Inmediatamente percibió algo extraño y un silencio absoluto. Alguien, presumiblemente los trabajadores, habían clavado tablas de madera ante la puerta de la iglesia, la misma que solía estar abierta a los peregrinos que se reunían allí para rezar ante el relicario del pequeño Peter de Trumpington.
Qué curioso, el niño perdía su falsa denominación de santo cuando se descubría que había sido sacrificado por cristianos. También era curioso que el menoscabo general que la indolente priora había ignorado se hubiera convertido tan rápidamente en deterioro.
Mientras caminaba por el sendero en dirección al edificio del convento, Adelia evitó pensar que los pájaros habían dejado de cantar. En realidad aún cantaban, pero el tono era diferente. La doctora temblaba, sería obra de su imaginación.
Los establos y las casetas de los perros de la priora Joan estaban desiertos. Las cuadras tenían los portillos abiertos.
El edificio de las monjas estaba silencioso. Al llegar a la entrada del claustro Adelia sintió que no podía continuar. El día estaba gris -algo inesperado para esa estación- y las columnas que surgían entre la hierba le recordaron vagamente la noche en que había visto la sombra malvada de un ser con cuernos, como si el obsceno deseo de esa religiosa lo hubiera convocado.
«Por Dios, él está muerto y ella se ha ido. No queda nadie aquí». Sin embargo, había alguien. Una figura con un tocado rezaba en el corredor que conducía al sur, tan inmóvil como las piedras sobre las que estaba arrodillada.
– ¿Priora?
La figura no se movió.
Adelia se acercó y le tocó el brazo.
– Priora. -La ayudó a ponerse de pie.
Tan sólo había pasado una noche y la mujer se había convertido en una anciana. Su cara grande y poco agraciada se había hundido y deformado; parecía una gárgola. Lentamente giró la cabeza.
– ¿Qué?
– He venido a… -Adelia alzó la voz. Era como hablar con un sordo-. He traído medicamentos para la hermana Walburga. -Tuvo que repetirlo. Todo indicaba que Joan no la reconocía.
– ¿Walburga?
– Está enferma.
– ¿Enferma? -La priora apartó la vista-. Se ha ido. Todas se han ido.
De modo que finalmente la Iglesia había entrado allí.
– Lo siento -susurró Adelia. Y era cierto. Era terrible ver a un ser humano tan deteriorado. No sólo eso. También era terrible ver el convento ruinoso, había algo extraño, el edificio parecía combado y el claustro daba la impresión de haberse inclinado. El olor, la forma, eran diferentes.
Y había un sonido casi imperceptible, como el zumbido de un insecto atrapado en un frasco, apenas audible.
– ¿Adonde ha ido Walburga?
– ¿Qué?
– La hermana Walburga. ¿Dónde está?
– Oh. -La priora intentó concentrarse-. Con su tía, supongo.
Entonces, no tenía nada que hacer allí. Podía irse. Pero Adelia se demoraba.
– ¿Hay algo que pueda hacer por vos, priora?
– ¿Qué? Idos. Dejadme en paz.
– Estáis enferma, puedo ayudaros. ¿Hay alguien más aquí? Por Dios, ¿qué es ese sonido? -Aunque tenue, el silbido era exasperante-. ¿No lo oís? Es una especie de vibración.
– Es un fantasma -repuso la gárgola viviente-. Mi castigo es oírlo hasta que se detenga. Ahora, idos. Dejadme escuchar los gritos de los muertos. Ni siquiera vos podéis ayudar a un fantasma. Adelia retrocedió.
– Enviaré a alguien -alegó, y por primera vez en su vida huyó de un enfermo.
El prior Geoffrey. Él podría hacer algo, sacarla de allí, aunque los espectros que rondaban a Joan la perseguirían a donde fuera.
También siguieron a Adelia mientras corría. Casi se arrojó a través de la portezuela en su urgencia por salir.
La doctora recobró la compostura y se puso frente a la madre de Harold. La mujer la miró como si ambas compartieran un poderoso secreto.
– Se ha ido, Agnes. La han enviado a otro lugar. Todas se han ido. Queda sólo la priora -repuso débilmente Adelia.
No era suficiente. Su hijo había muerto. Los aterradores ojos de Agnes decían que había más, lo sabía, las dos lo sabían.
