– ¿Es lo que el Señor quiere? Había sangre, mucha sangre.
– Insisto en ello. -El rey levantó una mano. Era una advertencia para los jueces, que se habían puesto de pie-. Ella lo sabe. Lo vio. Nos lo mostrará.
Hugh entró con un lechón, que mostró al rey. El monarca lo aprobó. Cuando el cazador pasó junto a ella camino de la cocina, Adelia, desconcertada, vio un hocico pequeño y redondeado. Olía a granja.
Uno de los hombres armados pasó arrastrando a Verónica en la misma dirección, seguido por el otro, que llevaba ceremoniosamente, en sus manos abiertas, un puñal con la hoja tallada, un puñal de piedra, el puñal.
¿Eso es lo que quiere que suceda? Dios, sálvanos.
Todos, los jueces, Walburga -parpadeando-, se apretujaron rumbo a la cocina. La priora Joan trató de mantenerse alejada, pero el rey la cogió por el codo y la llevó consigo.
– Ulf no debe ver esto -replicó Adelia cuando Rowley pasó a su lado.
– Lo envié a casa con Gyltha.
Luego, él también salió en dirección a la cocina. Adelia permaneció en el refectorio vacío.
¿Acaso era todo aquello una maniobra del rey? No se trataba sólo de probar la culpabilidad de Verónica: Enrique estaba vengándose de la Iglesia, que lo había condenado por el asesinato de Tomás Becket.
También eso era horrible. Una trampa tendida por un rey artero no sólo para que cayera una criatura que -dado que la trampa era tan artera como él- no tenía más alternativa que caer en ella, sino para que su mayor enemigo comprobara su propia debilidad.
Sin embargo, aunque la criatura que cayera en ella fuera vil, una trampa era siempre una trampa.
A causa de las idas y venidas la puerta del claustro estaba abierta. Amanecía y los monjes cantaban. No habían dejado de cantar en ningún momento. Mientras escuchaba esas voces acompasadas y armoniosas, sintió que el aire nocturno enfriaba las lágrimas que corrían por sus mejillas. No las había notado.
Escuchó la voz del rey desde la cocina.
– Ponedlo en la tabla del carnicero. Muy bien, hermana. Mostradnos lo que él hizo.
Luego pusieron el puñal en la mano de Verónica.
– No es necesario que lo utilicéis. Sólo decidnos cómo lo hizo.
Las palabras de la monja se oían nítidamente a través de la ventanilla.
– ¿Seré redimida?
– La verdad es redención -repitió el rey, inexorable.
Silencio.
– A él no le gustaba que cerraran los ojos. -Se oyó el primer chillido del lechón-. Y luego…
Adelia se tapó las orejas, pero sus manos no lograron aislarla de otro grito, más desgarrador, y luego otro. La voz de la monja se alzaba sobre ellos.
– Así, luego así, y luego…
Estaba loca. Si antes había tratado de engañar con astucia, no era más que la astucia del insano e incluso ese recurso la había abandonado. «Dios, ¿qué hay en esa mente?».
¿Carcajadas? No, era una risita nerviosa, un sonido maníaco que iba en aumento. Mientras succionaba la vida que se estaba cobrando, la voz humana de Verónica se transformaba en algo inhumano que se alzaba sobre los gritos de agonía del lechón, hasta que se convirtió en un sonido estridente que evocaba a un animal con los dientes manchados de hierba y largas orejas. El sonido quebró la serenidad de la noche.
Era un rebuzno.
Los hombres armados llevaron nuevamente a la monja hasta el refectorio y la arrojaron al suelo. La sangre del lechón que empapaba su hábito caía sobre la paja. Los jueces describieron un gran círculo para eludirla. El obispo de Norwich se sacudía distraídamente la sotana salpicada. Mansur y Rowley tenían una expresión pétrea. El rabino Gotsce estaba increíblemente pálido. La priora Joan se dejó caer en un banco y ocultó la cabeza entre las manos. Hugh se apoyó en el marco de la puerta con la mirada extraviada.
Adelia corrió hacia la hermana Walburga, que se tambaleaba y estaba a punto de caer. Le faltaba el aire. La doctora le apretó las comisuras de los labios.
– Tranquila. Respirad lentamente.
