Y Adelia, avanzando afanosamente por su valle de sombras, veía que la colina crecía lentamente hasta llenar todo el paisaje que tenía delante. La estrella ya no emitía una luz intermitente, sino un resplandor sostenido. Estuvo a punto de vomitar, disgustada por su propia estupidez.
«¿Por qué no vine directamente a este lugar? Los cuerpos de los niños me lo dijeron. Cal, dijeron. Donde nos mataron había cal. El río me ha obnubilado. Pero el río conduce a Wandlebury Ring. Debí haberme dado cuenta».
Con el cuerpo arañado y ensangrentado, renqueando, aunque con el farol todavía encendido, trepó hasta una superficie plana, para descubrir que era el mismo lugar -la calzada romana- donde una vez el prior Geoffrey había gritado a todo el que quisiera oírlo que no podía orinar.
El lugar estaba desierto. Era tarde; la luna estaba alta. Pero Adelia no tenía noción del tiempo. No existía el pasado y las personas que lo habitaron. No existía un chico llamado Ulf. Había dejado de verlo y oírlo. Sólo había una colina y debía llegar hasta la cima. Seguida por el perro, subió por el empinado sendero sin recordar la primera vez que lo recorrió. Sólo sabía que debía ir por ese camino.
Cuando llegara a la cima, tendría que buscar la luz intermitente. La desconcertaba que ya no fuera visible. «Oh, Dios, no permitas que se apague». En la oscuridad, en esa enorme sucesión de montículos, jamás encontraría el lugar.
De pronto la vio. Un resplandor surgió entre las ramas de más allá. Corrió sin tener en cuenta las depresiones del terreno. Cayó al suelo, y esa vez el farol se apagó. No le importó. Comenzó a arrastrarse.
Era una luz extraña, no provenía de un fuego encendido, ni de una vela. Se parecía más a un rayo dirigido hacia arriba. Mientras se esforzaba por acercarse, sus manos no encontraron terreno en el que apoyarse, su cuerpo se propulsó hacia delante y cayó en un declive del terreno. Salvaguarda miraba hacia delante; allí estaba la luz, a tres yardas de ella, en el centro de una depresión con forma de cuenco. No era fuego, ni un farol. No había nadie en el lugar. La luz provenía de un agujero en la tierra. Era la boca del infierno iluminada por las llamas que ardían en su interior.
Adelia tuvo que apelar a todas sus aptitudes, a sus conocimientos sobre ciencias naturales, a las hipótesis probadas, a los asertos del sentido común, para confrontarlo con lo irracional, para luchar con el pánico que la invitaba a apartarse llorando del agujero. Rogó a Dios que la librara de ese sentimiento.
«Dios Todopoderoso, defiéndeme del terror nocturno».
Adelia oyó una voz en su interior.
– No es el pozo del infierno, es sólo un pozo.
Por supuesto, eso era. Un pozo, tan sólo un pozo. Y Ulf estaba dentro.
Comenzó a reptar hacia delante. Su rodilla chocó contra algo que estaba sobre la hierba. Parecía formar parte del terreno, pero, después de tantearlo, Adelia descubrió que era un objeto fabricado por el hombre. Una rueda enorme y sólida. Se acercó y comprobó que estaba cubierta de turba.
Extendió el brazo para impedir que Salvaguarda se acercara demasiado; luego, con la lentitud de una tortuga, estiró el cuello para asomarse al borde del pozo.
Era un boquete de unos seis pies de ancho. Sólo el Señor sabría cuál era su profundidad. La luz que surgía de su interior no permitía calcularlo, pero era profundo. Una escala bajaba hacia la claridad. Todo era blanco, hasta donde podía ver.
Cal. No cabía duda, era cal. La que había cubierto a los niños muertos.
No era obra de Rakshasa. Una excavación como ésa implicaba un trabajo a gran escala. Él lo había encontrado y lo había usado. Sin duda lo había usado.
¿Todas las depresiones de la colina eran entradas ocultas a yacimientos de cal? ¿Para qué era necesaria tal cantidad de cal? No era momento de planteárselo. Ulf estaba allí abajo. También el asesino. Él iluminaba el lugar. La luz provenía de antorchas encendidas, la misma que solía ver el pastor. Por Dios, deberían haberlo descubierto. Habían rastreado aquella apestosa colina, recorriendo todas las depresiones para inspeccionarlas. ¿Por qué habían ignorado esa abierta invitación al mundo subterráneo?