Entonces Adelia comprendió. Todo adquirió sentido. Aquel olor tan fuera de contexto que no había reconocido era el agrio hedor de la muerte reciente. Dios, por favor. Percibió por el rabillo del ojo la extraña asimetría en el palomar que habitaban las monjas, debía haber dos filas de diez celdas, pero en una había nueve: una blanca pared ocupaba el lugar de la décima.
El silencio, esa vibración… como el zumbido de un insecto atrapado en un frasco, «el grito de los muertos».
Adelia se tambaleó entre la multitud y vomitó.
Alguien, aferrado a la manga de su vestido, le hablaba.
– El rey…
El prior. Él podía detener todo aquello. Debía encontrar al prior Geoffrey.
La voz era insistente.
– El rey os ordena presentaros ante él, señora.
En el nombre de Cristo. ¿Cómo se atrevían a hacer semejantes atrocidades en el nombre de Cristo?
– El rey, señora… -insistía un sujeto de librea.
– El rey puede irse al infierno. Debo encontrar al prior.
El siervo de librea la cogió de la cintura y la subió a un caballo. El animal trotaba mientras el mensajero real cabalgaba a su lado y manejaba las riendas.
– No es necesario mandar a los reyes al infierno, señora. Suelen estar allí.
Cruzaron el puente, subieron la colina y atravesaron las puertas del castillo para llegar al patio.
El mensajero la ayudó a bajar del caballo.
En el jardín de la familia del alguacil, donde habían sepultado a Simón, Enrique II -de regreso del infierno- estaba sentado con las piernas cruzadas en el mismo banco de hierba donde Rowley Picot le había relatado su viaje a Tierra Santa. Estaba zurciendo un guante de caza con hilo y aguja mientras dictaba a Hubert Walter, quien, arrodillado a su lado, llevaba la escribanía colgada del cuello.
– Ah, señora…
Adelia se arrojó a sus pies. Después de todo, un rey podía hacerlo.
– La han emparedado, excelencia. Os lo ruego, detenedlos.
– ¿A quién han emparedado? ¿Qué debo detener?
– La monja. Verónica. Por favor, excelencia. La han emparedado viva. -Enrique se miró las botas, mojadas por el llanto de Adelia.
– Me dijeron que la habían enviado a Noruega. Pensé que era extraño. ¿Sabíais esto, Hubert?
– No, excelencia.
– Debéis sacarla de allí. Es obsceno, una abominación. Oh, por Dios, no puedo tolerarlo. Está loca. Su maldad es producto de la locura.
En su dolor, Adelia daba puñetazos en el suelo.
Hubert Walter se quitó la pequeña escribanía que tenía colgada y sentó a Adelia en el banco. Le habló suavemente, como a un caballo.
– Tranquila, señora. Quieta. Así, así, debéis tranquilizaros.
Hubert le dio un pañuelo con manchas de tinta. Adelia se sonó la nariz. Trató de controlarse.
– Excelencia, tapiaron su celda en el convento con ella dentro. La oí gritar. Por muy condenables que sean sus actos, esto no puede permitirse. Es un crimen que clama al Cielo.
– Debo decir que me parece un poco cruel -opinó el rey-. Así es la Iglesia, ya veis. Yo sencillamente la habría colgado.
– Debéis detener esto -le gritó Adelia-. Aun sin agua… una persona puede resistir tres o cuatro días esa tortura.
– No lo sabía. ¿Lo sabíais, Hubert? -demandó Enrique con vivo interés. El rey cogió el pañuelo de la mano de Adelia y le secó el rostro, muy serio-. Comprendéis que no estoy en condiciones de hacer nada, ¿verdad?
– No, no lo comprendo. El rey es el rey.
– Y la Iglesia es la Iglesia. ¿Los escuchasteis anoche? Pues hoy me escucharéis a mí, señora. -Adelia miró hacia otro lado. El rey le dio una palmada en la mano y luego la puso entre las suyas-. Escuchadme. -El monarca alzó las dos manos y señaló la ciudad-. Allí hay un andrajoso al que llaman Roger de Acton. Hace unos días, el desgraciado incitó a una multitud a atacar este castillo, este castillo real, mi castillo. Durante ese ataque vuestro amigo y mi amigo, Rowley Picot, fue herido. Y yo nada pude hacer. ¿Por qué? Porque ese desquiciado tiene una tonsura en la cabeza y puede escupir un padrenuestro, con lo que se convierte en un clérigo de la Iglesia y tiene derecho a sus beneficios. ¿Puedo castigarlo, Hubert?