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– Lo siento -repuso Adelia-, pero debo permanecer aquí. Es el río. El río se los lleva.

– ¿Cómo puede llevárselos el río?

Rowley le habló suavemente. Creía que estaba loca, y por supuesto, así era.

– No lo sé -respondió la doctora-. Debo quedarme aquí hasta que lo averigüe.

Rowley insistía. Ella lo amaba, pero no lo suficiente como para ir con él. Estaba bajo el influjo de un amor diferente, más imperioso.

– Volveré -anunció finalmente Rowley.

Adelia asintió y apenas advirtió su partida.

Era un hermoso día, soleado y cálido. Desde los botes, la gente -enterada de lo ocurrido- gritaba palabras de aliento a la mujer sentada en la orilla sobre un cubo, con un perro a su lado.

– No te preocupes, tesoro. Seguramente está jugando en algún lugar. Volverá, como la falsa moneda.

Otros apartaban sus ojos de ella y permanecían en silencio.

Adelia no los veía, no los oía. Veía el pequeño cuerpo de Ulf, flacucho y desnudo, luchando por librarse de las manos de Gyltha cuando se disponía a dejarlo caer en el agua para bañarlo.

«Es el río».

Tomó la decisión cuando, al atardecer, vio que la hermana Verónica y la hermana Walburga pasaban en su bote. Walburga la reconoció y remó hacia la orilla.

– Seguramente nos echaréis un sermón, señora. Ocurre que las provisiones que envió el prior no bastaban para alimentar a un gato y debemos volver río arriba para llevar más. Pero nos sentimos fuertes otra vez, ¿verdad, hermana? Fuertes por la gracia de Dios.

La hermana Verónica parecía preocupada.

– ¿Qué os sucede, señora? Se os ve cansada.

– No me sorprende -declaró Walburga-, está cansada por haber cuidado de nosotras. Es un ángel. Dios la bendiga.

«Es el río».

Adelia se puso de pie.

– Iré con vosotras, si me lo permitís.

Complacidas, las monjas la ayudaron a subir al bote y la sentaron en la bancada de popa, con las rodillas flexionadas tocando el mentón y los pies apoyados en una jaula con gallinas. Se rieron cuando Salvaguarda, al que llamaban «viejo apestoso», se dispuso a seguirlas, contrariado, por el camino de sirga.

Las religiosas le contaron que la priora Joan estaba proclamando al mundo entero que el pequeño Peter había resurgido: muchas de sus monjas habían estado enfermas, pero sólo dos habían muerto y una de ellas era muy anciana. El santo había sido sometido a prueba y había cumplido.

Las dos monjas se turnaban para impulsar el bote con una frecuencia que ponía de manifiesto que aún no habían recuperado toda su energía, pero no le daban importancia.

– Fue más difícil ayer -explicó Walburga- porque cada una llevaba su bote. Pero el Señor nos infundió su fortaleza.

Walburga indicó que podía seguir un trecho más antes de descansar. Con todo, los movimientos de Verónica -más gráciles y menos esforzados- delinearon una encantadora figura mientras los delgados brazos presionaban el mástil y lo levantaban casi sin salpicar a sus compañeras de viaje.

Pasaron por Trumpington, por Grantchester…

Estaban en un lugar del río que la expedición formada por Adelia, Ulf y Mansur no había explorado. Las aguas se dividían: hacia el sur seguía el Cam; desde el este recibía un afluente. El bote se dirigió hacia el este.

Walburga, que estaba remando, respondió a la pregunta de Adelia, la primera que formulaba.

– Éste es el Granta, el que nos lleva a las anacoretas.

– Y a casa de vuestra tía -añadió Verónica, sonriendo-. También nos lleva a la casa de vuestra tía, hermana.

En el rostro de Walburga apareció una sonrisa.

– Así es. Se sorprenderá de verme dos veces en una semana.

El paisaje allí era distinto. Una extensión de tierras altas y planas donde la hierba firme y árboles más grandes reemplazaban a los juncos y los alisos. A la luz del ocaso, Adelia distinguió setos y cercas en lugar de diques. La luna, una tenue lámina redondeada en el cielo del atardecer, comenzaba a delinearse con nitidez.

