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A pesar de que todavía notaba el contacto de su mano, Adelia sintió que el suelo se quebraba entre los dos. Miró a sir Rowley a los ojos a través de ese abismo. Para él ella era una agradable criaturita que se engañaba a sí misma, entreteniéndose, sencillamente, como una solterona que llena su tiempo mientras espera el momento trascendental para una mujer.

Pero, si así fuera, ¿qué significaba la fila de enfermos que la aguardaban todos los días? ¿Qué significaba Coker, que podía subir escaleras para reparar techos? ¿Y qué significaba él -se preguntó asombrada, mirándolo a los ojos-, que se habría desangrado hasta morir?

Tuvo la absoluta certeza de que jamás se casaría con aquel hombre. Ella era Vesubia Adelia Rachel Ortese Aguilar. Podría ser una persona solitaria, pero siempre sería doctora.

Se sacudió para librarse de él.

– El paciente puede volver a comer sólido, Gyltha. Estos medicamentos deben ser reemplazados por otros nuevos -dijo, y se marchó.

Además, necesitaba los honorarios que la priora le había prometido.

La iglesia de Santa Radegunda y los edificios anexos daban una impresión engañosa. Construidos al término de la invasión danesa, antes de que la congregación se quedara sin dinero, el edificio principal del convento, la capilla y los claustros eran amplios y solitarios y habían conocido el reinado de Eduardo el Confesor. Estaban apartados del río, ocultos entre los árboles, para que los largos barcos de los vikingos -que serpenteaban por las aguas poco profundas de los afluentes del Cam- no pudieran descubrirlos.

Los monjes que lo habitaron habían muerto y el lugar había sido otorgado a una orden de religiosas.

Edric le contaba todo esto a Adelia mientras, seguidos por Salvaguarda, cabalgaban hacia una entrada lateral del muro. Las puertas principales estaban clausuradas para los visitantes.

Al igual que Matilda W., el mozo de cuadra se sentía agraviado porque el pequeño Peter no hacía su trabajo.

– No da buena impresión ver el convento cerrado, justo cuando empieza la verdadera temporada de peregrinaciones -señaló-. La madre Joan tiene motivos para estar molesta.

Edric ayudó a descender a Adelia delante del edificio donde se encontraban el establo y las casetas de los perros -de todos los edificios pertenecientes al convento que Adelia había visto, era el único que se conservaba en buen estado- y señaló un sedero que bordeaba un prado.

– Que Dios os acompañe, señora.

Obviamente, él no lo haría.

Pero Adelia no estaba preparada para aislarse del mundo exterior. Ordenó al mozo de cuadra que fuera al castillo todas las mañanas: llevaría los mensajes que ella necesitara enviar, preguntaría cómo estaban sus amigos y traería la respuesta.

Luego partió con Salvaguarda. El ruido de la ciudad, en la otra orilla, se desvaneció. Las alondras volaban a su alrededor, su canto surgía burbujeante. Detrás de ella, los perros de la priora ladraron y un corzo bramó en algún lugar del bosque que tenía frente a sí.

Recordó que en ese mismo bosque estaba el feudo de sir Gervase.

– ¿Es posible controlar esto? -preguntó la priora Joan. Estaba mas ojerosa que en su último encuentro con Adelia.

– No es la peste y tampoco es tifus, gracias a Dios. Ninguna de las hermanas tiene una erupción. Creo que es cólera -declaró Adelia. La priora se puso pálida, por lo que agregó-: Se manifiesta con menos virulencia que en Oriente, pero es bastante serio. Estoy preocupada por vuestra enfermera y por la hermana Verónica. -Eran, respectivamente, la más anciana y la más joven del convento. La hermana Verónica era la monja que se había presentado ante Adelia como una imagen de gracia imperecedera mientras rezaba sobre el relicario del pequeño Peter.

– Verónica. -La priora parecía angustiada, y eso le causó buena impresión a Adelia-. La más dulce de todas, que Dios se apiade de ella. ¿Qué debemos hacer?

