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Posiblemente Agnes sabía algo pero guardó silencio.

Ambas cosas, lo transparente y lo sombrío, sucedieron sin que Adelia se enterara. Por orden de Gyltha, durmió durante todo el día. Cuando se despertó, se encontró con una fila de pacientes que serpenteaba por Jesus Lane. Esperaban que el doctor Mansur los atendiera. Se ocupó de los casos más graves. Luego hizo un alto y consultó a Gyltha.

– Debería ir al convento para ver cómo está Walburga. He sido negligente.

– Teníais que reponeros.

– Gyltha, no quiero ir a ese lugar.

– Entonces no vayáis.

– Debo ir. Otro ataque similar puede paralizar su corazón.

– Las puertas del convento están cerradas y nadie atiende a los que llegan hasta allí. Eso es lo que dicen. Y ésa, ésa… -Gyltha todavía no lograba pronunciar su nombre-. Se ha ido, eso dicen.

– ¿Ya no está? -Nadie pierde el tiempo cuando el rey da una orden, pensó Adelia. Le roy le veult-. ¿Adonde la han enviado?

Gyltha se encogió de hombros.

– Se ha ido. Es todo lo que sé.

El alivio que sintió Adelia prácticamente le sanó las costillas. Enrique Plantagenet había purificado el aire de su reino para que ella pudiera respirarlo.

Sin embargo, al hacerlo había enrarecido el de otra nación. ¿Qué harían con ella en ese otro lugar?

Adelia trató de evitar la imagen de la monja contorsionándose, tal como la había visto en el suelo del refectorio, aunque en su fantasía aparecía encadenada, en un lugar oscuro y mugriento. No lograba apartar esa visión y la preocupación que le causaba. Era una doctora y los verdaderos médicos no juzgaban, sólo diagnosticaban. Había curado heridas y enfermedades de hombres y mujeres que en lo personal le disgustaban sin que eso repercutiera en su trabajo. Sus temperamentos podían causarle rechazo, no sus cuerpos sufrientes y desvalidos.

La monja estaba loca. En bien de la sociedad debería estar bajo vigilancia durante toda su vida. Pero…

– Que Dios se apiade de ella y la trate bien -murmuró Adelia.

Gyltha miró a la doctora como si también fuera una lunática.

– Ha sido tratada como merecía -repuso impasible-. Eso dicen.

Ulf, como por ensalmo, estaba estudiando. Se le veía más tranquilo y serio que antes. Gyltha dijo que el chico quería ser abogado. Y si bien era algo agradable y admirable, Adelia extrañaba al antiguo Ulf.

– Aparentemente las puertas del convento están cerradas -le contó Adelia-. Pero debo entrar para ver a Walburga. Está enferma.

– ¿Qué? ¿La hermana Gordi? -Ulf estaba nuevamente en forma-. Venid conmigo, no podrán dejarme fuera.

Gyltha y Mansur podrían hacerse cargo de los demás pacientes. Adelia fue a buscar sus medicamentos. La sandalia de la Virgen era una hierba excelente para la histeria y el pánico. Y el aceite de rosa era sedante.

Partió junto a Ulf.

Desde los muros del castillo, un recaudador de impuestos que disfrutaba de un merecido descanso después del ajetreo de los tribunales reconoció dos delgadas figuras entre las muchas que cruzaban el gran puente. Habría distinguido a la silueta algo más alta entre millones, por su espantoso sombrero.

Era el momento indicado, aprovechando su ausencia. Pidió su caballo.

¿Por qué sir Rowley Picot -para sanar su corazón herido- sintió el impulso de pedir consejo a Gyltha, un ama de llaves y vendedora de anguilas? No lo sabía con certeza. Tal vez porque en Cambridge ella era la mujer más cercana al amor de su vida. Quizás porque ella también lo había cuidado para devolverlo a la vida, porque era un ejemplo de sentido común, porque las indiscreciones sobre su pasado… Sencillamente porque sentía ese impulso, al demonio con todo lo demás.

Apenado, Rowley masticaba una de las empanadas de Gyltha.

– No quiere casarse conmigo, Gyltha.

