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El rey dejó de leer, miró la pila de ramas, luego a los jueces.

El obispo de Norwich carraspeó.

– Como veréis, excelencia, todos los cargos contra la hermana Verónica carecen de sustento. Nadie puede acusarla porque…

– Salvo el niño, por supuesto -interrumpió Enrique-, pero no podemos dar ningún valor legal a sus palabras, ¿verdad? No, estoy de acuerdo, todo es circunstancial -alegó, y volvió a mirar las ramas-. Maldición, hay cantidad de circunstancias, pero… -El rey infló sus mejillas, sopló con fuerza y las ramas se desparramaron-. En consecuencia, ¿qué habéis decidido hacer con esta dama calumniadora llamada… Adele? Vuestra caligrafía es lamentable, Hubert.

– Lo siento, excelencia. Su nombre es Adelia.

El archidiácono estaba cada vez más inquieto.

– Es imperdonable que ella calumnie de esa manera a una religiosa. Su actitud no puede ser ignorada.

– Ciertamente -afirmó Enrique-. Deberíamos colgarla, ¿estáis de acuerdo?

El archidiácono pasó a la ofensiva.

– Esta mujer es una extranjera, no se sabe de dónde ha llegado, vino en compañía de un judío y un sarraceno. ¿Permitiremos que eleve sus calumnias contra la Santa Madre Iglesia? ¿Con qué derecho? ¿Quién la envió y por qué? ¿Para sembrar discordia? Os digo que el demonio la ha puesto entre nosotros.

– En realidad, fui yo -manifestó el rey.

Sobre la sala se abatió el silencio como una avalancha de nieve. Desde la puerta que estaba detrás de los jueces se oía chapotear a los monjes de Barnwell mientras se dirigían desde el claustro hacia la iglesia bajo la lluvia.

El rey miró por primera vez a Adelia, y una sonrisa dejó a la vista sus pequeños dientes feroces.

– No lo sabíais, ¿verdad? -Luego se dirigió a los jueces, que seguían de pie. No habían sido invitados a tomar asiento-. Veréis, señorías. Los niños estaban desapareciendo en Cambridge, y lo mismo pasaba con mis ingresos. Los judíos estaban en la torre. En las calles había tumultos. Entonces le dije a Aarón de Lincoln, lo conocéis, obispo, os ha prestado dinero para vuestra catedraclass="underline" «Aarón, debemos hacer algo respecto a lo que ocurre en Cambridge. Si los judíos están masacrando niños para sus rituales, debemos llevarlos a la horca. Si no, será otro el que deba morir». Lo que me recuerda… -El rey alzó la voz-. Venid, rabino, me han dicho que esto no es un juicio. -La puerta de la cocina se abrió y el rabino Gotsce entró cautelosamente, haciendo frecuentes reverencias, que daban cuenta de su nerviosismo. El rey no le dio importancia-. Como decía, Aarón se retiró para pensar sobre el asunto, y cuando lo hubo meditado, regresó. Declaró que el hombre que necesitábamos era, sin duda, Simón de Nápoles. Otro judío, señores, un investigador de renombre. Aarón también sugirió que Simón viniera acompañado por una persona experta en el arte de la muerte. -El rey dedicó otra de sus sonrisas a los jueces-. Seguramente os preguntaréis: ¿qué es un experto en el arte de la muerte? Yo mismo me lo pregunté. ¿Un nigromante? ¿Una especie de torturador refinado? Pero no, tal parece que existen personas calificadas que pueden interpretar los cadáveres, y en este caso, podían descubrir de qué manera habían muerto los niños de Cambridge y eso podía dar indicios acerca de quién había sido el asesino. ¿Hay un poco más de este excelente caldo?

La digresión en medio del discurso del rey se produjo tan rápidamente que pasaron unos instantes antes de que el prior Geoffrey se levantara y cruzara la sala hacia la ventanilla, como un sonámbulo. Como algo natural, una mujer le alcanzó un cuenco humeante. Lo cogió, regresó y se lo ofreció al rey con una rodilla en el suelo.

En el ínterin, el rey se había dedicado a conversar con la priora Joan.

– Esperaba ir a cazar verracos esta noche. ¿Será demasiado tarde? ¿Habrán regresado a su guarida?

La priora pareció confusa, pero estaba encantada.