¿Qué se debía hacer, en efecto? Adelia miró consternada hacia el otro lado del claustro, donde, más allá de las columnas del corredor, se erigía lo que parecía un enorme palomar, con dos filas de diez arcos sin puertas; cada uno de ellos daba a una celda de menos de cuatro pies de ancho donde las monjas estaban postradas. No había enfermería. El título de enfermera parecía ser una denominación honorífica que recaía en la anciana hermana Odilia, sencillamente porque era entendida en hierbas. Tampoco tenían salón. De hecho, no había ningún aposento que las monjas pudieran compartir.

– Los monjes que vivían originalmente en este convento eran ascetas y preferían la privacidad de las celdas individuales -señaló la priora, advirtiendo el gesto de Adelia-. Las hemos conservado porque hasta el momento no hemos tenido dinero para reformar nada. ¿Podréis arreglároslas?

– Necesitaré ayuda.

Ya era suficientemente difícil cuidar por sí sola a veinte mujeres gravemente enfermas, con diarrea y vómitos, en una sala. Pero tener que ir de una celda a otra, subiendo y bajando por los peldaños fatídicamente estrechos y sin pasamanos terminaría por aniquilar a la encargada de dispensar los cuidados.

– Me temo que los sirvientes huyeron ante la mención de la peste.

– De ningún modo queremos que regresen -advirtió Adelia con firmeza.

Un vistazo al edificio del convento sugería que aquellos que debían mantenerlo en orden habían permitido que reinara la negligencia mucho antes de que se desatara la enfermedad, incluso ese abandono bien podría ser su causa.

– ¿Puedo preguntaros si compartís vuestras comidas con las demás religiosas?

– ¿Y qué tiene eso que ver, señora?

La priora estaba ofendida, como si Adelia estuviera acusándola de no cumplir con su deber.

Y de algún modo así era. Recordaba que la madre Ambrosia se ocupaba de la correcta alimentación del cuerpo y del espíritu cuando presidía la mesa en el inmaculado refectorio de San Jorge, en el que todas las comidas estaban acompañadas por la lectura de un pasaje de la Biblia y donde la falta de apetito de una monja podía ser detectada para actuar en consecuencia. Pero Adelia no quería una confrontación tan temprana y aclaró:

– Podría estar relacionado con el envenenamiento.

– ¿Envenenamiento? ¿Estáis sugiriendo que alguien trata de matarnos?

– No de manera deliberada, pero sí accidentalmente. El cólera es una forma de envenenamiento. Y dado que parecéis estar libre de él…

La expresión de la priora sugería que comenzaba a arrepentirse de haber llamado a Adelia.

– Da la casualidad de que tengo mis propios aposentos y habitualmente estoy demasiado ocupada con los asuntos del convento, por lo que no puedo comer con las hermanas. La semana pasada estuve en Ely, consultando al abad sobre… temas religiosos.

Comprando uno de los caballos del abad, eso había dicho Edric, el mozo de cuadra.

La priora Joan continuó.

– Os sugiero limitar vuestra curiosidad al asunto que tenemos entre manos. Decidle a vuestro doctor que no hay envenenadores aquí, y en el nombre de Dios, preguntadle qué debemos hacer.

Lo que debían hacer era pedir ayuda. Lo que enfermaba a las monjas no estaba en el aire del convento, aunque el lugar era frío, húmedo y olía a podrido. Adelia regresó hasta las casetas de los perros y ordenó a Edric que fuera a buscar a las Matildas. Llegaron junto con Gyltha.

– El chico está a salvo en el castillo con sir Rowley y Mansur -anunció cuando Adelia la reprendió-. Creo que me necesitáis más que ellos.

Eso era indudable, aunque peligroso para todos.

– Os agradeceré que estéis aquí durante el día -explicó Adelia a las tres mujeres-. No debéis pasar la noche en este lugar porque mientras dure la pestilencia no podréis comer la comida del convento ni beber su agua. Os exijo que sea así. En el claustro habrá cubos con brandy y después de tocar a las monjas, sus bacinillas o cualquier cosa que les pertenezca, debéis usarlo para lavaros las manos.