Él quiso erguirse, pero volvió a resbalar y nuevamente se encontraron en el suelo. El cuchillo se le cayó de la mano. Arrastrando a Adelia consigo, intentó recuperarlo y embistió contra Ulf y Verónica tratando de incluirlos en la refriega. Enmarañados, los cuatro rodaron por el suelo.
Adelia creyó percibir ruido en algún lugar, un sonido desconocido. No le dio importancia. Estaba ciega y sorda. Sus manos habían encontrado la cornamenta y trataban torpemente de girarla para que una punta atravesara el cráneo de Rakshasa. Aquel sonido no significaba nada, aunque fuera su propia agonía. Debía mover las astas, clavarlas en su cerebro. No dejarse vencer. Ni dejarle escapar. Debía matarlo.
Las cuerdas se soltaron y la cornamenta quedó en sus manos. El rostro que ocultaba se deslizó, alejándose, y se agazapó dispuesto a saltar.
Durante un segundo estuvieron enfrentados, mirándose con furor y jadeando. El ruido ya era claramente audible, provenía de la superficie, era una combinación de sonidos familiares, tan ajenos a esa situación que Adelia no les prestó atención.
Sin embargo, a la bestia sí pareció afectarle. La expresión de sus ojos cambió; la tensa dicha de la muerte los abandonó dejando paso al desánimo. La criatura aún era una bestia que mostraba los dientes, pero estaba alerta, oliendo, meditando. Tenía miedo.
Bendito sea Dios, pensó Adelia, temiendo equivocarse. Era maravilloso, el sonido de un cuerno y el ladrido de unos perros.
La cacería venía a buscar a Rakshasa.
Un rictus tan bestial como el de aquella criatura se dibujó en los labios de Adelia.
– Ahora, os toca morir a vos.
Un grito bajó por el túnel.
– Holaaaa.
Maravilloso. Era la voz de Rowley. Y eran los enormes pies de Rowley los que bajaban por la escalerilla.
Los ojos de la criatura buscaban frenéticamente, por todas partes, su cuchillo. Adelia lo vio primero.
– No -gritó Adelia y cayó sobre el arma, cubriéndola-. No la tendréis.
Rowley, espada en mano, se acercaba al pie de la escala. Los cuerpos de Ulf y Verónica entorpecieron su avance.
Desde el suelo, Adelia atrapó el talón de Rakshasa, pero sus dedos resbalaron en la mugre. Rowley lanzaba puntapiés para apartar a la monja y al chico de su camino. Adelia vislumbró las piernas y el trasero de Rakshasa, que huía hacia el túnel más grande. Rowley corrió tras él, tropezando con el escudo. Le oyó blasfemar y luego le perdió de vista.
La doctora se sentó y miró hacia arriba. Los aullidos de los perros se oían con nitidez. Sus hocicos y dientes se asomaron a la boca del túnel. La escalerilla se movió. Alguien se disponía a bajar.
Le dolía todo el cuerpo, le habría gustado desmayarse, pero aún no podía permitírselo. La lucha no había terminado. El puñal no estaba allí. Tampoco Verónica ni el chico.
Rowley salió corriendo del túnel. De un puntapié apartó el escudo de su camino y lo arrojó contra el yunque. Luego cogió una de las antorchas y volvió a desaparecer por donde había venido.
Se quedó a oscuras, la otra antorcha tampoco estaba en su lugar. Un destello de luz le permitió observar una nube de polvo de cal y el extremo de un hábito negro que desaparecían por el mismo túnel del que había salido Ulf. Adelia lo siguió reptando. No. No podía suceder. Ya los habían rescatado. No podía volver a perderlo.
El túnel era apenas un agujero, una excavación incompleta. La antorcha de Verónica iluminaba una sucesión de piedras brillantes e irregulares que se asemejaban a un friso. Cuando el túnel cambió de dirección siguiendo la veta, dejó de ver la llama. Estaba en la oscuridad total, como un ciego. Pero continuó.
No. No podía permitirlo. No ahora que los habían rescatado. Se arrastró sobre un costado. La herida que Rakshasa le había infligido debilitaba su brazo izquierdo. Estaba cansada, muy cansada. Cansada de tener miedo. Pero no había tiempo para el cansancio. No en ese momento. Los nodulos de cal se desmenuzaban debido a la presión de su mano derecha. Tenía que recuperar al chico. Tenía que salvarlo.
