– Lo supongo -contestó Adelia, cansinamente.
El juicio sería rápido. Su testimonio y el de Ulf serían fundamentales, aunque había cosas que era mejor no recordar.
Gyltha fue a buscar comida, lonchas de tocino flotando en un delicioso caldo de alubias. Adelia estaba tan hambrienta que se incorporó por sí misma.
– Puedo comer sin ayuda.
– No, maldición, no podéis.
Dado que le faltaban las palabras, Gyltha expresaba su gratitud por el regreso de su nieto llenando con enormes cucharadas la boca de Adelia, como si fuera un pichón.
Cada pregunta debía ser formulada entre una y otra cuchara de tocino.
– ¿Qué han hecho con…?
Adelia no tenía fuerzas suficientes para nombrar a esa demente. Y suponía, abatida, que debido a que era una demente, debía procurar que no la torturaran.
– En la habitación vecina. Atendida como una marquesa. -Los labios de Gyltha se torcieron como si los hubiera tocado un ácido-. No lo creen.
– ¿Qué es lo que no creen? ¿Quiénes?
– Que ella hacía esas… cosas, junto con él. -Tampoco Gyltha lograba pronunciar los nombres de los asesinos.
– Ulf puede decírselo. Y yo. Gyltha, ella me arrojó al pozo.
– ¿Visteis que era ella? ¿Y qué vale la palabra de Ulf, un chiquillo ignorante que vende anguilas con su ignorante abuela?
– Fue ella.
Adelia escupió la comida pues el pánico le subía por la garganta. Estaba de acuerdo en ahorrarle a la monja la tortura; pero no toleraría que la liberaran. La mujer no estaba en su sano juicio. Podía hacerlo otra vez.
– Peter, Mary, Harold, Ulric… confiaban en ella, por supuesto, y aceptaron su convite. Una religiosa que ofrecía jujubes que un cruzado le había enseñado a preparar. Luego el láudano en la nariz de los niños, hay cantidad de sobra en el convento. -Nuevamente Adelia veía unas manos delicadas alzadas en actitud de ruego que al caer mostraban los grilletes de hierro que las aprisionaban-. Dios Todopoderoso… -clamó y se pasó la mano por la frente.
Gyltha se encogió de hombros.
– Al parecer las monjas de Santa Radegunda no hacen esas cosas.
– Pero era el río. Lo sabía, por eso subí a su bote. Tenían libertad para recorrerlo de un lado a otro, hacia Grantchester, donde estaba él. Era un personaje familiar, la gente la saludaba o ni siquiera advertía su presencia. Una monja devota llevando provisiones a las anacoretas. Nadie controlaba sus movimientos, y, ciertamente, menos que nadie la priora Joan. Y Walburga, si era su cómplice, siempre iba a la casa de su tía. ¿No pensaban qué hacía toda la noche fuera del convento?
– Yo lo sé, Ulf lo sabe. Pero veréis… -Gyltha era un obstinado abogado del diablo-. Ella está casi tan magullada como vos. Una de las hermanas vino a bañarla porque yo no puedo tocar a la bruja, pero eché un vistazo. Moretones por todas partes, mordiscos, un ojo cerrado como el vuestro. Mientras la bañaba, la monja lloraba por lo que había sufrido la pobre criatura, todo por ayudaros.
– A ella… le gustaba. Disfrutaba cuando él la maltrataba. Es verdad.
Gyltha se había retraído, frunciendo el ceño. No entendía.
¿Cómo explicarle, a ella o a cualquiera, que los gritos de terror de la monja durante las embestidas del depravado se mezclaban con aullidos de dicha extrema y delirante?
Gyltha no podía comprender tanta perversidad, pensó Adelia con desesperación. Ella misma tampoco lo entendía.
– Le llevaba a los niños y fue ella quien mató a Simón -reveló Adelia con desgana.
El cuenco se deslizó de las manos de Gyltha y rodó por la habitación desparramando caldo por todo el suelo de madera de olmo.
– ¿Maese Simón?
