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Se sentía consumida, como si sólo quedara de ella un saco de piel temblorosa.

A su lado, Ulf se incorporó y con los puños cerrados inspiró trabajosamente el vivificante aire. Miró a su alrededor: el paisaje, el cielo, Hugh, los perros, Adelia.

– ¿Dónde estoy? ¿Fuera? -logró preguntar con dificultad.

– Fuera y a salvo -le respondió Adelia.

– ¿Lo atraparon?

– Lo harán. -Dios quiera que así sea.

– Él nunca… me dio miedo -explicó Ulf, agitándose-. Luché con ese cabrón, le grité, no me dejé vencer.

– Lo sé. Usó un licor de adormidera para aplacaros. Sois demasiado valiente para él -repuso Adelia. Ulf comenzó a llorar y la doctora lo abrazó-. Ya no es necesario que seáis valiente.

El grupo esperaba a Rowley.

Un atisbo de gris en el cielo, hacia el este, reveló que la noche terminaba. Al otro lado del pozo la hermana Verónica, arrodillada, susurraba oraciones que se confundían con el ruido de las hojas.

Hugh tenía un pie apoyado en el último peldaño de la escalerilla. De ese modo podía percibir cualquier intento de huida. Su mano estaba sobre el cuchillo de caza que llevaba en el cinto. Tranquilizó a sus perros, llamándolos por sus nombres y diciéndoles que eran valientes. Luego miró a Adelia.

– Mis muchachos siguieron el olor de ese viejo perro mestizo durante todo el camino -relató Hugh. Los sabuesos lo miraron. Parecían comprender que los había mencionado-. Sir Rowley tuvo un raro presentimiento. «Ella ha ido a buscar al niño, y es muy probable que la maten por hacerlo», dijo. Estaba desesperado y dijo algunas cosas sobre usted. Pero yo le recordé que llevabais un perro viejo y apestoso y que mis muchachos seguirían el rastro. ¿Estaba con vos?

Adelia se irguió.

– Sí.

– Lo siento de verdad. Pero cumplió con su deber.

La voz del cazador era mesurada, monótona. Bajo sus pies, la criatura que había destrozado a su sobrina corría por algún tramo de los túneles de cal.

Un rumor hizo que Hugh cogiera el cuchillo que llevaba en el cinto. Tan sólo era un buho que emprendía el vuelo en su última incursión nocturna. Se oyeron trinos somnolientos. Los pájaros despertaban. Podía distinguirse a Rowley, no sólo la luz de su faroclass="underline" una silueta grande y atareada que usaba su espada como báculo para hollar el terreno. Tarea inútil, pues los arbustos de esa superficie accidentada e irregular tamizaban la luz de la luna, creando sombras capaces de ocultar cualquier figura sinuosa que se escabullera.

Hacia el este el cielo era extraordinario, rojo, tempestuoso y amenazante, con un ribete negro y dentado.

– Una advertencia para los pastores -anunció Hugh-. El demonio está presente al rayar el alba.

Adelia observó el cielo con apatía. Junto a ella, Ulf demostró la misma indiferencia.

«Está perturbado», pensó Adelia, «igual que yo. Hemos tenido experiencias más allá de lo imaginable que nos han contaminado. Tal vez yo pueda soportarlo, pero ¿podrá él? Él, que ha sido el engañado».

Ese pensamiento le devolvió la energía. Con gran esfuerzo se puso de pie y caminó por el borde del pozo hacia el otro lado, donde Verónica estaba de rodillas, con las manos alzadas en oración. El resplandor del amanecer la iluminaba. Con la cabeza hacia abajo, rezaba con el mismo fervor con que Adelia la había visto por primera vez.

– ¿Hay otra salida? -le preguntó.

La monja no se movió. Sus labios se detuvieron un instante. Luego siguió susurrando un padrenuestro.

Adelia le dio un puntapié.

– ¿Hay otra salida?

Hugh carraspeó en señal de protesta.

La mirada de Ulf, que había seguido a Adelia, traspasó a la monja. Su voz resonó en todo Wandlebury Ring.

