– ¿Eso es todo? ¿Eso es una disculpa? ¿Os estáis disculpando? ¿Tenéis mera idea de…? Debo haceros saber que por la gracia de Dios pude abandonar los tribunales temprano. Partí hacia la casa del viejo Benjamín porque estaba muy apenado por vuestro sufrimiento. ¿Sufrimiento? María, Madre de Dios, ¿qué puedo decir de mi sufrimiento cuando descubrí que os habíais marchado?
– Lo siento -repitió Adelia. En algún lugar muy profundo, en medio de su agotamiento, sintió un diminuto estremecimiento, una burbuja en movimiento.
– Matilda B. sugirió que probablemente estuvierais rezando en la iglesia. Pero yo sabía muy bien que aguardabais a que el maldito río os contara algo. Se lo dije a Matilda: ha salido a buscar al bastardo como la estúpida mujer que es.
La burbuja se hizo más grande y se unió a otras. Adelia oyó que Ulf resoplaba, como solía hacerlo cuando algo le entretenía.
– Veréis… -intentó decir.
Pero Rowley continuó implacable, reprochándole su insensatez. Al oír el cuerno de Hugh en la otra orilla, había vadeado el maldito río para alcanzarlo. Inmediatamente, el cazador le propuso rastrear a Adelia por el olor de Salvaguarda.
– Hugh me contó que el prior Geoffrey os adjudicó el maldito animal precisamente con ese propósito, porque había temido por vuestra seguridad en una ciudad extranjera y ningún otro perro tenía un hedor tan fétido. Siempre me pregunté por qué os acompañaba a todas partes. Al menos tenía sentido, dejaba una huella, más de lo que vos hicisteis.
«Pobrecito, qué enfadado estaba». Adelia miró al recaudador de impuestos y suspiró, fascinada.
Le refirió cómo se había precipitado hacia la casa del viejo Benjamín y había subido a la habitación de Adelia. De allí había tomado la estera donde dormía Salvaguarda regresando rápidamente con los sabuesos de Hugh para que la olieran. Obtuvieron los caballos arrebatándoselos a inocentes e indignados jinetes que se cruzaron en su camino.
Galoparon a lo largo del camino de sirga. Siguieron el rastro por el Cam, luego por el Granta. Casi lo perdieron al cruzar la llanura…
– Y si ese perro vuestro no hubiera apestado, Dios sabe qué habría sido de vos. Habría cargado con eso durante años, arpía descabellada. ¿Sabéis cuánto he sufrido?
Ulf soltó una carcajada. Adelia apenas podía respirar; daba gracias a Dios Todopoderoso por ese hombre.
– Os amo, Rowley Picot -logró decir.
– Eso no viene al caso -refunfuño-. Y no es divertido.
El sopor comenzó a embargarla. La presión de Ulf en sus hombros la mantenía sobre la montura. No podía rodearla con los brazos para no causarle dolor.
Más tarde recordaría que al pasar por los grandes portones del priorato de Barnwell le vino a la memoria la primera vez que ella, Simón y Mansur entraron allí en su carro de trashumantes, ignorantes de lo que les esperaba, como recién nacidos. «Pero ahora todos lo sabrían, Simón. Todos».
Luego el sueño la sumió en una larga inconsciencia en la que sólo tuvo una vaga noción de la voz de Rowley, que resonaba como un tambor dando explicaciones, y de las órdenes del prior Geoffrey, que aunque desconcertado, daba instrucciones. Estaban pasando por alto lo más importante y Adelia se despertó lo suficiente como para decir: «Quiero bañarme», antes de volver a dormirse.
– Y en nombre de Dios, no os mováis de ahí -le ordenó Rowley y dio un portazo.
Ella y Ulf estaban solos en una cama. Adelia observaba las vigas de madera y el familiar artesonado del techo de la habitación; recordaba haberlo visto. Velas. ¿Velas? ¿No era de día? Sí, pero los postigos estaban cerrados para evitar que la lluvia las apagara.
– ¿Dónde estamos?
– En la casa de huéspedes del prior -dijo Ulf.
– ¿Qué sucede?
– No lo sé.
