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Nadie, salvo el prior Geoffrey, habló en su nombre.

Ni siquiera Rowley Picot, pues no estaba presente.

El archidiácono de Canterbury se puso de pie. Todavía llevaba las zapatillas que usaba al levantarse de la cama. Era un anciano diminuto, pleno de vitalidad.

– Expidámonos presto sobre este asunto para que todos podamos retornar a nuestros lechos y si descubrimos que la acusación ha sido malintencionada… -eí rostro que miró a Adeíia era el de un mono malvado- los responsables serán azotados.

Uno por uno, los pilares sobre los que Adelia había construido su alegato fueron analizados y descartados.

¿La palabra de un menor, bastardo y vendedor de anguilas, contra la de una esposa de Cristo?

¿La familiaridad que la dama tenía con el río? ¿Quién, en esa ciudad rodeada de agua, no era diestro manejando un bote?

¿Láudano? ¿No estaba generalmente disponible en cualquier botica?

¿Que ocasionalmente pasara la noche fuera del convento? Bien…

Por primera vez, el joven llamado Hubert Walter -que había estado concentrado en sus anotaciones- alzó la cabeza e hizo oír su voz.

– Tal vez eso necesite una explicación, señor. Es algo inusual.

– Si me permitís, señorías. -La priora Joan volvía a atacar-. Llevar provisiones a nuestras anacoretas es un acto de caridad que consume todas las energías de la hermana Verónica. Podéis ver cuan frágil es. En consecuencia, cuenta con mi permiso para pasar esas noches dedicada al descanso y la meditación en compañía de una de las eremitas antes de regresar al convento.

– Loable, en verdad.

Los ojos de los jueces se posaron, llenos de admiración, en la figura de la hermana Verónica, delgada como una vara de sauce.

Adelia se preguntaba quién sería esa eremita, y por qué no había comparecido ante esa corte para decir cuántas noches ella y la hermana Verónica habían dedicado a la meditación: ninguna, podía asegurarlo.

Pero era justificable. Precisamente por ser una anacoreta no habría llegado hasta allí. Exigir que lo hiciera sólo daría lugar a nuevas comparaciones desventajosas, esta vez, entre la estridencia de Adelia y el respetuoso silencio de Verónica.

«¿Dónde estás, Rowley? Si vamos a casarnos, no deberías haberme dejado sola. Rowley, la dejarán libre».

El desmoronamiento continuó.

¿Quién había visto cómo había muerto Simón de Nápoles? ¿La investigación no había confirmado acaso que murió ahogado, por accidente?

Las paredes del gran salón se cerraban en torno a ella. Un alguacil observaba las esposas, tratando de determinar si su tamaño era adecuado para las pequeñas muñecas de Adelia. Sobre su cabeza, las gárgolas se regodeaban; los ojos de los jueces la desollaban.

El archidiácono estaba preguntando acerca de los motivos que la habían llevado a Wandlebury Ring.

– ¿Con qué intención fue hasta ese infame lugar, señorías? ¿Cómo sabía lo que ocurría allí? Podríamos suponer que ella era cómplice del demonio de Grantchester en lugar de la santa mujer a la que acusa, cuyo único crimen, aparentemente, fue seguirla sin pensar en su propia seguridad.

El prior Geoffrey abrió la boca, pero Hubert Walter, que seguía entretenido, se anticipó a sus palabras.

– Creo que debemos aceptar, señorías, que los cuatro niños murieron antes de que esta mujer llegara a Inglaterra. Al menos, debemos exculparla de esos crímenes.

El archidiácono estaba disgustado.

– No obstante, hemos probado que es una calumniadora y ella misma ha declarado que sabía de la existencia del pozo y las circunstancias relacionadas con él. Es extraño, señorías. Me resulta sospechoso.

– También a mí -intervino el obispo de Norwich, bostezando-. Condenen a la maldita mujer a ser azotada y terminemos con esto.

– ¿Ése es el veredicto de todos?

Ése era.

Adelia gritó, no en su defensa, sino en nombre de los niños de Cambridge.

– No la dejéis ir, os lo ruego. Volverá a matar.