Los encontró en una minúscula cámara, acurrucados como un par de conejos. La hermana Verónica sostenía en alto la antorcha. Con el otro brazo rodeaba a Ulf -mustio y con los ojos cerrados-, al tiempo que la mano aferraba el puñal.
Los hermosos ojos de la monja estaban pensativos. Podía razonar, aunque de la comisura de sus labios caía un hilo de baba.
– Debemos protegerlo. La bestia no se llevará esta presa.
– No lo hará -dijo suavemente Adelia-. Ha escapado, hermana. Lo atraparán. Dadme el puñal.
Junto a un poste de hierro fijado al suelo colgaban algunos trapos, de los que salía una correa y un collar, como los de un perro, si bien del tamaño del cuello de un niño. Estaban en el depósito de Rakshasa.
El resplandor de la antorcha teñía de rojo las paredes circulares y dibujaba figuras temblorosas. Adelia no se atrevía a apartar la vista de la monja, algo que en otras circunstancias jamás hubiera hecho; en aquel útero obsceno, los embriones no habían esperado para nacer sino para morir.
– Si alguien ofende a estos pequeños, más le valdría que le colgaran al cuello una piedra de moler -declaró Verónica.
– Sí, hermana -asintió Adelia-. Así será.
Luego reptó hasta ella y le quitó el puñal.
Entre las dos arrastraron a Ulf por el estrecho túnel. Cuando salieron vieron a Hugh, el cazador. Confundido, observaba el lugar con un farol en la mano. Rowley salió del otro túnel entre exabruptos, estaba fuera de sí.
– Lo perdí. Hay docenas de malditos túneles y mi maldita antorcha se apagó. El bastardo conoce el camino, yo no. -Rowley se dirigía a Adelia como si estuviera furioso con ella. De hecho, estaba furioso con ella-. Tiene que haber otro túnel en algún lugar. -Luego se le ocurrió preguntar-: Mujer, ¿os ha hecho daño? ¿Cómo está el niño?
Rowley les instó a subir por la escalerilla. Él, con Ulf al hombro, los seguía.
Para Adelia, la ascensión se hizo interminable. Cada avance significaba vencer el dolor y la debilidad. Habría vuelto a caer en el pozo si Hugh no hubiera estado detrás para sostenerla. La puñalada del brazo le ardía y temía que pudiera estar contaminada. Sería tan ridículo morir ahí. Le pondría brandy, o musgo, eso podría servir. No debía morir, no después de haber vencido.
«Hemos vencido, Simón», se dijo cuando respiró el aire puro. Trepó por el último peldaño y miró hacia abajo, donde estaba Rowley.
– Ahora sabrán que no lo hicieron los judíos.
– Lo sabrán -corroboró el recaudador.
Verónica subía aferrada a Rowley, llorando y farfullando. Adelia logró esforzadamente poner pie en tierra. Los perros la olieron y movieron la cola contentos, con la satisfacción del deber cumplido. Hugh los llamó y se apartaron. Rowley salió del túnel.
– Vos se lo diréis. Les diréis que los judíos no lo hicieron. Dos caballos pastaban cerca de ellos.
– ¿Allí murió nuestra Mary? ¿Allí abajo? ¿Quién lo hizo? -preguntó Hugh.
Adelia le contó cuanto sabía.
Hugh permaneció inmóvil un instante. El farol que iluminaba su rostro desde abajo dibujaba sombras que lo distorsionaban.
Oscilando entre la frustración y la indecisión, Rowley dejó a Ulf en brazos de Adelia. Necesitaba hombres para explorar los túneles. Ninguna de las mujeres estaba en condiciones de buscar refuerzos y no se atrevía a abandonarlas o enviar a Hugh.
– Alguien debe custodiar este túnel. Él está bajo esta maldita colina y tarde o temprano se asomará como un conejo, sé que en algún lugar hay otra salida.
Rowley le arrebató el farol a Hugh y se dispuso a recorrer la cima de la colina para encontrarla, aunque sabía, al igual que todos los que allí estaban, que era un intento inútil.
Adelia dejó a Ulf sobre la hierba, en el borde de la depresión, y con su capa le hizo una almohada. Luego se sentó junto a él y respiró el aire de la noche. ¿Cómo era posible que aún no hubiera amanecido? Olió el aroma del espino y del enebro. El dulce olor de la hierba le recordó que estaba mugrienta de sudor, sangre y orina, probablemente la suya propia, y del hedor del cuerpo de Rakshasa. Sabía que aunque pasara el resto de su vida bañándose, jamás podría desprenderse de aquel olor.