Ulf estaba sentado junto a ella con las rodillas flexionadas y la mirada perdida. ¿Qué estaba mirando? Adelia le rodeó con su brazo sano y lo estrechó contra ella. Era su único compañero y lo mismo podía decir él de ella. Los dos habían sobrevivido a las circunstancias más penosas que un ser humano podía imaginar. Sólo ellos sabían cuan grande era la distancia recorrida, cuánto tiempo les había llevado y, en efecto, cuan lejos se habían visto obligados a llegar. Por haber estado expuestos a la oscuridad más extrema habían descubierto cosas que no deberían saber, no sólo acerca de sí mismos.
– ¿Me lo contaréis?
– No hay nada que contar. Ella llegó con su bote hasta el lugar donde yo estaba pescando y dijo: «Oh, Ulf, creo que el bote está haciendo agua». Dulce como la miel. Después puso esa cosa sobre mi cara y me dormí. Desperté en el pozo. -Ulf echó la cabeza hacia atrás y en la habitación resonó un grito incrédulo, que mostraba la inocencia de su infancia hecha trizas-. ¿Por qué?
– No lo sé.
El chico la miró desesperado.
– Ella era pura. Él era un cruzado.
– Eran monstruos. Sus semblantes engañaban, pero eran dos monstruos que se encontraron. Ulf, son muchas más las personas como nosotros, no como ellos. Infinitamente más. Aferraos a esa idea.
Adelia trataba de seguir su propio consejo.
Los ojos de Ulf se fijaron en los suyos.
– Vinisteis a buscarme.
– No iba a dejaros en sus manos.
El chico meditó un momento y en su pequeño y poco agraciado rostro resurgió algo de su antigua personalidad.
– Os oí. Chica, no ahorrasteis insultos. Jamás había oído semejantes burradas, ni siquiera de los soldados.
– No se lo contaréis a nadie, o volveréis al pozo.
Gyltha apareció en el vano de la puerta, y Rowley se asomó detrás de ella. Estaba furiosa y aliviada. Las lágrimas corrían por su cara.
– Tú, pequeño gusano -le gritó a Ulf-. ¿No te lo dije? Te daré una paliza…
Sollozando, corrió para alzar a su nieto, que dio un suspiro de satisfacción y tendió sus brazos hacia ella.
– Dejadnos a solas -pidió Rowley. Detrás de él había varios sirvientes. Adelia vio el rostro preocupado del hermano Swithin, el encargado de la hostería del priorato.
Gyltha se dirigía a la puerta con Ulf en sus brazos. Se detuvo para preguntar a Rowley:
– ¿Seguro que no puedo hacer nada por ella?
– No. Fuera.
Gyltha se demoró un poco mirando a Adelia.
– Qué día tan dichoso el que llegaste a Cambridge -exclamó y desapareció.
Llegaron hombres con una enorme tina de baño, en la que comenzaron a verter jarros de agua hirviendo. Uno de ellos dejó unas barras de jabón amarillo sobre una pila de ásperos retazos de sábanas viejas que en el monasterio suplían a las toallas.
Adelia observó ávida los preparativos. Si bien no podía quitarse la mugre que los asesinos habían dejado en su mente, al menos se desprendería de la que quedaba en su cuerpo.
El hermano Swithin parecía preocupado.
– La señora está herida, debería traer al enfermero.
– Cuando encontré a la señora estaba rodando por el suelo, luchando contra las fuerzas del mal. Sobrevivirá.
– Al menos deberíamos contar con una doncella que la atienda.
– Fuera. Ahora mismo -ordenó Rowley. Luego tomó entre sus brazos todos los jarros con agua hirviendo que tenían los sirvientes, se acercó a la puerta y la cerró en su cara.
Adelia advirtió que era un hombre imponente. La gordura de la que alguna vez se había burlado había disminuido. Todavía pesaba más de lo debido, pero la fortaleza de sus músculos era patente.
Rowley avanzó hacia el lugar donde ella estaba acostada, la cogió de las axilas y la levantó. Luego la puso de pie en el suelo y comenzó a desvestirla, quitándole su horrorosa túnica con sorprendente delicadeza.
Adelia se sintió muy pequeña. ¿Eso era seducción? Seguramente él se detendría cuando llegara a su enagua.
No era seducción y no se detuvo. Eran cuidados lo que le estaba brindando. Cuando Rowley levantó su cuerpo desnudo y lo deslizó en el agua Adelia miró su rostro. Bien podría haber sido el de Gordinus al practicar una autopsia.