– Fue ella -exclamó señalando a Verónica-. Malvada, es una mujer malvada.

– Silencio, muchacho -murmuró Hugh, impresionado.

Las lágrimas rodaban por la cara de Ulf, pero había recuperado su inteligencia, su entusiasmo y su amarga desazón.

– Fue ella. Ella puso esa cosa sobre mi cara y me llevó. Ella estaba aquí con él.

– Lo sé -afirmó Adelia-. Fue ella quien me arrojó al pozo.

Los ojos de la monja se posaron suplicantes en Adelia.

– El diablo era demasiado fuerte para mí -explicó-. Me torturaba, lo habéis visto. Nunca quise hacerlo. -Sus ojos enrojecieron, reflejando la luz del alba.

Hugh y Ulf se habían girado súbitamente hacia el este. Adelia se dio la vuelta. El cielo refulgía salvajemente, como si todo un hemisferio se iluminara amenazando con envolverlos. Y allí, como por arte de magia, distinguieron al propio demonio, una oscura silueta recortada contra el cielo, desnudo y corriendo como un venado.

Rowley, que se había alejado unas cincuenta yardas, salió a la carrera para interceptarlo. La figura dio un brinco y cambió de dirección. Hasta ellos llegó el aullido de Rowley.

– ¡Hugh, se escapa, Hugh!

El cazador se arrodilló y habló en voz baja con sus perros. Luego los soltó. Con la gracia con que se balancean los caballos de madera comenzaron la cacería en dirección al sol naciente.

El demonio corría, corría como un poseído, pero la silueta de los sabuesos ya se recortaba contra el horizonte.

En ciertos aspectos la escena semejaba la ilustración de una miniatura del infierno en un manuscrito iluminado: sobre un fondo rojo brillante destacaba en negro el contorno de los perros que trotaban y del hombre con las manos en alto, como si quisiera trepar al cielo, antes de que la jauría cayera sobre sir Joscelin de Grantchester y lo hiciera pedazos.

Capítulo 15

Rowley ayudó a Adelia y al chico a subir a uno de los caballos con los que habían llegado. Hugh alzó a la monja hasta la otra montura. Los hombres tomaron las riendas y bajaron por la colina, sorteando los tramos más accidentados para evitar que Adelia sufriera las sacudidas.

Avanzaron en silencio.

En la mano que tenía libre, Rowley llevaba un fardo hecho con su capa. En él había un objeto redondo que atraía a los perros. Hugh tuvo que apartarlos. Adelia le echó un vistazo y ya no volvió a mirarlo.

La lluvia que había auspiciado el cielo del amanecer comenzó a caer cuando llegaron al camino. Los campesinos que pasaban rumbo a sus tareas los saludaban quitándose las capuchas y observando de reojo la pequeña procesión seguida por los perros con los belfos rojos.

Al atravesar una zona cenagosa, Rowley apuró el caballo para hablar con Hugh, que se apartó del camino y regresó con un puñado de musgo de la ciénaga.

– ¿Es éste el lodo que aplicáis sobre las heridas?

Adelia asintió, escurrió el agua de una de las esponjas de turba y se la aplicó en su brazo.

No tenía sentido morir ahora a causa de la gangrena, cuando ni siquiera era capaz de preguntarse por qué debía ser así.

– Sería bueno que lo aplicarais también en el ojo -le aconsejó Rowley. Sólo entonces Adelia advirtió que tenía otra herida y que su ojo izquierdo se estaba cerrando.

El caballo de la monja los había alcanzado. Adelia observó con interés que la joven se cubría la cara con la capa. Hugh la había envuelto para conservar el decoro.

Rowley observó su aspecto.

– ¿Podemos continuar? -preguntó, como si ella hubiera exigido que se detuvieran, y tiró de las riendas sin esperar respuesta.

Adelia se irguió.

– No os he dado las gracias -comenzó y sintió la presión de la mano de Ulf en su hombro-. Los dos queremos agradeceros…

No había palabras para expresarlo.

– ¿Qué demonios creíais que estabais haciendo? ¿Sabéis cómo he sufrido?

– Lo siento -balbuceó Adelia.