Debía serenarse y pensar. Pero el dolor se lo impedía. Le estaban trepanando el cráneo. Quizá sufría una conmoción, aunque no podría estimar su gravedad sin saber durante cuánto tiempo había estado inconsciente. Maldición. Le dolía la cabeza, y también las costillas; con un gesto crispado, logró inspirar profundamente. Probablemente no se había perforado el pulmón. Aparentemente estaba de pie, con los brazos por encima de la cabeza, y eso le comprimía el pecho.
No importaba. En una situación de peligro tan evidente, el estado de salud no era importante. Debía pensar y sobrevivir.
Estaba en el pozo. Recordaba haber visto la entrada. Habría llegado al fondo. Un breve vistazo le reveló que estaba rodeada de blancura. No podía recordar cómo había pasado de un lugar a otro. Era la consecuencia natural de la conmoción. Obviamente, la habían empujado, o se había caído.
Alguien más había caído o había sido arrojado allí antes o después que Adelia, porque en el intento de abrir los ojos había distinguido una figura en la pared opuesta, la que producía ese sonido incesante y tan irritante.
«Sálvame y protégeme, Señor y amo, y te seguiré. Toda mi vida me inclinaré humildemente ante mi Señor. Castígame con tu látigo y tus escorpiones, pero bríndame tu amparo».
La que balbuceaba era la hermana Verónica. La monja estaba a unos diez pies de ella, al otro lado de esa cámara sin techo, el hueco del pozo. Le habían arrancado la toca, que le colgaba del cuello, y los mechones de cabello le caían sobre el rostro como ráfagas de oscura niebla. Tenía las manos por encima de la cabeza, esposadas a un perno fijado en la pared. Adelia supuso que ella se encontraba en la misma situación.
La hermana Verónica estaba aterrorizada, no podía controlarse. Le caía baba por el mentón, temblaba tanto que las esposas de hierro que le aprisionaban las muñecas golpeteaban, marcando el ritmo de los ruegos que salían de su boca.
– Mantened la boca cerrada -exigió Adelia, malhumorada. Verónica abrió los ojos, atemorizada, aunque en alguna medida su mirada era justificadamente acusadora.
– Os seguí cuando vi que os habíais marchado.
– Una imprudencia -opinó Adelia.
– La bestia está aquí. María, Madre de Dios, protégenos. Él me atrapó, está aquí abajo. Nos devorará. Oh, Jesús, María, ambos tienen que salvarnos, tiene cuernos.
– Me atrevería a decir que sí, pero dejad de gritar.
Tratando de sobrellevar el dolor, Adelia giró la cabeza para mirar a su alrededor. Su perro yacía despatarrado al pie de la escalerilla, con el cuello roto.
Un sollozo escapó de su garganta. Pero se obligó a conservar la compostura. No había lugar para ese sufrimiento. Debía pensar en sobrevivir. Pero Salvaguarda…
Dos antorchas opuestas, colocadas a cierta altura en sendos soportes, iluminaban con su llama las paredes rugosas y redondeadas; un alga verde manchaba su blancura. El lugar donde estaban Adelia y Verónica parecía ser la base de un enorme tubo de papel grueso, sucio y arrugado.
Estaban solas, no había señales de la bestia que había mencionado la monja, aunque de cada una de las paredes salían dos túneles. El que estaba a la izquierda de Adelia tenía una boca pequeña, por la que había que entrar a gatas y estaba cerrada con una reja de hierro. El de la derecha estaba iluminado por invisibles antorchas y su agrandada abertura permitía que un hombre pasara agachado. Un recodo impedía ver su longitud, pero inmediatamente después de la entrada, apoyado en la pared y reflejado en la blancura de la cal que tenía enfrente, había un escudo abollado y pulido que ostentaba el símbolo de los cruzados.
Y en el sitio de honor, en el centro de esa sala de tortura, entre ella, Verónica y el perro muerto, estaba el altar de la bestia.
Era un yunque. Tan inofensivo en el lugar correcto, tan horrendo allí. Un yunque arrancado del cálido cobertizo de juncos del herrero para colocar sobre él a los niños y apuñalarlos. El arma estaba en un extremo; entre las manchas se distinguían las partes brillantes de una punta de lanza. Biselada, como las heridas que había causado.