Los jueces no la escucharon, ni siquiera la miraron. Su atención se había vuelto hacia la persona que acababa de entrar en el refectorio, por la cocina, con un cuenco de caldo con tocino del que daba buena cuenta.

Guiñó un ojo a la asamblea.

– ¿Un juicio, verdad?

Adelia esperaba que ese hombre, vestido con ropas sencillas, fuera despedido entre epítetos despectivos por donde había venido. Un par de sabuesos habían entrado con él. Sería un cazador, llegado a ese lugar por equivocación.

Pero los señores jueces permanecían de pie haciendo reverencias.

Ennrique Plantagenet, rey de Inglaterra, duque de Normandía y Aquitania, conde de Anjou, se sentó en la mesa del refectorio, dejó que sus piernas se balancearan y miró a su alrededor.

– ¿Y bien?

– No es un juicio, excelencia. -El obispo de Norwich se había despertado y trinaba como una alondra-. Tan sólo un consejo, una investigación preliminar acerca de la muerte de los niños de nuestra ciudad. El asesino ha sido identificado pero esa… -dijo señalando a Adelia- esa mujer ha acusado de complicidad a esta monja de Santa Radegunda.

– Ah, sí -asintió el rey, complacido-. Pensé que el reino de lo espiritual contaba aquí con un exceso de representantes. ¿Dónde está De Luci? ¿Y De Glanville? ¿Dónde están los representantes del mundo terrenal?

– No quisimos interrumpir su descanso, excelencia.

– Muy considerado -repuso Enrique, aún complacido. Sin embargo, el obispo temblaba-. ¿Y a qué conclusiones hemos llegado?

Hubert Walter había abandonado su lugar para ubicarse junto al rey, con el pergamino en la mano. El monarca dejó el cuenco de caldo para leerlo.

– Espero que no os importe que me entrometa en este caso. Me está causando algunos problemas. Mis judíos de Cambridge han sido encarcelados en la torre del castillo por este motivo. -Luego el rey agregó, amablemente-: Y en consecuencia mis ganancias han disminuido.

La frase del soberano hizo que los jueces se revolvieran, turbados.

Mientras leía el pergamino, el rey cogió un puñado de ramas del suelo. Un tenso silencio reinó en la sala, sólo interrumpido por la lluvia que golpeaba los cristales de las altas ventanas y un perro que roía un hueso que había encontrado debajo de la mesa.

Adelia no sabía cómo se sostenía en pie. Le temblaban las piernas. Ese hombre de aspecto tan común había sembrado un terror indiscriminado en el refectorio.

El rey comenzó a murmurar, acercando el pergamino a un candelabro para leer mejor.

– El chico dice que fue secuestrado por la monja… no reconocido por la ley… humm. -Enrique puso una de las ramas que sostenía junto al candelabro-. Espléndido caldo, prior -comentó distraídamente.

– Gracias, excelencia.

– El conocimiento del río, y el uso que la monja hacía… -Otra rama fue depositada junto a la primera-. Un opiáceo… -Esta vez la rama quedó encima de las otras dos, formando una cruz-. Toda la noche en vigilia con una eremita… -El rey levantó la vista-. ¿La eremita ha sido llamada a prestar testimonio? Oh, no, lo olvidaba, esto no es un juicio.

Las piernas de Adelia se debilitaron, pero en esa ocasión debido a una esperanza, tan tenue que apenas se atrevía a alentar. Las ramas de Enrique Plantagenet, claramente entrecruzadas -como si las hubiera dispuesto para el juego que consistía en quitar una de ellas sin mover las demás- se multiplicaban con cada párrafo de las pruebas que ella había presentado en contra de Verónica.

– Simón de Nápoles, ahogado mientras estaba en posesión de las cuentas… el río otra vez… un judío, por supuesto, qué se podía esperar… -El rey meneó la cabeza ante el trato desconsiderado hacia los judíos y siguió leyendo-: Las sospechas de la mujer laica… Wan-del-bury Ring… sostiene que ella fue arrojada a un pozo… no vio quién… peleas… mujer laica y monja… ambas heridas… niño rescatado… caballero del lugar responsable…