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El más hostil era el archidiácono de Canterbury. No era juez, pero se consideraba -y evidentemente los demás coincidían con su apreciación- la voz del finado y mártir Tomás Becket, y todo indicaba que cualquier ataque a un miembro de la Iglesia -en este caso, la denuncia de Adelia contra la hermana Verónica de Santa Radegunda- era para él comparable con la actitud de los caballeros de Enrique II que habían desparramado los sesos de Becket en el suelo de su catedral.

El prior Geoffrey se sorprendió de que todos fueran hombres de la Iglesia.

– Señorías, esperaba también la asistencia de algunos seculares.

– Este asunto atañe exclusivamente a la Iglesia -respondieron. El prior se vio obligado a callar. Ellos eran sus superiores.

Un joven, entendido con todo ese procedimiento, los acompañaba, aunque a juzgar por su vestimenta no era clérigo. Traía una escribanía para tomar notas. Adelia supo su nombre cuando alguien se dirigió a éclass="underline" Hubert Walter.

Detrás de las sillas se alineaban varias personas que trabajaban para los tribunales, dos secretarios -uno de ellos dormía de pie-, un hombre armado que había olvidado quitarse el gorro de dormir antes de ponerse el yelmo, y dos alguaciles con esposas en el cinto y sendas mazas.

Adelia estaba sola y alejada de ellos, Mansur no había sido autorizado a quedarse a su lado más que un momento.

– ¿Qué es… eso, prior?

– Es el sirviente de la señora Adelia, su señoría.

– ¿Un sarraceno?

– Un distinguido doctor árabe, su señoría.

– Ella no necesita doctor o sirviente, y tampoco nosotros.

Mansur fue expulsado de la sala.

El prior Geoffrey permaneció de pie junto al alguacil Baldwin en uno de los extremos de la fila de sillas; detrás se distinguía al hermano Gilbert.

Aquel bendito había hecho todo lo posible. Había contado la horrenda historia, explicando la participación de Simón y Adelia, había dado a conocer los hallazgos de maese Simón y las circunstancias de su muerte, había referido las pruebas que había visto con sus propios ojos al descender por el pozo de Wandlebury Ring, concluyendo con la acusación contra la hermana Verónica.

Había tenido la precaución de no comentar que Adelia había examinado los cadáveres de los niños y la calificación con que contaba para hacerlo. Ella agradecía a Dios que lo hubiera pasado por alto. Su situación ya era suficientemente complicada como para añadirle además una acusación por actos de brujería.

Se llamó a Hugh, el cazador, que esperaba en el refectorio con sus garantes, los hombres que -de acuerdo con el sistema legal de Inglaterra- daban fe de su honestidad. De pie, sosteniendo el sombrero a la altura del pecho, declaró que, al mirar en el pozo, había identificado la figura desnuda de sir Joscelin de Grantchester. Había descendido, examinado el puñal de piedra, y en la cámara con forma de útero había reconocido el collar de perro sujeto a una cadena.

– Era de sir Joscelin, sus señorías. Había visto docenas de veces a su perro con ese collar, y su sello estaba grabado en el cuero.

El collar del perro fue entregado, el sello examinado.

No quedaban dudas de que sir Joscelin de Grantchester había matado a los niños. Los jueces estaban consternados.

«Joscelin de Grantchester debe ser declarado culpable de felonía y asesinato. Sus restos serán exhibidos en la plaza del mercado de Cambridge y no recibirán cristiana sepultura».

En cuanto a la hermana Verónica…

No había pruebas concluyentes en su contra porque no se permitió que Ulf diera su testimonio.

– ¿Cuántos años tiene el niño, prior? No debería contar con un garante hasta que cumpla doce.

– Nueve, su señoría, pero es un niño perspicaz y honesto.

– ¿Cuál es su condición?

– Es persona libre, su señoría, no un siervo. Trabaja con su abuela vendiendo anguilas.

En ese momento el hermano Gilbert intervino. Susurró arteramente algo en el oído del archidiácono, dando señales de satisfacción.

Ah, la abuela no era casada, jamás lo había sido, posiblemete fuera progenitura de hijos ilegítimos. El chico era una especie de bastardo, no tenía rango social alguno. La ley no le reconocía derechos.

Por lo tanto, Ulf, como Mansur, había sido confinado a la cocina aneja al refectorio. Gyltha le tapó la boca para que no se oyeran sus gritos y ambos escuchaban desde el otro lado de la ventanilla, a través de la cual llegaba el aroma del tocino y el caldo que iba impregnando las lujosas capas de armiño de los jueces, mientras el rabino Gotsce -también en la cocina- les traducía al inglés lo que esos señores decían en latín. Su presencia había escandalizado a la corte.

– ¿Habéis traído a un judío ante nosotros, prior Geoffrey?

– Su señoría, los judíos de esta ciudad han sido groseramente calumniados. Puedo demostrar que sir Joscelin era uno de sus principales deudores y que parte de su vileza consistió en lograr que ellos fueran acusados por sus crímenes y que sus cuentas fueran quemadas.

– ¿El judío tiene pruebas?

– Las cuentas fueron destruidas, su señoría, como os dije. Pero seguramente el rabino tiene autoridad para…

– La ley no le reconoce autoridad.

La ley tampoco reconocía que una monja en cuyo rostro se percibía la pureza de su alma pudiera hacer aquello que Adelia alegaba.

La priora habló en su nombre.

– Como Santa Radegunda, la amada fundadora de nuestra orden, la hermana Verónica nació en Turingia. Pero su padre, un mercader, se estableció en Poitiers, donde ella fue entregada al convento cuando tenía tres años. Siendo aún una niña fue enviada a Inglaterra. Incluso a tan temprana edad era evidente su devoción por Dios y su Santa Madre, que ha conservado desde entonces. -La priora Joan había atemperado su voz; las manos callosas a causa de sostener las riendas estaban ocultas en sus mangas. Todo en ella indicaba que era la autoridad de una disciplinada congregación religiosa-. Señorías, doy fe de la modestia y la templanza de esta monja, y de su devoción al Señor. Más de una vez, mientras las demás monjas disfrutaban de sus momentos de recreo, ella ha permanecido arrodillada junto a nuestro bendito pequeño Peter de Trumpington.

Desde la cocina se oyó un chillido ahogado.

– A quien ella condujo a la muerte -concluyó Adelia.

– Dominad vuestra lengua, mujer -le advirtió el archidiácono.

La priora se giró hacia Adelia y la señaló con el dedo. Su voz resonó como un cuerno de caza.

– Juzgad por vosotros mismos, señorías. Juzgad entre eso, una víbora difamadora, y esto, un ejemplo de santidad.

Por desgracia, el vestido que Gyltha le había traído era el que Adelia había usado en la fiesta de Grantchester. El corsé era demasiado bajo y el color demasiado vivo. No resultaba favorecida en la comparación con el sobrio blanco y negro de la monja. Desafortunadamente también, en medio de su dicha por el regreso de Ulf, Gyltha había olvidado traerle un velo o un sombrero, y en consecuencia, Adelia, que había perdido el que llevaba en las profundidades de Wandlebury Ring, tenía la cabeza tan descubierta como una ramera.