Salvaguarda empezó a renquear. Verónica propuso que la pobre criatura viajara con ellas. Cuando las gallinas dejaron de protestar por su presencia, el silencio fue interrumpido sólo por los últimos gorjeos de los pájaros.

Walburga guio el mástil hacia una ensenada desde la cual partía el sendero que llevaba a la granja de su tía. Mientras avanzaba torpemente por él, dijo:

– No carguéis todo sola, hermana. Dejad que los mayores os ayuden.

– Lo harán.

– ¿Podréis conducir el bote de regreso por vos misma?

Verónica asintió y sonrió. Walburga hizo una reverencia a Adelia, se despidió y se fue.

El Grama se hacía más estrecho y oscuro a medida que serpenteaba por un valle. En ocasiones las ramas de las hayas caían hasta el agua y la monja tenía que agacharse para esquivarlas. Verónica se detuvo para encender un farol, que puso a sus pies, con el que logró iluminar aproximadamente un par de metros las oscuras aguas que tenían delante, donde se reflejaban los ojos verdes de algunos animales que las miraban antes de perderse entre la maleza.

Cuando dejaron atrás los árboles pudieron ver nuevamente la luna, que plateaba un paisaje blanco y negro de setos y pasturas. Verónica impulsó el bote hacia la orilla izquierda.

– Final del viaje, alabado sea el Señor.

Adelia miró hacia delante y señaló una enorme elevación a lo lejos que terminaba en una planicie.

– ¿Qué es eso?

Verónica se giró para mirar.

– ¿Allí? Eso es Wandlebury Ring.

Por supuesto, eso era.

Una estrella diminuta y titilante parecía haberse posado en la cima de la colina. Su brillo era intermitente y por momentos se volvía invisible. Adelia se movió para que Verónica levantara la jaula de gallinas que estaba debajo de sus piernas.

– Esperaré aquí -dijo.

La monja la observó con recelo. Luego miró las canastas que aún estaban en el bote y que debía transportar hasta las invisibles ermitas.

– ¿Podéis dejar el farol aquí? -preguntó Adelia.

La hermana Verónica ladeó la cabeza.

– ¿Tenéis miedo de la oscuridad?

Adelia meditó sobre la pregunta.

– Sí.

– Quedáoslo entonces. Que el Señor os proteja. Regresaré lo más pronto posible.

La monja cargó un costal sobre el hombro, aferró la jaula con la otra mano y partió por el sendero iluminado por la luna en dirección a los árboles.

Adelia esperó a que se alejara, luego puso a Salvaguarda en la orilla, cogió el farol, lo alzó para comprobar que la llama de la vela era vigorosa, y comenzó a caminar.

Durante un rato, el río y el sendero que lo bordeaba serpentearon en la dirección que ella quería seguir, pero después de una milla tal vez, comprendió que ese rumbo la alejaría hacia el sur. Abandonándolo, caminó hacia el este en línea recta, como un cuervo, aunque un pájaro no tendría que sortear los obstáculos con los que se topó Adelia: extensos zarzales, lomas y hondonadas, resbaladizos a causa de la lluvia reciente; cercas que no siempre era posible atravesar de un salto o reptando por debajo de ellas.

Si desde Wandlebury Ring alguna persona hubiera observado las vueltas con que intentaba sortear esos obstáculos, habría visto una luz minúscula y errática en medio de la oscuridad del campo que deambulaba sin rumbo aparente. Una luz que desaparecía ocasionalmente: cuando ella caía y trataba torpemente de evitar que el farol se golpeara contra el suelo y se apagara.

Salvaguarda, a su lado, esperaba hasta que Adelia volvía a ponerse de pie. De vez en cuando un ciervo o un zorro se cruzaban a toda velocidad en su camino, sorprendiéndola, porque no los había oído. El sonido de sus propios sollozos -que no eran producto de la pena o el cansancio, sino del esfuerzo- le impedía oír cualquier otra cosa.

No obstante, si en Wandlebury Ring había un observador, notaría que a pesar de su trayectoria caprichosa la pequeña luz se acercaba.