Porque no era abierta.
La rueda cubierta de turba con la que había tropezado no era tal, sino una tapa, la cubierta de un aljibe. Cuando estaba colocada, la depresión del terreno tenía el mismo aspecto que las demás.
Rakshasa era un sujeto ingenioso.
Pero parte del terror que erizaba la piel de Adelia la abandonó. Recordó que mientras el carro de Simón subía por el sendero hacia Wandlebury Ring, Rakshasa había sido presa del pánico. Se sabía culpable y durante la noche había sacado los cuerpos del pozo para que su guarida no fuera descubierta.
«Este túnel es su escondite», pensó Adelia. Un lugar tan preciado que lo hacía vulnerable. No sólo lo delataba ante ella; aun cuando la tapa estuviera en su lugar, él sabía que era el túnel que conducía a lo más íntimo de su ser, la entrada a su alma pútrida, la fatalidad al descubierto. Su mera existencia era un ultraje a Dios. Y ella lo había encontrado.
Adelia prestó atención. Oyó a su alrededor a los seres que habitaban la colina, pero desde el túnel no surgía sonido alguno. No tenía que haber ido sola. Por Dios, ¿qué ayuda podía ofrecerle a ese niño? No contaba con refuerzos y nadie sabía dónde estaba.
No obstante, las circunstancias no habían permitido que fuera de otra manera. ¿Qué otra cosa podía hacer? No importaba. Ya estaba hecho. La leche se había derramado y era preciso secarla de algún modo. Si Ulf estaba muerto, podía retirar la escala y volver a colocar la rueda en su lugar. Sepultaría en vida al asesino y se iría de allí mientras Rakshasa se pudría en su propia tumba.
Pero Adelia intuía que Ulf no había muerto porque, gracias a lo que los cuerpos le habían contado, suponía que el asesino mantenía con vida a los niños hasta saciarse. Aun cuando fuera sólo una hipótesis, una frágil prueba, una tenue certeza, aquello la había impulsado a viajar en el bote de las monjas y emprender la marcha campo a través hacia ese pozo infernal para… ¿para qué?
Boca abajo, con la cabeza sobre el pozo, Adelia meditaba sobre las alternativas con la fría lógica de la desesperación. Podía ir en busca de ayuda, pero considerando el tiempo que le llevaría, no era una alternativa válida. El último lugar habitado que había visto era la granja de la tía de Walburga, y estando tan cerca de Ulf no se atrevía a abandonarlo. Podía bajar al pozo y ser asesinada, algo para lo que en última instancia estaba preparada, si gracias a ello Ulf lograba escapar. O bien, y esa opción era considerablemente más meritoria, podía bajar y matar al asesino. Lo que implicaba encontrar un arma. Debía encontrar un palo, una piedra, algo afilado.
De pronto, Salvaguarda se movió. Un par de manos agarraron a Adelia de los tobillos, la levantaron y la desplazaron hacia delante. Entonces, emitiendo un gruñido por el esfuerzo, alguien la arrojó dentro del pozo.
La salvó la escalerilla. A mitad de camino chocó con ella, rompiéndose algunas costillas pero logrando deslizarse por los peldaños más bajos durante el resto del descenso. Tenía tiempo, aparentemente tiempo de sobra, para pensar. «Debo permanecer consciente», se dijo, antes de golpearse la cabeza contra el suelo y perder el conocimiento.
Recuperó la conciencia mucho tiempo después, mientras viajaba lentamente entre una borrosa multitud que insistía en moverse, cambiarla de lugar y hablarle, lo que la irritó tanto que sólo porque estaba muy dolorida no pudo ordenarles que no lo hicieran. Poco a poco fueron alejándose y las voces se desvanecieron. Sólo una seguía molestándola.
– Silencio -ordenó y abrió los ojos. Pero le costaba tanto esfuerzo hacerlo que decidió seguir inconsciente durante un rato, lo cual era igualmente imposible porque el horror esperaba por ella y por alguien más, y su cerebro, decidido a luchar por su supervivencia y la de ese otro ser, insistía en seguir funcionando.