Por Dios, un pedernal, como los que abundan en los yacimientos de cal. Los antiguos demonios habían excavado esos túneles buscando piedras que pudieran tallar para matar. Tan primitivo como ellos, Rakshasa usaba un instrumento fabricado por seres oscuros en una época oscura.
Adelia cerró los ojos.
Pero las manchas de sangre eran opacas. Nadie había muerto sobre el yunque en los últimos tiempos.
– Ulf -gritó, abriendo los ojos-. Ulf.
A su izquierda, desde la lejana oscuridad del túnel, ahogada por la porosidad de la cal, pero aún audible, llegó una queja ininteligible.
Adelia miró hacia arriba y dio gracias al círculo de cielo que estaba sobre su cabeza. El malestar de la conmoción y las náuseas causadas por el olor omnipresente de la cal y la pestilencia de la resina que se quemaba en las antorchas dieron paso al fresco aire de mayo. El chico estaba vivo.
Sobre el yunque, a sólo unos pasos, estaba el arma lista para que su mano la alcanzara.
A juzgar por la situación de Verónica, sus manos también estarían amarradas, y las esposas que sostenían sus brazos en alto estarían sujetas a un perno fijado en la pared de cal. Y la cal se desmenuzaba, como la arena.
Adelia flexionó los codos y tiró del perno. Oh, demonios. Sintió un latigazo en el pecho. Seguramente con ese movimiento se había perforado el pulmón. Dejó que su cuerpo colgara de las esposas, resoplando, y esperó a que de su boca saliera sangre. Después de un rato comprobó que eso no sucedía, pero si esa maldita monja dejara de lamentarse…
– Basta de gimotear -le gritó a la joven-. Prestad atención, empujad. Maldición, hacia abajo. El perno. En la pared. Saldrá si tiráis de él. -Aun en medio del dolor, Adelia había percibido que la cal cedía un poco.
Pero Verónica parecía no entenderla. Sus ojos estaban muy abiertos y miraban desaforadamente, como los de un ciervo enfrentado a unos sabuesos. Y tartamudeaba. Tendría que hacerlo por sí misma.
Evitaría otro esfuerzo. Pero si meneaba las esposas el perno se movería lo suficiente como para crear un agujero a su alrededor y saldría con facilidad.
Comenzó a sacudir frenéticamente las manos. En su mente sólo existía esa pieza de hierro, como si ella misma estuviera fijada a la cal; no sin dolor, lograba desprender pequeñas partículas y veía que el extremo del perno se iba alejando de… La monja gritó.
– Silencio -gritó a su vez Adelia-. Estoy concentrada.
La monja siguió gritando.
– Él viene.
A su derecha algo se movió. Con reticencia, Adelia giró la cabeza. Verónica podía verlo, pero a ella se lo impedía la curva del túnel. No obstante, distinguió un reflejo en el escudo. La superficie despareja y convexa reflejaba un cuerpo oscuro, degradado y monstruoso a la vez. Era una criatura desnuda y se miraba, pavoneándose. Se tocó los genitales y luego el aparato que tenía en la cabeza.
La muerte se preparaba para hacer su aparición.
Invadida de un terror extremo, Adelia perdió todos sus principios. Si hubiera podido, habría caído de rodillas y se habría arrastrado a los pies de esa criatura. «Haced lo que os guste con la monja y el niño, pero dejadme marchar», le habría dicho. Si sus manos hubieran estado libres, habría corrido hacia la escala, dejando atrás a Ulf. Había perdido el coraje, la razón, todo excepto el instinto de supervivencia.
Y el remordimiento. Remordimiento de que en medio del pánico surgiera una visión, no del Creador, sino de Rowley Picot. A punto de morir, deshonrosamente, lamentaba no haber amado a un hombre de la única manera que valía la pena.
La criatura salió del túnel. Era alto, y lo parecía aún más gracias a su cornamenta. Una máscara de piel de venado le cubría la parte superior del rostro y la nariz, pero el cuerpo era humano; el pecho y el pubis estaban cubiertos de vello oscuro. Su pene estaba erecto. Meneándose, se acercó a Adelia y se apretó contra ella. Donde debía haber ojos de ciervo había agujeros y desde ellos unos ojos azules y humanos la miraban. La boca sonreía. Olía a animal.