– Por supuesto. Sería un desperdicio. Ella es… -Gyltha trataba de establecer una analogía con algún personaje de leyenda, pero sólo le venía a la mente la palabra «unicornio»-, es especial -prefirió decir.

– Yo soy especial.

Gyltha se levantó para darle a sir Rowley una palmada en la cabeza.

– Vos sois un buen chico y llegaréis lejos, pero ella es… -Nuevamente, no lograba hacer la comparación-. El buen Dios rompió el molde después de hacerla. Todos la necesitamos, no sólo vos.

– ¿Y no la tendré de ninguna manera?

– Tal vez no le interese casarse, pero hay otras maneras de obtener lo que deseas.

Gyltha sabía desde hacía tiempo que tratándose de un deseo tan particular -y precisamente por serlo- lo mejor era satisfacerlo de manera abundante, saludable y frecuente.

Una mujer podía conservar su independencia, tal y como ella había hecho, y aun así tener recuerdos que hicieran más cálidas las noches de invierno.

– Santo Dios, mujer, ¿estáis sugiriendo…? Mis intenciones para con la señora Adelia son… eran… honorables.

Gyltha, que nunca había considerado el honor como un requisito para que un hombre y una mujer florecieran, suspiró.

– Eso es enternecedor, pero no os servirá de nada.

Rowley se inclinó hacia delante.

– Muy bien. ¿Cómo?

La ansiedad de su rostro era capaz de derretir un corazón más duro que el de Gyltha.

– Por Dios, creía que erais un hombre inteligente y sois un verdadero zoquete. Ella es doctora, ¿no?

– Sí, Gyltha -asintió Rowley, tratando de ser paciente-. Ése es el motivo por el que no me ha aceptado.

– ¿Y qué hacen los doctores?

– Atienden a sus pacientes.

– Eso hacen y creo que aquí hay una doctora que podría ser más tierna que ninguna otra con un paciente, siempre que él esté muy mal y suponiendo que ella le tuviera cariño.

– Gyltha -declaró gravemente sir Rowley-. De no encontrarme indispuesto repentinamente, os pediría a vos que os casarais conmigo.

Vieron la multitud en la puerta del convento después de cruzar el puente y dejar atrás los sauces de la ribera.

– Oh, Dios, se ha corrido la voz -exclamó Adelia.

Agnes y su pequeña choza estaban allí, como una incitación al crimen.

Era previsible. La furia de los habitantes de Cambridge había cambiado de destinatario y la multitud se unía en contra de las monjas, así como antes se había unido en contra de los judíos.

Sin embargo, no era una turba. Había bastante gente, principalmente artesanos y comerciantes, pero su furia iba desapareciendo para mezclarse con… ¿emoción tal vez? Adelia no podía precisarlo.

¿Por qué no tenían una actitud más violenta, semejante a la que mostraron frente a los judíos? Posiblemente estuvieran avergonzados. Habían descubierto que los asesinos no estaban entre un grupo de seres despreciados. Eran de su propio bando, personas respetadas, una de ellas una amiga de confianza a la que saludaban casi todos los días. Si bien era cierto que la monja ya estaba lejos y no podían lincharla, podían responsabilizar a la priora Joan por permitir que una demente hubiera gozado de ese enorme grado de libertad durante tanto tiempo.

Ulf conversaba con Coker, el techador, aquel a quien Adelia le había curado el pie. Hablaban en el dialecto de la gente de Cambridge, incomprensible para la doctora. El paciente de Adelia, que habitualmente la saludaba con afecto, evitó mirarla. Al regresar, tampoco Ulf la miró.

– No entréis -le dijo.

– Debo hacerlo, Walburga es mi paciente.

– Bueno, no iré con vos. -La cara del chico se había endurecido, como sucedía cuando estaba disgustado.

– Entiendo. -No debía haberlo llevado. Para él ese convento se había convertido en el hogar de una bruja.

En la sólida hoja de madera se abrió una portezuela y por ella salieron dos trabajadores cubiertos de polvo.

Adelia vio su oportunidad. Con un «permitidme», se escabulló y oyó que cerraban la puerta detrás de ella.