– Todavía no, excelencia. Si me permitís una sugerencia, vuestros sabuesos pueden guiaros hacia los bosques de Babraham donde… -Su voz se fue apagando a medida que comprendió su error-. Sólo repito lo que he oído, excelencia. No tengo tiempo para cazar.

– ¿De verdad, señora? -Enrique parecía muy sorprendido-. He oído que sois famosa, una asidua Diana.

Una emboscada, pensó Adelia. Advirtió que estaba presenciando un ejercicio que, más allá de que resultara exitoso, llevaba la astucia al terreno del arte.

– Entonces… -prosiguió el rey, masticando-. Gracias, prior. Entonces pregunté a Aarón: «¿Dónde demonios encontraremos un experto en el arte de la muerte?». Y él dijo: «No es necesario ir muy lejos, excelencia. En Salerno». A nuestro Aarón le agrada bromear. Aparentemente, en la excelente escuela de medicina de Salerno se enseña esa misteriosa ciencia. De modo que, para abreviar un poco esta larga historia, escribí al rey de Sicilia… -El rey dirigió una mirada fulminante a la priora-. Es mi primo, como sabéis. Le escribí para solicitarle los servicios de Simón de Nápoles y de un experto en la muerte. -Enrique había tragado demasiado rápido y comenzó a toser. Hubert Walter le dio unas palmadas en la espalda-. Gracias, Hubert -dijo secándose los ojos-. Bien. Dos cosas salieron mal. Por una parte, yo estaba fuera de Inglaterra combatiendo a los malditos Lusignan cuando Simón de Nápoles llegó a este país. Por otra, parece que en Salerno las mujeres estudian medicina. ¿Pueden creerlo, señorías? Y algún idiota incapaz de distinguir a Adán de Eva en lugar de enviar a un experto en el arte de la muerte mandó una experta. Allí está. -Sólo el rey se dignó mirar a Adelia. Los demás continuaron con los ojos fijos en él-. Por lo que me temo, señorías, que no podremos ahorcarla, aunque fuera nuestro deseo. No nos pertenece, es una subdita del rey de Sicilia y mi primo Guillermo querrá que se la devolvamos en buenas condiciones. -El rey había bajado de la mesa, caminaba por la sala hurgándose los dientes, sumido en profunda meditación-. ¿Qué podéis decir, señorías? ¿Creéis que, teniendo en cuenta que esta mujer y un judío parecen haber evitado que más niños tuvieran una muerte horrenda en manos de un caballero cuya cabeza ahora se conserva en un barril de salmuera del castillo… -Enrique suspiró desconcertado y meneó la cabeza-, podemos atrevernos a azotarla? -Nadie habló. No se esperaba que lo hicieran-. De hecho, señorías, me atrevo a asegurar que mi primo Guillermo no verá con buenos ojos que alguien importune a la señora Adelia pretendiendo acusarla de brujería o conducta indebida. -La voz del rey se había convertido en un látigo-. Como tampoco lo haré yo.

«Os serviré el resto de mis días», pensó Adelia, llena de gratitud y admiración. «Pero, incluso vos, el gran Plantagenet, ¿lograréis que esta monja sea juzgada?».

Rowley había llegado a la sala. Hizo una reverencia al monarca, mucho menos alto que él, y le entregó algunas cosas.

– Siento haberos hecho esperar, excelencia. -Ambos se miraron y Rowley asintió. Eran aliados.

Rowley caminó en dirección al prior Geoffrey. Su capa se veía más oscura, mojada por la lluvia, y olía a aire fresco. Eso era él, aire fresco, y Adelia se sintió súbitamente colmada de felicidad por llevar un vestido con corsé y la cabeza descubierta como una ramera. Podía haberse desnudado nuevamente para él. «Seré vuestra ramera todas las veces que lo deseéis, estoy orgullosa de serlo».

Le vio comentar algo. El prior dio instrucciones al hermano Gilbert, que salió de la sala.

El rey había vuelto a ocupar su lugar sobre la mesa. Se dirigió a la más gorda de las tres monjas que estaban en el centro del refectorio.

– Hermana, sí, vos, venid aquí.

La priora Joan miraba con desconfianza a Walburga, que, recelosa, se acercaba al rey. Los ojos de Verónica seguían mirando hacia abajo y sus manos no se habían movido en ningún momento.