, lo que revelaba su terrible urgencia. Pero la escritura era firme y clara.
La priora Joan hace llegar sus saludos a la señora Adelia, ayudante del doctor Mansur, de quien ha recibido buenas referencias. La pestilencia ha estallado entre nosotros y ruego, en nombre de Jesús y de su santa Madre, que la mencionada señora visite el convento de la bendita Santa Radegunda para que explique al buen doctor lo que sucede y aconseje cómo aliviar a las hermanas que sufren. Su estado es muy grave, algunas están al borde de la muerte.
Una posdata decía:
No se discutirán los honorarios. Todo debe hacerse con discreción para evitar que cunda la alarma.
Un mozo de cuadra y un caballo esperaban a Adelia en el patio.
– Llevaréis un poco de mi caldo de carne -dijo lady Baldwin-. Joan no suele alarmarse. Debe ser una situación extrema.
Adelia pensó que, en efecto, debía serlo para que una priora cristiana pidiera auxilio a un médico sarraceno.
– La enfermera también ha caído -anunció Matilda B. Se lo había dicho el mozo de cuadra-. La mayoría vomita y caga hasta la consumación. Que Dios nos ayude, podría ser la peste. ¿No ha sufrido bastante esta ciudad? ¿Por qué el pequeño Peter no les evita esto a las hermanas?
– No iréis, Adelia -declaró Rowley tratando de salir de la cama.
– Es mi deber.
– Me temo que debe ir -intercedió lady Baldwin-. Pese a todos los rumores malintencionados, la priora no permitirá que un hombre entre en un santuario habitado por monjas, salvo que se trate de un sacerdote que vaya a escuchar su confesión. Si la enfermera ha quedado hors de combat, la señora Adelia es la mejor opción, una excelente opción. Con un diente de ajo en cada fosa nasal no sucumbirá.
Dicho lo cual, lady Baldwin salió para preparar su caldo de carne.
Adelia estaba dando explicaciones e instrucciones a Mansur.
– Oh, mi fiel amigo, debéis cuidar de este hombre, esta mujer y este niño mientras esté ausente. No debéis permitir que vayan solos a ninguna parte. El demonio está fuera. Prometedme por Alá que los protegeréis.
– ¿Y quién os protegerá a vos, pequeña? Esas santas mujeres no pondrán objeción ante la presencia de un eunuco.
Adelia sonrió.
– No es un harén. Esas mujeres protegen su templo de los hombres. Estaré bien.
Ulf se colgó de su brazo.
– Yo puedo ir. No soy un hombre todavía. Allí me conocen. Nunca he cogido nada.
– Esto tampoco lo cogeréis.
– No iréis -manifestó Rowley crispado, arrastrando a Adelia hacia la ventana, lejos de los demás-. Es un maldito plan para que estéis desprotegida. De alguna manera, Rakshasa es parte de él.
Al verlo nuevamente de pie, Adelia recordó cuan grande era y comprendió lo que significaba un hombre poderoso para los indefensos. Comprendió también que para Rowley el asesinato de Simón había precedido al suyo. Ella temía por él tanto como él temía por ella. Era conmovedor y gratificante, pero había cosas que atender.
Debía indicar a Gyltha qué medicamentos de la mesa tendría que reemplazar, debía recoger otros de la casa del viejo Benjamín… no tenía tiempo para él en ese momento.
– Sois el único que ha estado haciendo preguntas -repuso, suavemente-. Os ruego que cuidéis de vuestra persona y de mi gente. En este momento sólo necesitáis que os cuiden. Gyltha se ocupará de vos. -Adelia trataba de separarse de él-. Debéis comprenderlo, mi deber está junto a ellas.
– Por Dios -gritó sir Rowley-, ¿podéis dejar de representar el papel de doctora por una vez?
«¿Representar el papel de doctora?».