Se oyó la voz del rey.
– Bien, señorías, aparentemente la hermana le prestó al demonio toda su colaboración.
En el silencio de la sala sólo se oía la respiración de la aterrorizada Walburga.
Al cabo de un rato habló uno de los obispos.
– Será juzgada por un tribunal eclesiástico, por supuesto.
– Eso significa que le concederéis los beneficios que corresponden al clero -objetó el rey.
– Todavía está entre los nuestros, excelencia.
– ¿Y qué haréis con ella? La Iglesia no puede sentenciarla a muerte, no puede derramar sangre. Todo lo que vuestro tribunal puede hacer es excomulgarla y enviarla al mundo de los laicos. ¿Qué ocurrirá la próxima vez que un asesino la tiente?
– Cuidado, Plantagenet -amenazó el archidiácono-. ¿Acaso continúa vuestra disputa con el bendito Tomás? ¿Deberá morir otra vez a manos de vuestros caballeros? ¿Pondréis en duda sus palabras? «El único rey que el clero reconoce es Jesucristo, y él obedece al Rey de los Cielos. Los miembros de la Iglesia deben regirse por sus propias leyes». La excomunión es la coerción más efectiva. Esta mujer desquiciada perderá su alma.
Ésa era la voz que había resonado en una catedral cuando la sangre de su arzobispo manchó los peldaños. Y resonaba en ese momento en un refectorio provincial donde la sangre de un lechón empapaba las baldosas.
– Ella ya ha perdido su alma. ¿Deberá Inglaterra perder más niños? -se oyó decir a otra voz, la que aplicaba la lógica secular. Era lo razonable.
Pero no en ese momento. Enrique se aferró a los hombros de uno de sus hombres armados y lo sacudió. Luego hizo lo mismo con el rabino, y con Hugh.
– ¿Lo veis? Esa era la disputa entre Becket y yo. Podéis juzgarlos en vuestros propios tribunales, le dije, pero entregadme a los culpables para que los castigue. He perdido, ¿lo veis? Los asesinos y los violadores andan sueltos por mi territorio porque he perdido.
El rey recorría la habitación sacudiendo y arrojando a los hombres como si fueran ratas. Hubert Walter se colgó de uno de sus brazos, suplicando, y fue arrastrado.
– Excelencia, debéis recordar, os lo ruego…
El monarca se libró de él y lo miró.
– No lo toleraré, Hubert -declaró, secándose la saliva-. ¿Me habéis oído, señorías? No lo toleraré. -Más tranquilo, el rey se enfrentó a los temblorosos jueces-. Juzgadla, condenadla, quitadle su alma, pero yo no permitiré que el aliento de esa criatura corrompa mi reino. Enviadla nuevamente a Turingia, a las Indias, a donde sea. No admitiré que mueran más niños y por la salvación de mi alma os juro que si dentro de dos días ese ser sigue respirando el aire del territorio Plantagenet, declararé ante el mundo entero lo que la Iglesia ha consentido. Y vos, señora… -Era el turno de la priora Joan. El rey le tiró del tocado para levantar su cabeza, que estaba apoyada en la mesa, dejando a la vista el cabello hirsuto y gris-. Si impusierais a vuestras religiosas la mitad de la disciplina que aplicáis a vuestros sabuesos… Ella debe marcharse, ¿lo comprendéis? Debe marcharse, o de lo contrario derribaré vuestro convento, piedra por piedra, con su superiora dentro. Ahora, abandonad este lugar y llevaos a ese gusano apestoso con vos.
Fue una partida lamentable. El prior Geoffrey estaba junto a la puerta. Se le veía viejo y descompuesto. Ya no llovía, pero el aire húmedo y helado del amanecer rodeaba de espesa niebla las figuras cubiertas por capas y capuchas que montaban sus caballos, o subían en sus palanquines, volviéndolas indistinguibles. Sólo se oía el ruido de los cascos sobre los adoquines, los resoplidos de los caballos, los primeros trinos de los zorzales y el canto de un gallo desde algún gallinero lejano. Nadie hablaba. Todos parecían sonámbulos, almas en el limbo.
Todo lo contrario a la ruidosa despedida del rey: un alboroto de sabuesos y jinetes cabalgando hacia el portón rumbo a la llanura.