Adelia recordó la fiesta en Grantchester. Vio a Simón de Nápoles, conversando nervioso con el recaudador de impuestos en uno de los extremos de la mesa principal, con las cuentas en su cartera. Tan sólo unas sillas les separaban del anfitrión al que inculpaban y pocas más de la mujer que le proporcionaba las víctimas. Vio al asesino ordenarle que matara a Simón. Y volvió a verlos bailando, al cruzado y a la monja, dándose mutuas instrucciones. «Por Dios, ¿cómo no se lo había imaginado?». El irascible hermano Gilbert, el que odiaba a las mujeres -sin ser consciente de ello-, había tenido la bondad de indicárselo: «Pasan toda la noche fuera del convento. Su comportamiento es licencioso y concupiscente. En una orden decente habrían sido azotadas hasta que sus culos sangraran, pero ¿dónde está su priora? De caza».
Simón había partido temprano para examinar las cuentas que había obtenido. Dejarlo con vida suponía arriesgarse a que descubriera quién tenía motivos pecuniarios para implicar a los judíos en los asesinatos. Su anfitrión había regresado del jardín después de comprobar que su cómplice estaba en camino.
La monja se había retirado de la fiesta temprano. Vio a las otras monjas en Grantchester más tarde, pero no a ella. No había duda. Y a la priora la vio un poco más tarde. Y entonces, ¿qué? La más amable y angelical de las monjas habría dicho: «Está muy oscura la noche para caminar tan lejos, maese Simón, puedo llevaros en bote hasta vuestra casa si me lo permitís. Hay espacio suficiente para vos, y me agradará contar con vuestra compañía».
Adelia vio la imagen del tramo del Cam donde los altos sauces impiden el paso de la luz y una delgada figura con muñecas fuertes como el acero hundiendo el mástil en el agua, presionando con él a un hombre como si pescara un pez con un arpón mientras Simón luchaba por mantenerse a flote y finalmente se hundía.
– Él le ordenó que matara a Simón y le robara la cartera -explicó Adelia-. Ella hizo exactamente lo que le pidió, era su esclava. En el pozo tuve que quitarle a Ulf, creo que pensaba matarlo para que no la delatara.
– ¿Acaso creéis que no lo sé? -preguntó Gyltha, aun cuando sus manos se movían expresando su rechazo-. ¿Acaso no me ha contado Ulf lo que ella hizo? Y también lo que ambos le habrían hecho si el buen Dios no os hubiera enviado para detenerlos. Lo mismo que les hicieron a los otros… -Gyltha entrecerró los ojos y se puso de pie-. Vayamos a su habitación para asfixiarla con una almohada.
– No. Todos deben saber lo que ella hizo, y lo que él hizo.
Rakshasa había logrado huir de la justicia. Su terrible final… -Adelia cerró su mente a aquella espantosa escena que se dibujaba contra el cielo del amanecer- no había sido justicia. Eliminar a esa criatura del mundo había impedido poner en uno de los platillos de la balanza la pila de pequeños cadáveres que había sembrado en su trayecto desde Tierra Santa. Aunque lo hubieran capturado, llevado ante los tribunales, juzgado y ejecutado, la balanza no habría estado en equilibrio para aquellos a quienes arrebató a sus hijos, pero al menos la gente habría sabido lo que el asesino había hecho y habría visto el castigo. Los judíos habrían sido públicamente exonerados. Más importante aún, la ley, que transforma el caos en orden, que distingue a la civilización humana de los animales, habría sido respetada.
Mientras Gyltha la ayudaba a vestirse, Adelia hacía examen de conciencia para cerciorarse de que sus objeciones contra la pena de muerte seguían intactas. Así era. Los locos debían ser controlados, ciertamente, pero no asesinados por orden judicial. Rakshasa había escapado de los procedimientos legales; no debía suceder lo mismo con su cómplice. Sus acciones debían darse a conocer para restablecer en alguna medida el equilibrio del mundo.
– Debe ser juzgada -repuso Adelia.
– ¿Creéis que irá a juicio?
Golpearon la puerta. Era el prior Geoffrey.
– Mi querida niña, mi pobre y querida niña. Doy gracias al Señor por vuestro coraje y decisión.
Adelia pasó por alto sus plegarias.
– Prior, la monja… Fue cómplice en todo. Es tan asesina como él. Ella mató a Simón de Nápoles sin titubear. ¿Creéis lo que os digo?