Выбрать главу

– ¿Con brandy?

– Con brandy.

Adelia tenía su propia teoría respecto a enfermedades como la que aquejaba a las monjas. Como tantas de sus teorías, difería de Galeno u otras en boga. Creía que la diarrea, en casos como aquél, era el intento del cuerpo de liberarse de una sustancia que no podía tolerar. De alguna manera el veneno había entrado en el cuerpo, ergo, de alguna manera saldría de él. A menudo el agua estaba contaminada -como ocurría en las zonas más pobres de Salerno, donde la enfermedad estaba siempre presente- y por eso consideró que era la fuente original del veneno hasta que no se probara lo contrario. Dado que cualquier destilado, en este caso el brandy, solía evitar la putrefacción de las heridas, también podría actuar sobre cualquier veneno procedente del cuerpo que estuviera en contacto con las manos de una enfermera, impidiendo el contagio.

Ése era el razonamiento de Adelia, y actuaba en consecuencia.

– ¿Mi brandy? -protestó la priora al ver que el tonel de su sótano se vertía en dos cubos.

– El doctor insiste en que lo hagamos -repuso Adelia, simulando que Edric traía del castillo mensajes con instrucciones de Mansur.

– Deberíais saber que es el mejor brandy español -alegó Joan.

– Aún más a mi favor.

Se hallaban en la cocina. Adelia tenía ventaja sobre la priora, sospechaba que nunca había entrado allí. El lugar era oscuro y estaba lleno de alimañas. Varias ratas habían huido al verla entrar y Salvaguarda había aullado tras ellas con un entusiasmo que su ama no le conocía. Las paredes de piedra estaban impregnadas de grasa. Las hendiduras de la mesa tocinera eran visibles incluso con los recipientes desparramados y llenos de mugre. Había un leve olor a rancio. Las ollas, que colgaban de ganchos, rezumaban suciedad y restos de comida, las latas de harina estaban descubiertas y se intuía movimiento en su interior; lo mismo podía decirse de los tanques abiertos con agua para cocinar. Adelia se preguntaba en cuál de ellos habrían hervido el cadáver del pequeño Peter y si lo habrían lavado después. Hebras de carne colgaban de un cuchillo, hediondas como pus. Después de olerlas miró a la priora.

– ¿Decís que no hay aquí un envenenador? Vuestras cocineras deberían ser arrestadas.

– Tonterías -sentenció la priora-. Un poco de suciedad jamás ha hecho daño a nadie. -Pero sujetó el collar de su mascota para que dejara de lamer un mejunje irreconocible pegado a una fuente que estaba en el suelo-. No pago al doctor Mansur para que su subordinada espíe el lugar, sino para que mis monjas se curen.

– El doctor Mansur sostiene que tratar el lugar es tratar al paciente.

Adelia no estaba dispuesta a ceder. Había administrado una pildora de opio a las monjas que estaban más graves para aliviar sus retortijones, y aparte de lavar a las otras y darles sorbos de agua hervida -algo que ya había encargado a Gyltha y Matilda W.- poco más podía hacerse por las enfermas hasta que la cocina estuviera en condiciones de ser utilizada. Miró a Matilda B. para encargarle su hercúlea tarea.

– ¿Podéis hacerlo, pequeña? ¿Limpiaréis estos establos de Augea?

– ¿También guardaban aquí los caballos? -preguntó Matilda B. mientras se arremangaba.

– Es muy probable.

Adelia salió a inspeccionar; la resentida priora la siguió. En el refectorio, una vitrina contenía frascos etiquetados que demostraban el conocimiento que la hermana Odilia tenía sobre las hierbas. También encontró una enorme provisión de opio, excesiva en opinión de la doctora, que, conociendo el poder de la droga, mantenía oculta una dosis mínima ante la eventualidad de un robo.

