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La priora comenzó a cantar un réquiem. Adelia regresó a las celdas para quedarse junto a Agatha. Todas las monjas estaban dormidas, lo que agradeció. No se enterarían de la muerte de su compañera hasta que fuera de día y para entonces estarían en mejores condiciones. ¿Llegaría alguna vez la mañana a ese horrible lugar? «Un sitio siniestro», había dicho el prior.

El eco lejano de la firme voz de contralto que llegaba desde la capilla no sonaba como un réquiem cristiano, sino como el lamento por un guerrero caído. ¿Había sido la muerte de Odilia o algún elemento presente en la piedra lo que había invocado a la figura con cuernos en el claustro?

Fatiga, volvió a decirse Adelia. Estaba cansada.

Pero la imagen perduraba y para librarse de ella apeló a su imaginación. La reemplazó por otra, más voluminosa, divertida, infinitamente más amada: Rowley apareció allí para reemplazar el horror. Con la reconfortante presencia de ese custodio, Adelia se durmió.

La hermana Agatha murió la noche siguiente.

«Sencillamente su corazón parece haber dejado de latir», fueron las palabras de Adelia en un mensaje que envió al prior Geoffrey. «Estaba mejorando. No lo esperaba».

Y la doctora había llorado por eso.

Con un poco de descanso y la comida de Gyltha, las demás monjas se recuperaron con rapidez.

Verónica y Walburga, las más jóvenes, estuvieron levantadas y atareadas antes de lo que Adelia habría deseado, aunque era difícil resistirse a su entusiasmo.

No obstante, no era sensato que insistieran en cumplir con su deber de aprovisionar a las olvidadas anacoretas, especialmente porque para llevarles suficiente cantidad de alimentos y turba eran necesarios dos botes, y cada monja debía impulsar el suyo.

Adelia apeló a la priora Joan para que les prohibiera hacer esfuerzos. Aún estaba agotada, y lo hizo sin tacto.

– Todavía son mis pacientes. No puedo permitirlo.

– Todavía son mis monjas. Y las anacoretas, mi responsabilidad. Cada cierto tiempo, la hermana Verónica, especialmente, necesita la libertad y la soledad que encuentra entre ellas. Siempre que lo ha solicitado, se lo he concedido.

– El prior Geoffrey me prometió que abastecería a las anacoretas.

– Prefiero no opinar sobre las promesas del prior Geoffrey.

No era la primera vez, ni la segunda ni la tercera que Joan y Adelia se enfrentaban. La priora, consciente de que sus múltiples ausencias habían llevado al convento y a sus monjas al borde de la ruina, trataba involuntariamente de conservar su autoridad oponiéndose a Adelia.

Habían discutido acerca de Salvaguarda. La priora decía que apestaba, lo cual era cierto, pero no más que los lugares donde vivían las monjas. Habían discutido acerca de la administración del opio; la priora había decidido adoptar el criterio de la Iglesia.

– Dios nos envía el dolor, sólo Dios puede librarnos de él.

– ¿Quién lo dice? ¿Qué pasaje de la Biblia afirma tal cosa? -había preguntado Adelia.

– Me han dicho que esa droga crea dependencia. Se crearán el hábito de tomarla.

– No lo harán. No saben qué están tomando. Es una solución temporal, un soporífero para aliviar el dolor.

Tal vez porque había ganado esa discusión, perdió esta otra. Las dos monjas obtuvieron el permiso de su priora para llevar provisiones a las eremitas. Adelia comprendió que ya no podía hacer más por ellas y abandonó el convento dos días más tarde.

El mismo día en que los tribunales superiores comenzarían la vista en Cambridge.

Para cualquier persona el bullicio hubiera sido molesto, pero para Adelia, que había estado rodeada de silencio, era un azote. La caminata desde el convento fue ardua. Había recorrido el camino cargando la pesada bolsa con los medicamentos. Sólo quería llegar a la casa del viejo Benjamín y descansar, pero la multitud que contemplaba el desfile la detuvo en Bridge Street.

Al principio le costó comprender quiénes eran esos visitantes. Los músicos de librea que montando sus caballos hacían sonar trompetas y batían tamboriles la llevaron de regreso a Salerno, a la semana que precedía al Miércoles de Ceniza, cuando el carnevale llegaba a la ciudad pese a todos los esfuerzos de la Iglesia para evitarlo.

Pasaron más tambores, y pertigueros, con trajes muy ornamentados y grandes mazas doradas sobre los hombros. Y, Santo Cielo, obispos con mitra y abades sobre caballos adornados, algunos de ellos saludando. Y un comediante que hacía el papel de verdugo con capucha y hacha…

Luego supo que el verdugo no era un comediante. No había acróbatas ni osos adiestrados. Los tres leopardos, símbolo de los Plantagenet, estaban bordados por doquier. Los hermosos palanquines llevados por hombres vestidos con tabardos transportaban a los jueces que el rey había enviado para poner a Cambridge en su balanza, y si Rowley estaba en lo cierto, quedaría desequilibrada.

No obstante, la gente los aclamaba. Estaba ávida de entretenimiento, y parecía que los juicios, las multas y las sentencias por venir podían proporcionárselo.

Apabullada por el alboroto, Adelia vio de pronto a Gyltha abriéndose paso entre la muchedumbre desde el otro lado de la calle, con la boca abierta, como si también ella estuviera ovacionando el desfile. Pero nada más lejos.

«Oh, Dios Todopoderoso, no permitas que lo diga, ni siquiera que lo pronuncie», rogó Adelia.

Gyltha corrió hacia la calzada. Un jinete se vio obligado a frenar su caballo. Maldijo y llevó hacia un lado a su tembloroso corcel para no pisotearla. Ella hablaba, miraba, se aferraba a la gente. Ya estaba cerca. Adelia retrocedió para eludirla, pero era imposible no oír sus gritos.

– ¿Alguien ha visto a mi muchacho?

Gyltha podría haber sido ciega. Se colgó de la manga de Adelia sin reconocerla.

– ¿Has visto a mi niño? Se llama Ulf. No lo encuentro.

Capítulo 14

Se sentó a orillas del Cam, en el mismo lugar y sobre el mismo cubo que había usado Ulf mientras pescaba. Miraba el rio. Sólo eso. Atrás quedaban las calles bulliciosas y agitadas. En parte por la llegada de los jueces, y en parte debido a la búsqueda de Ulf. La propia Gyltha, Mansur, las dos Matildas, los pacientes de Adelia, los clientes de Gyltha, los vecinos, los jueces locales, y otros, simplemente preocupados, todos buscaban a Ulf con creciente desesperación.

– El chico estaba inquieto en el castillo y quería ir a pescar -le explicó Mansur a Adelia, imperturbable, casi rígido-. Fui con él. Entonces la gordita -se refería a Matilda B.- me llamó desde la casa para que arreglara la pata de una mesa. Cuando volví a salir, ya no estaba. -Mansur se negaba a mirarla, lo que revelaba su profundo disgusto-. Decidle a la mujer que lo siento.

Gyltha no lo había culpado, no culpaba a nadie. El terror era tan grande que no podía mudarse en ira. Su cuerpo tenía el aspecto marchito de una mujer más mucho más pequeña y anciana, pero no estaba dispuesta a quedarse quieta. Ella y Mansur ya habían vadeado el río en ambas direcciones, preguntado a cuanta persona entontraron, y saltado a los botes para descubrir cualquier cosa que pudieran ocultar. Ese día interrogarían a los mercaderes que se apostaban junto al gran puente.

Adelia no fue con ellos. Toda la noche estuvo junto a la ventana del solar, observando el río. Cuando amaneció, se sentó en el lugar de Ulf, donde continuó observando, dominada por un dolor terrible y paralizante, aunque en cualquier caso nada le hubiera apartado de allí. «Es el río», había dicho Ulf y ella se repetía una y otra vez esa frase porque, si dejaba de escucharla, le oiría gritar.

Rowley se abrió paso ruidosamente entre los juncos y llegó renqueando hasta Adelia para convencerla de que abandonara ese lugar. Trató de convencerla, la sostuvo entre sus brazos. Aparentemente quería que fuera al castillo, donde se requería su presencia, ocupado como estaba con los tribunales. Continuamente mencionaba al rey. Ella apenas lo oía.