La doctora comprobó que el agua del convento era potable. El terreno estaba coloreado por la turba, pero el agua pura que brotaba de las capas inferiores corría por un conducto a través de los distintos edificios del convento. Primero abastecía a la cocina, antes de pasar por el lugar donde se preparaban las conservas de pescado, situado en el exterior; luego iba a la lavandería y a la pila, y seguía su curso a lo largo de un práctico declive pasando bajo un largo banco con múltiples agujeros -el excusado- en el edificio anexo. El banco estaba bastante limpio, aunque nadie había cepillado el albañal desde hacía semanas. Un trabajo que Adelia reservaba a la priora. No había razón alguna para que se lo encargara a Gyltha o a las Matildas.

Pero eso quedaría para más tarde. Habiendo hecho lo posible para que la condición de sus pacientes no empeorara, Adelia orientó su energía a salvar sus vidas.

El prior Geoffrey acudió a salvar sus almas. Un gesto que le honraba, considerando la enemistad existente entre él y la priora. Y que además demostraba su valentía, habida cuenta de que el sacerdote que habitualmente oía en confesión a las religiosas se había negado a asistirlas, enviando una carta con una absolución general para cualquier pecado que pudiera surgir.

Llovía. El agua surgía a chorros de las gárgolas, desde el techo del corredor del claustro hacia el jardín descubierto del centro. La priora Joan recibió al prior y se lo agradeció con rígida cortesía. Adelia llevó su capa mojada a la cocina para que se secara.

Cuando regresó, el prior Geoffrey estaba solo.

– Pobre mujer. Cree que trato de robarle los huesos del pequeño Peter aprovechándome de su situación.

– ¿Estáis bien, prior? -preguntó Adelia, contenta de verlo.

– Muy bien -repuso, guiñándole un ojo-. Por ahora todo funciona correctamente.

Estaba más delgado, su aspecto era más saludable. Eso la tranquilizó y también la misión que había traído al prior al convento.

– Los pecados parecen ser insignificantes, salvo para ellas -explicó la doctora, refiriéndose a las monjas. En los momentos más terribles, cuando se creían al borde de la muerte, había escuchado las razones por las cuales la mayoría de sus pacientes se sentían merecedoras del pavoroso fuego del infierno-. La hermana Walburga se había comido un trozo del embutido que llevaba a las anacoretas, pero a juzgar por su aflicción se diría que la mujer era una combinación de jinete del Apocalipsis y meretriz de Babilonia.

De hecho, Adelia ya había desestimado las acusaciones del hermano Gilbert en relación con la conducta de las monjas. Un médico conocía muchos secretos de un paciente gravemente enfermo y ella había descubierto que esas mujeres podían ser chapuceras, indisciplinadas, en su mayoría iletradas -defectos que ella adjudicaba a la negligencia de su priora-, pero no inmorales.

– Se reconciliará a través de Cristo -dijo solemnemente el prior Geoffrey.

Cuando terminó de confesar a las monjas de la planta baja, ya había oscurecido. Adelia lo esperaba delante de la celda de la hermana Verónica, al final de la fila, para iluminarle el camino hacia las celdas superiores.

– He dado a la hermana Odilia la extremaunción -anunció el religioso.

– Prior, aún tengo esperanzas de salvarla.

El religioso le dio una palmada en el hombro.

– No lo creo, salvo que pudierais realizar milagros, hija. -El prior miró hacia la celda que acababa de abandonar-. Temo por la hermana Verónica.

– Yo también.

La joven monja estaba más enferma de lo esperado.

– La confesión no ha aliviado a esa niña del sentimiento de haber pecado -manifestó el prior Geoffrey-. Ésa es, posiblemente, la cruz que cargan las almas puras como la suya. Temen demasiado a Dios. Para Verónica, la sangre de nuestro Señor todavía está húmeda.

Adelia acompañó al prior mientras subía, quejoso, los peldaños, resbaladizos a causa de la lluvia. Entonces regresó hasta la celda de Odilia. La enfermera llevaba días tendida en la cama. Con sus manos nudosas, teñidas de turba, se esforzaba por apartar las sábanas. Adelia volvió a cubrirla, secó el óleo que le resbalaba por la frente y trató de que comiera un poco de la gelatina de ternera de Gyltha. La anciana apretó los labios.